_
_
_
_
Tribuna:TRAVESÍAS - ANTONIO MUÑOZ MOLINA
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Los libros del pasado

Antonio Muñoz Molina

Después de los calores del verano de San Miguel, que dan una última vehemencia de dorados, amarillos y rojos a los frutos de la estación, las primeras tardes nubladas de octubre traen a Madrid unos minutos, lluvia débil y una hilera de casetas de libros viejos a lo largo del paseo de Recoletos, bajo los grandes olmos y los castaños de Indias a los que no prestan la menor atención los bibliófilos en corvados, los bibliófilos ávidos que hojean con rapidez experta una novela verde de los años veinte o un catafalco indigesto de libro del siglo XVIII, y se mueven siempre con un aire un poco furtivo, dando la espalda a todo, una espalda ensanchada y hostil, como para evitar cualquier peligro de espionaje sobre su bibliofilia.Parece que los libros viejos, los libros antiguos, los libros simplemente maltratados y usados, son frutos tan estacionales como los membrillos o los cáquis, y, que la melancolía preceptiva del anochecer anticipado de octubre se corresponde con la de esos volúmenes donde lo que se lee sobre todo es el paso del tiempo: el tiempo lento y nobiliario de la vejez de los libros valiosos, con su olor a polvo de bibliotecas antiguas y sus copos los mínimos de caspa fósil de erudito prensados entre las rancias hojas, y el tiempo rápido, insustancial, despiadado, que ha ido llevándose a los libros sin dignidad, a las ediciones de best sellers de hace veinte o treinta años; los libros que desde el principio fueron malos, baratos y vulgares y los que disfrutaron de un resplandor que parecía que iba a ser perdurable y se quedó en nada, en olvido, en ecos de títulos y nombres que ahora nos aparecen entre los saldos de un mostrador de la feria como antiguos conocidos, incluso amigos que nos importaron mucho, tan desmejorados ahora y tan envejecidos que nos saludan y nos hablan de entonces y nos cuesta saber quiénes son.

La fería de finales de mayo en el Retiro es el certamen tumultuoso del mercado y de la vanidad, de las novedades rutilantes, y tiene un punto más bien febril de confusión y desasosiego que se corresponde con los primeros días de calor violento, de palpitaciones de savia nueva en la vegetación.

En esta feria de ahora lo que se descubre es el reverso de la otra, la facilidad y la crueldad, con que a los libros los arrastra el pasado, llevándoselos de los escaparates de las librerías a las fosas comunes de los almacenes de saldo, de las bibliotecas y las mesas de noche a una intemperie con escalones sucesivos de degradación un puesto de libros viejos, el cajón de un chamarilero, una acera del Rastro, entre peines de plástico y revistas eróticas de los primeros setenta.

Tengo amigos para quienes la bibliofilia es un vicio más ruinoso y obsesivo que la cocainomanía. Pasan detrás de los mostradores. de las casetas para indagar entre los volúmenes más caros y más raros; se encorvan, adelantan el cuello, rozan tan con los ojos el papel y la encuadernación tan físicamente como con las manos. Yo a veces encuentro un libro, desconocido, que resulta ser un tesoro el año pasado, por ahora, el diario magnífica que escribió George Simenon al cumplir sesenta años, que se titula Quand j'etais viéux y contiene algunas de las anotaciones más sabias que pueden leerse sobre el oficio dé la literatura.

Pero lo que más hago en estas ferias es mirar cualquier libro igual que se mira por la calle a la gente que pasa, y siempre acabo el recorrido con un sentimiento de fatiga y de algo de tristeza porque lo que he ido viendo de una caseta a otra ha sido mi pasado personal, la arqueología verdadera de mi atrabilaria formación de lector.

Aquí veo de nuevo los libros, que eran célebres cuando yo tenía trece o catorce años, los que leí y no siempre recuerdo o no me atrevo a reconocer que me gustaron mucho, los libros que miraba a diario en los escaparates de las papelerías y no podía comprar y los que a los doce años descubrí como un tesoro asiático en la biblioteca municipal de Úbeda. Todos tenemos cierta habilidad en forjamos pasados aceptables: a todos nos complace recordamos lectores adolescentes de Verne, de Stevenson, incluso de Emilio Salgari, y nos desprendemos de otros libros vulgares o inconfesables gracias a la simple tarea selectiva del olvido o a un instinto de esnobismo, de que a veces no somos conscientes. Pero ahora, en la feria del libro antiguo, los vemos que vuelven, los reconocemos, los identificamos: las novelas de la colección Reno, con sus portadas como malos carteles de cine y aquella sugestión que tenían siempre de turbiedad y peligro; las encuadernaciones plastificadas del Círculo, de Lectores, tan moderna entonces como la-formica de las estanterías multimueble; las obras innumerables y triunfales de Álvaro de la Iglesia; los tratados entre morbosos y pudibundos sobre la vida sexual y el matrimonio cristiano, las historias de adolescentes de José Luis Martín Vigil que uno devoraba a los catorce años con una pasión clandestina de rebeldía confusión sentimental y amargura. Sin nadie que lo guiara uno leía con la misma extraviada avidez el siniestro Diario de Daniel y El mono desnudo, del entonces acreditado zoólogo Desmond Morris, El retorno de los brujos y Sinuhé el egipcio; Dios le ampare, imbécil, de Álvaro de la Iglesia, y el Juicio universal, de Giovanni Papini; Los nuevos curas, El misterio de las catedrales, Torremolinos gran hotel, libros bochornosos que a uno se le antojaban obras maestras, novelas históricas y novelas de médicos, novelas verdes y, novelas de espías. No sólo los mismos títulos, sino también los mismos ejemplares, vuelven ahora a mis manos como pruebas tangibles de otra identidad mía, de una de tantas vidas Anteriores que olvidamos.

Lo peor es que a veces, entre esos libros en ruinas, aparece por equivocación la portada de otro mucho más reciente, un libro escrito por alguien de mi edad, o más joven, incluso un libro mío, y al verlo tan nuevo y ya perdido en esa galería de fantasmas me pregunto cómo serán los mostradores de la feria del libro antiguo y, de ocasión al cabo de veinte o treinta años, quién leerá de pronto nuestros nombres o los títulos de nuestros libros de ahora como recuerdos de un tiempo desacreditado y lejano.

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
Recíbelo

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_