Es muy amigo mío
-¿Conoces a Umberto Eco?-Es muy amigo mío.
-¿Y Octavio Paz?
-Hombre, íntimos. Lee mis poemas, le escribo.
-¿Conoces también a Philippe Sollers?
-No, pero me tiene mucha estima Julia Kristeva.
-¿Cuándo le viste?
-No le he visto nunca, pero una vez me invitó a una presentación suya, en Barcelona.
Es el Iugar común de la amistad cultural: la gente se conoce de toda la vida, se abraza, y a partir del primer conocimiento ya todo el mundo es amigo de todo el mundo. El escritor, el pintor o el arquitecto pasan por Madrid -o por Barcelona, aunque ya la gente pasa por más sitios en España-, reparte un par de agasajos, se va a su sitio y deja aquí a miles de lugareños extasiados ante la prueba duradera de la amistad del visitante.
Había un mexicano de los años ochenta que se encontraba con sus amigos del Zócalo y les decía:
-El presidente Salinas tiene mucho gusto en conocerme.
-Hombre, ¿y cómo lo sabes?
-Porque siempre que me ve en las recepciones me dice: "Mucho gusto".
Juan Rulfo, al que acudieron como moscas los amigos versátiles desde que fue notoria su fama literaria, le dijo un día, al venezolano Adriano González León:
-Ven acá y defiéndeme de ésos, que dicen que son mis amigos y lo único que hacen es reprocharme que no escriba más.
Ahora se ve en Madrid la primera casa de ese maravilloso solitario, pintada por José Hernández y expuesta en el Instituto de México (Carrera de San Jerónimo, 46). Una casa llena de las hierbas que da el tiempo y que él atesoró a lo largo de la vida como la convocatoria de un regreso.
Huía de los otros como de las moscas y se sabía amigo de muy poca gente, pero todo el mundo lo dijo alguna vez:
-¿Rulfo? Es muy amigo mío.
Borges, al que la Casa de América también le ha rendido esta semana la pleitesía que este país le debe a un gran genio del sueño y del ensueño, también era muy propicio para la práctica de la amistad cultural de carácter instantáneo. Como era ciego, además, él mismo simulaba más conocimiento que el deseado por el amigo de toda la vida:
-Ah, es usted, claro, cómo se me va a olvidar su voz.
Era un bromista excepcional, y dos horas con él podían dar, en efecto, la sensación de que sólo un tanto por ciento muy relativo de su genio era el que estaba en los libros, porque conversaba como fuera un mago de las leyendas, de las lenguas y de la vida inmortal: parecía que no había nacido nunca ni se iba a morir jamás. Ahora que un gran borgólogo, Marcos-Ricardo Barnatán, va a publicar una larga biografía del autor del Libro de arena, sabremos más de esa capacidad borgiana para darle a la realidad de la charla la sensación de la obra de arte. Pero siempre se recordará, entre todas las anécdotas de Borges, la que simboliza su manera de relativizar la amistad y el conocimiento:
-¿Gerardo Diego? ¿Usted es Gerardo Diego? ¿Será Gerardo o será Diego?
Borges, a veces, sometía a pruebas inclementes a los amigos ocasionales cuando estaba solo en medio de la cúpula del Palace, donde mejor veía la luz. Les decía, nada más escucharles los primeros elogios al maestro:
-¿Y usted no me acompañaría al baño?
No era el único en someter a la prueba del baño a los escritores noveles o a los periodistas imberbes; este cronista se vio en la circunstancia de acompañar al váter, por este orden, a Neruda, a Cela, al propio Borges y a María Zambrano. No es una prueba de amistad, claro, ni de nada; pero por menos uno escucha al mecánico que alguna vez le arregló el coche, o al acosador sexual que un día le vio abandonar el váter que es muy amigo, y así sucesivamente de Umberto Eco, de Octavio Paz o de Julia Kristeva.
¿Somos amigos de todo el mundo, como era Kim de la India? Es un lugar común del lenguaje cultural, que hay que poner siempre en su sitio, porque la amistad es una gimnasia, antigua, a la que la cultura -la cultura que más ruido hace, la que conocemos- le quita el oro. Así que es bueno ver que en el horizonte de lo que sucede a veces pasan cosas que nos hacen decir de veras que le ha ocurrido algo bueno a alguien al que ciertamente se le puede aplicar la muletilla, porque, en efecto, Fernando G. Delgado, el último Premio Planeta -"el primer Planeta de Canarias"-, es muy amigo mío.
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