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Con la venia de Don Quijote

"De las epidemias de horribles blasfemias / de las academias, / ¡líbranos señor!", rogaba Darío a Don Quijote hacia 1905, en sus perdurables Letanías. No pensaba, sin duda, en Antonio Muñoz Molina, Mario Vargas Llosa, Pere Gimferrer, Claudio Rodríguez y muchas otras personalidades que han pertenecido y pertenecen a la docta casa. Más bien tenía en mente a aquella tropa ("jo, qué tropa...") que el conde de Romanones anatematizó en dicho tan tópico como memorable.Aquella tropa que le echó una bola negra al gran Gabriel Miró mientras glorificaba al vanilocuente Ricardo León y que llevó a Dámaso Alonso, futuro director de la Real Academia Española, y a otros poetas de su grupo a ilustrar con ácido úrico los muros de la institución allá por los años veinte, según contó Rafael Alberti en el primer volumen de La arboleda perdida. Aquella tropa que por los mismos años Federico García Lorca y sus amigos granadinos parodiaban en la figura del apócrifo poetastro e insigne putrefacto Isidoro Capdepón Fernández.

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La Academia es así: ambidextra, blanquinegra, agridulce, y por eso conserva todavía en ciertos medios literarios un arrastre que en Francia perdió hace tiempo. Y va a seguir siendo así: indicios más que fundados apuntan a la pronta llegada al caserón de la calle de Felipe IV de sólidos, fértiles renuevos (masculinos o femeninos) de la tropa. Con tropa o sin ella, Antonio Muñoz Molina, como Vargas Llosa, Gimferrer, Rodríguez, etcétera, va a seguir siendo el mismo, esto es, la gran revelación literaria española de los ochenta, en la narrativa; uno de los representantes más destacados de esa nueva novela (Díez, Landero, Grandes, Marías), que ha conquistado un público propio y abundante, ese público que nuestra narrativa no había tenido en todo el siglo. En muy poco tiempo, Muñoz Molina ha hecho una carrera literaria espectacular en reconocimientos y, lo que es más importante, ha escrito varias obras excelentes y se ha acreditado como un magnífico escritor de periódicos. Tengo por uno de sus mejores libros el que fue, cronológicamente, el primero de ellos, El Robinson urbano, que está integrado por las crónicas que en los primeros años ochenta escribió sobre la ciudad de Granada para un periódico local. Crónicas fragantes de realidad y poesía, de observación y ensueño, de tradición y modernidad.

Muñoz Molina es, ante todo, un estilo brillantísimo, de potente musculatura retórica, pero también es un diestro contador de historias, contador y constructor, que ha absorbido y hecho propias las lecciones de los grandes maestros del género. Bajo un signo plural (Cervantes y Conrad, Galdós pero también Faulkner) discurre su obra narrativa, que se ha movido entre la reelaboración de la novela y el cine negro americanos (El invierno en Lisboa) y el arraigo en la memoria común y la dignidad colectiva (El jinete polaco). Don Quijote no tiene por qué librarnos de académicos como Antonio Muñoz Molina.

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