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Videla y el fanatismo

Amo a Buenos Aires, y en él, a la República Argentina. De hecho, desde que hace medio siglo menos un mes la visité por vez primera. Amor que se ha mantenido firme a lo largo de mis varias visitas sucesivas al Río de la Plata. Pues bien: sobre el suelo anímico de ese amor, actualizaré y radicalizaré una reflexión sobre el fanatismo religioso que por razones no del caso surgió en mi mente allá por la primavera del año 1936. Adelantaré muy brevemente el resultado de actualizar y radicalizar aquella reflexión. Entonces: un cristiano auténtico no puede ser fanático. Hoy: una religiosidad auténtica no puede conducir al fanatismo.Ambas tesis se han afirmado en mi conciencia con motivo de la reaparición del apellido Videla en la información periodística diaria. Y no porque yo conozca a Videla; aunque más de una vez oí hablar de él, en ninguna de mis visitas a Buenos Aires, fuera él o no fuera presidente, me propusieron el para mí enojoso trance de saludarle, no por discrepar de él, sino porque entonces llegó a mí como elogio la noticia de que era hombre "de comunión diaria", y ahora, mas no como elogio, sino como mención de un puro hecho, de nuevo ha venido a mis ojos tal aserto. Dándolo por cierto -y siempre muy dispuesto a rectificar mi opinión si se me dan razones convincentes-, lo comentaré a mi manera.

Como simple hecho, la comunión diaria supone que su titular tiene la firme y sincera convicción íntima de seguir con sus actos la vía de salvación que el Nuevo Testamento propone como más cristianamente perfecta. Y por mi parte, admito que sincera e íntimamente así lo piensa, lo siente y lo cree en su intimidad el cristiano general Videla. Pero el problema no es de sinceridad e intimidad, sino de realidad y autenticidad. ¿Es realmente cierto que, cualquiera que haya sido la intención del agente, puedan coincidir entre sí la dirección de la guerra sucia y la pretensión de adueñarse política y administrativamente de hijos que ni biológica ni humanamente son suyos, por una parte, y la entraña moral del evangelio de Cristo, por otra? Creo adivinar lo que en el seno de su intimidad pensará el ex general Videla cuando se sienta solo ante el Cristo en que cree: "Yo hice esa guerra para evitar que mi país se apartase de su tradición católica, tan bien servida por la mayoría de su clero, e intenté adueñarme de esos niños para educarles en el tradicional catolicismo de su patria histórica y así lograr que a través de él pudieran salvarse". ¿Es admisible este razonamiento?

Como un viejo ergotista de los conmilitones de Videla, pero sin la menor intención ergotista, diré: "Nego suppositum". En primer término, porque no hay en el Nuevo Testamento ni una sola frase -ni siquiera la que literalmente dice "El que no está conmigo está contra mí", si cristiana y no sólo eclesialmente quiere uno interpretarla-, no ya legimitadora de la llamada "guerra sucia", ni siquiera conciliable con ella. En segundo, porque tal supuesto lleva consigo una secreta contaminación del cristianismo, de la esencia más propia y universal del cristianismo, por el virus mundanal y secesionista del nacionalismo. Pensando y actuando así, Videla utilizaba su indudable fe y su condición de cristiano para de hecho ser nacionalista argentino, y serlo de un modo fanático. No: en tanto que cristiano, el cristiano no puede ser fanático; y si llega a serlo, lo será por haber contaminado con una personal manera de sentir y vivir el cristianismo sometiéndolo a una cualquiera de las tentaciones secesionistas -por lo menos, cuando cede a ellas por dejadez o con entusiasmo- que inevitablemente han venido ofreciendo el mundo y la historia; el nacionalismo, el racismo, el capitalismo, la devoción por la justicia social, el proletarismo o, más radicalmente, la pasión de mandar, la libido dominandi de que hablan los psicoanalistas no doctrinarios. El cristianismo bien entendido no puede ser nacionalista. Más aún, como antes dije: bien entendida, la religiosidad, cualesquiera que sean sus formas particulares, no puede dar lugar al nacionalismo. Hace bien pocos días, meditando desde las colinas de Fez, cierto sutil, experto y culto diplomático español así lo hacía notar en un breve análisis del atroz integrismo islámico a que asistimos. Y apurando las cosas, ¿no cabría decir lo mismo del riguroso nacionalismo israelí, por justificable que sea su rebelión contra la inaceptable conducta occidental que culminó en la inhumana monstruosidad de la "solución terminal" y el genocidio?

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A traves de Videla, mi recuerdo vuelve a su Buenos Aires y a su Argentina. Comencé declarando mi viejo y firme amor hacia uno y otra. Amor que a lo largo de los años ha mantenido viva mi visión personal de aquello en que, matices aparte, coincidían los ideales de los varios grupos de argentinos, ninguno de los cuales ha estado en el poder, que desde 1948 he conocido y estimado: el de no pocos amigos a mi entender mal autollamados "nacionalistas"; el de los que dentro de sí y en torno a sí reunió la revista Sur; el de la Institución Cultural Española; el que entre 1920 y 1960 promovió y sostuvo el fisiólogo Houssay; el que tratándose o no tratándose entre sí formaron y siguen formando tantos poetas, novelistas, pensadores y filólogos... Porque aquello a que todos ellos aspiraban era, en rigor, una participación a la vez original, activa e hispanohablada en la vanguardia de la cultura universal.

Trascendiendo la limitación geográfica y el mero recuerdo, con ellos estoy; y sabiendo muy bien que procedo miméticamente, creo que con ellos puedo hacer que mi bolígrafo grite: "¡Abajo el fanatismo! ¡Antifanáticos de todos los países, uníos!".

Pedro Laín Entralgo es miembro de la Real Academia Española.

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