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Extramuros la Academia

"De las Academias, / líbranos, señor!", suplicaba Rubén Darío a Don Quijote hace ya 90 años. La súplica no prosperó, como tampoco prosperó después el clamor antiacadémico de las vanguardias. Cuando éstas se abrían paso -década de los veinte-, uno de los novelistas por excelencia era el académico Ricardo León, a quien Rafael Alberti considera en sus memorias prototipo de putrefacto, término éste decisivo del momento que designaba el reaccionarismo en el arte y en la vida, y que Salvador Dalí llevó a la plástica con obsesivo fervor admirable. Rafael Santos Torroella acaba de publicar un libro ejemplar al respecto y la Residencia de Estudiantes ha montado una brillante exposición. Por entonces, Dámaso Alonso, que corriendo los años sería director de la Real Academia Española, participaba en las expediciones de ácido úrico contra los muros de la docta casa. El asunto iba sobre todo por el antigongorismo de la corporación.Los tiempos cambian, las vanguardias son ya historia y las academias permanecen. Está bien que así sea, ¿por qué no? -es cuestión de gustos-, como está bien que haya jóvenes escritores y artistas que busquen en ellas la compañía de sus maestros -cada uno los elige donde quiere-. Pero también es conveniente que no se haga del sillón académico la causa eficiente, o poco menos, del artista. Un anuncio acabo de ver en el escaparate de una librería madrileña donde era esto lo que se venía a proclamar.

La realidad es otra, y para comprobarlo basta con remitirse a la mejor memoria literaria del siglo. Las figuras mayores de sus dos primeras décadas no pertenecieron a la Real Academia. Unamuno se jactaba de que en el diccionario académico no figuraran algunas palabras que él usaba. "Ya las pondrán", decía cuando alguien se lo señalaba. Valle-Inclán execró a la docta casa -así, "la docta casa"- en la vertiginosa acidez de sus Luces de bohemia. Juan Ramón Jiménez se negó reiteradamente a ser académico, y en carta a José María Pemán, escrita desde el destierro, tan poco académico (la Academia había jurado fidelidad, al caudillo de España durante la guerra civil), le indicó que ya le había dicho al doctor Marañón, académico de todas las academias, que se imaginaba "que él era académico de la lengua para mirarle la lengua a los académicos, y que estaría mejor en la de Medicina".

Discurso inacabado

A Antonio Machado lo eligieron académico en 1927, en una operación ajena a él y aún poco clara, pero la guerra civil lo cogió con el discurso inacabado; en realidad, lo dejó de escribir en 1931. Ortega declinó también la invitación de Marañón a ingresar en la Academia excusándose por su falta de tiempo para tales menesteres, a los que no podía sacrificar la realización de su obra ("el horizonte se angosta", resumió con genial pedantería). Azorín, a quien le iba la marcha académica, se empeñó en llevar a la docta casa a su amigo Gabriel Miró, que era mejor escritor que él, pero su propuesta fracasó. En contra partida, no volvió a pisar la Academia hasta después de la guerra civil, que lo hizo poco porque la hora habitual de las sesiones coincidía, según dijo, con la de su "postrera refacción", su ligera cena. En fin, Ramón Gómez de la Serna, consecuente vanguardista, nunca quiso respirar los solemnes aires de la etiqueta académica.

De los poetas del 27 sólo los que no se exiliaron llegaron a ser académicos efectivos, aunque Antonio Buero Vallejo se obstinara en hacer académico a García Lorca en su discurso de ingreso, donde invocó, shakespearianamente, al espectro del poeta. Alberti ha rehusado siempre la invitación a entrar en la Academia, como lo viene haciendo José Hierro. Pero dejemos a los autores de ahora mismo; basta con los clásicos contemporáneos. La nómina es, como se ve, considerable e incluye a las máximas figuras del siglo en todos los géneros. No creo que haya qué deplorarlo. La literatura -¿habrá que recordarlo?- nace para el lector, ese semejante y hermano de quien Charles Baudelaire hablaba con amor, y terror ("¡Hipócrita lector!"). Lo demás (premios, medallas, academias) es poca cosa. Como decía el implacable y cada vez más admirable Juan Ramón Jiménez: "Mi premio [...] me lo he dado yo mismo: la ramilla de perejil de los espartanos". Eso sí, si la Academia mejora su hoy bastante impresentable diccionario, y parece que en la labor está, se lo agradeceremos todos. De lo Contrario, a lo mejor nos seguimos acordando de los versos de Darío.

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