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Tribuna
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De La Mancha a las estrellas

Ángel S. Harguindey

Son las cosas de la vida. Hay ocasiones en las que los cuentos y los sueños se hacen realidad. Este es uno de ellos con la ventaja que pertenece al de aquellos que no sólo acaban bien sino que, además, apenas ofrecen detalles crueles a los que tan aficionados han sido y son los que los escriben: ni lobos que se comen a las abuelas, ni hermanastras que maltratan a la protagonista, ni niños que se pierden por el bosque o les abandona la madre para irse a Argentina, ni brujas que envenenan manzanas...Un día, un inquieto y humilde joven de la España profunda llega a la gran ciudad. Viene con ansia de aprender y disfrutar de todo: cine, libros, música, teatro, risas, disparates... Todo es nuevo, deslumbrante, y lo asimila con una facilidad pasmosa. Intuye lo que quiere y le emociona, y sabe perfectamente lo que detesta. Busca un nuevo mundo que le ayude a olvidar el que deja atrás.

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El joven es pobre pero honrado. Trabaja para sobrevivir. Horas monótonas en una oficina de barrio que, afortunadamente, no castran su vitalidad. Y el sencillo muchacho comienza a recorrer con talento y seguridad su periodo de aprendizaje urbano. Un divertido e intenso viaje iniciático que algún día alguien contará: Las Costus, los Pegamoides, Paty Diphusa, Poch, MacNamara, Slobber, Casal, los Garriris, Alaska, Purita, Chu-Min-Ho... Recordados así parecen personajes de una novela de Barry Gifford pero la gran mayoría existieron en la gran ciudad, en un tiempo y en unas circunstancias muy precisas. La patearon de arriba abajo, la conformaron, la sufrieron y usufructuaron con pasión de vampiros. Un excelente caldo de cultivo en el que los años y unas peculiares reglas no escritas fueron seleccionando el material en bruto para ofrecer finalmente tres o cuatro joyas.

Con tenacidad, amigos y desparpajo nuestro hombre rueda una serie de cortos y su primer largometraje. Sigue sobreviviendo con su trabajo monótono en la oficina, periférica pero cada vez controla más la ciudad. Está apunto de nacer una estrella.

Unos años más tarde -no muchos- aquel joven de la España profunda se ha convertido en el realizador cinematográfico vivo más popular y carismático del país. Sus películas se distribuyen en todo el mundo. Los estrenos son acontecimientos sociales, multitudinarios y brillantes. Su capacidad seductora cubre todo el espectro imaginable, desde la choza al palacio, de Nueva York a Calzada de Calatrava, de Sepu a Gaultier. Es el cuento de la lechera sin que el cántaro se derrame, es decir, lo que todos hemos soñado ser y casi nadie sabe cómo conseguirlo.

Lo sorprendente de esta historia es que ese recorrido desde La Mancha a las estrellas lo ha hecho sin renunciar a nada. Sigue obsesionado por el ser humano, por lo que le enaltece y le humilla, por lo que le proporciona placer y dolor, y cada vez lo observa y lo cuenta con más sabiduría, es decir, con mayor comprensión y tolerancia hacia sus múltiples imperfecciones. Ha vivido lo suficiente como para comprender y aprender de lo brillante, lo mediocre y lo sórdido de la existencia.

Ayer ha vuelto a estrenar una nueva película, La flor de mi secreto, y lo hizo con una expectación infrecuente en el cine español: televisiones, fotógrafos, prensa internacional, miles de espectadores... Ha logrado la cima. Es la estrella absoluta, mucho más que sus actrices y actores, más que la propia película y eso se admira o se maldice. En todo caso es el único que no admite la indiferencia. Y lo ha hecho como se deben hacer las cosas: contando lo que le apetece contar, aquello que le fascina y le agobia, mostrándose a sí mismo sin tapujos.

Después vendrán los análisis, los elogios o denuestos, las referencias cinematográficas, literarias o musicales, los discursos sobre los sentimientos, el melodrama, los colores o los orígenes, lo que se quiera. Pero todo eso vendrá después porque -quiérase o no- Pedro Almodóvar ha conseguido con su inteligencia, con su intuición y sus envidiables reflejos mentales lo impensable: ser él mismo el espectáculo.

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