La dieta del tercer milenio será transgénica
Los alimentos transgénitos son los que están elaborados con materias primas vegetales o animales genéticamente alteradas
Estados Unidos es la madre del invento: miles de millones de dólares han sido invertidos en firmas biotecnológicas (1.287 compañías, frente a 716 europeas, según la consultora Ernest & Young). Unas dos docenas de variedades de semillas han sido aprobadas. Este año, el 30% de las plantaciones de soja y el 25% de los maizales corresponderán a vegetales transgénicos. Lo que es más, el fetiche gastronómico nacional, el ketchup, ya se produce a base de tomates genéticamente modificados. Por ahora, los principales beneficiarios de este tipo de alimentos manipulados son las firmas biotecnológicas y los agricultores, que ven cómo maximizan el rendimiento de sus tierras. La expansión de las especies modificadas se ha beneficiado de una legislación favorable -mejor dicho, de la ausencia de normativa específica-. Tampoco existen en las organizaciones de consumidores estadounidenses los recelos con los que estos productos tropiezan en Europa. Ni es obligatorio el etiquetado, aunque hay presiones por parte de algunos grupos para que se adopte un sistema parecido al europeo.
La reciente aprobación por la Unión Europea de la normativa de los organismos modificados genéticamente ha dado vía libre a la llegada masiva de los alimentos transgénicos. De hecho, en España, los piensos y algunos alimentos preparados ya llevan componentes de esa clase. Veamos, pues, cómo y cuándo afectarán a la dieta del tercer milenio.
Los alimentos transgénicos están elaborados con materias primas vegetales o animales genéticamente alteradas. Básicamente, la técnica de transgénesis consiste en introducir un gen de una especie en las células de otra especie, sea un vegetal, un animal o un microorganismo. Dicho gen codifica una proteína responsable de ciertos procesos o cualidades interesantes (su resistencia a ciertas plagas o a condiciones climatológicas adversas, un crecimiento rápido, un cierto sabor, etcétera).
Siguiendo ese procedimiento, los laboratorios se aplican a quitar genes de aquí y ponerlos allá. Los cereales han sido los primeros en ser modificados. Les han seguido las hortalizas (calabacines y achicoria) y un repertorio variopinto de especies, desde caña de azúcar -que los cubanos intentan modificar con miras a producir papel- hasta un sucedáneo de la vainilla creado por los británicos a partir de una bacteria del suelo que transforma ácido ferúlico -un residuo agrícola- en un equivalente a la vainilla natural, extraída de una rara orquídea tropical.
Eso en el plano experimental. En la práctica, la gama de alimentos transgénicos es mucho menor. En la UE sólo hay dos en el mercado (maíz y soja), y otros cuatro, a punto. Según la norma europea, los comestibles fabricados con organismos transgénicos deberán decirlo en su etiqueta, siempre y cuando el producto entrañe una diferencia sustancial respecto de la versión natural, una distinción sutil que eximirá del etiquetado a un número impreciso de artículos.
La polémica del etiquetado tiene por trasfondo los riesgos ligados a la manipulación genética. Con las etiquetas se pretende defender el derecho del consumidor a elegir y a contrapesar riesgos y beneficios. Entre los posibles riesgos directos figuran las alergias y una menor respuesta a los antibióticos en caso de ingerirse alimentos modificados con genes resistentes a dichos fármacos. Entre los indirectos destaca la diseminación al medio ambiente de los genes introducidos en los cultivos, con peligro de causar alteraciones nocivas en otros organismos vegetales.
Para la industria biotecnológica y un sector de los científicos se trata de aprensiones exageradas. Sin embargo, pruebas en cultivos hechas por científicos daneses y americanos certifican que el "salto" incontrolado de genes de una planta a otra es una posibilidad real. Más incierta parece la perspectiva de alergias; al día de hoy no se han detectado de forma masiva. "Hace falta que pasen más años antes de que los estudios epidemiológicos den un diagnóstico preciso", advierten desde la Organización de Consumidores y Usuarios (OCU).
En cuanto a los beneficios, la primera oleada de transgénicos "aporta poco o nada al consumidor", explica Pere Puigdomenech, del Centro de Investigación y Desarrollo del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CID-CSIC). Por ahora, los principales beneficiarios son las industrias biotecnológicas y los agricultores. Para el consumidor europeo, la ventaja será indirecta: un abaratamiento de la comida correlativo al descenso de costos y la mayor producción (aunque actualmente el maíz transgénico cuesta igual que el normal). Los beneficios directos vendrán cuando de la sastrería genética salgan alimentos pensados para deleitar el paladar y mejorar su valor nutritivo.
En España, los alimentos transgénicos han llegado a la mesa, aseguran fuentes de la OCU. Pero no de forma directa, sino a través de sus derivados: la soja transgénica se utiliza de ingrediente en repostería y bollería, aunque es difícil precisar en cuáles artículos, porque hasta recientemente el etiquetado no era obligatorio (aunque en las tiendas naturistas ya se ven alimentos con el marchamo "producto no manipulado genéticamente"). El maíz transgénico se destina, en principio, sólo a piensos para el ganado.
La industria biotecnológica vaticina que en 15 o 20 años el 80% de los comestibles tendrá componentes transgénicos. Pero antes estos alimentos deberán ganarse la confianza de la población, demostrando que son iguales o mejores que los tradicionales e igual de seguros. No resultará fácil. El recelo de la opinión pública sigue en pie.
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