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Desaparecido

En 1982 se estrenó una película que relata, con la precisión de la cólera y la verdad entrelazadas, un minúsculo eslabón del enorme encadenamiento de crímenes ocurridos nueve años antes, en 1973, en Santiago de Chile. Este eslabón es el secuestro, tortura y asesinato por matarifes de la policía política de un genocida profesional, nacido allí por azar, de un muchacho estadounidense llamado Charles Horman.Realizó la película, en las calles de un México disfrazado de Santiago -aunque entonces todas las calles del mundo eran las de Santiago-, un griego, Costa Gavras, desterrado por pinochetistas con encargo de sojuzgar su país, Grecia, herederos de otros colegas pinochetistas como Hitler, Stalin o Franco. Y la interpretó un actor de genio, Jack Lemmon, con rostro tan elocuente que hizo enmudecer al mundo y lo envolvió en el silencio de aquel estruendo. La titularon Desaparecido. Han pasado desde su estreno 16 años, pero en la memoria sigue y seguirá siempre en cartel. Su matarife protagonista está encerrado en una clínica de lujo en Londres. Lo más probable es que le liberen de este hotel. Mientras no le echan de su lujosa celda, que enciendan su televisor y emitan esta película. Que contemple el dolor que cuenta: lo hizo él.

Es el relato de una mutación. Habla de unos días de la vida de Ed Horman -se ha muerto hace poco de vejez y amargura-, por entonces un cincuentón apacible que, instalado en el obtuso orden del conservadurismo de su país, había olvidado la condición criminal de la política y se limitaba a ejercerla cada cuatro años, en el pacífico rito de echar dentro de una urna un papel con el nombre del hombre de turno que le prometía que las cosas de su vida seguirían amarradas a la misma quietud a que las amarraron sus padres y sus abuelos.

Cuando viajó a Chile en busca de su hijo desaparecido, Ed Horman había olvidado que en su país volaron la cabeza a John Kennedy 10 años antes, en 1963, un político prometedor de suaves cambios que nunca pudo realizar. Él le votó, pero cerró los ojos cuando le borraron del mapa sus compatriotas pinochetistas, mientras su hijo, Charles, con poco más de 10 años, comenzó entonces a abrirlos, y a seguir abriéndolos cuando otros pinochetistas, o franquistas, o nazis, o fascistas, o estalinistas, mataron a Robert Kennedy y Martin Luther King; y casi los desorbitó contemplando en los televisores ecos filtrados de las matanzas que los militares pinochetistas de su país hacían en las selvas de Vietnam. Tal vez porque tenía los ojos muy abiertos, Charles Horman estaba en Santiago en 1973; y tal vez también porque tenía los ojos abiertos, Pinochet lo secuestró y lo convirtió en desaparecido. Era un testigo incómodo. La película donde buscan a este infortunado muchacho se estrenó hace 16 años, pero sigue proyectándose en la memoria: su celuloide, como las culpas de los genocidas, no prescribe.

Es el relato de la mutación que experimentó el viejo Ed Horman mientras buscaba en la Santiago aplastada por los pinochetistas a su hijo desaparecido. Jack Lemmon, dentro de la piel del dolorido paisano suyo, le hizo abrir por fin los ojos, para poder hacerle así entender por qué se los habían cerrado para siempre a su hijo Charles. Lemmon logró el prodigio de representar lo irrepresentable, la transformación de una conciencia adormecida en una conciencia vigilante, despierta, capaz de entender -y por lo tanto actuar en consecuencia- que las tropelías, los crímenes, los asesinatos innumerables, que cometen gente como Pinochet, nunca prescriben y suenan en nuestros oídos desde Sarajevo, Saigón, Madrid, Vorkuta, Treblinka, Wonded Knee, Katyn, Jerusalén, Guernika, Ermua, Soweto, Buenos Aires, Lubianka y otras infinitas estaciones de paso de la misma bestia, que no prescribe.

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