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Clinton y otros aliados evitan algunos actos para no dar carta blanca a Yeltsin

Las tensiones del presente y los fantasmas del pasado comunista de Rusia se unieron para hacer las grandiosas celebraciones de ayer en Moscú un despropósito protocolario... y político. Los dirigentes de los principales países occidentales presentes en la capital rusa con ocasión del 500 aniversario de la victoria sobre el nazismo tomaron todas las precauciones imaginables para demostrar que no estaban allí para rendir homenaje a los líderes del país que participó junto a los aliados en la II Guerra Mundial, la URSS, ni al Ejército que realizó la gesta contra el nazismo, ni siquiera al imprevisible Borís Yeltsin de la última época, sino únicamente al pueblo que derramó su sangre por la liberación de Europa.

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Por esa razón, Bill Clinton y John Major decidieron seguir el desfile de los veteranos desde el suelo de la plaza Roja y no desde lo alto del mausoleo de Lenin, pese a que el monumento había sido cuidadosamente decorado para que el nombre del padre de la revolución bolchevique fuera casi ilegible. Clinton había pedido un compromiso por escrito de que en ese desfile no iban a participar tropas que hubieran combatido en Chechenia, pero otros líderes no confiaron en la promesa de los militares rusos y prefirieron llegar tarde a Moscú.Helmut Kohl y François Mitterrand llegaron tan tarde que ni siquiera pudieron sumarse al acto en el museo de Poklónnaia Gorá, inaugurado esta semana en recuerdo de la victoria que ahora se conmemora. Clinton sí estuvo, junto al presidente de China y dirigentes de cerca de medio centenar de países más, pero el presidente norteamericano tuvo cuidado en llegar allí justo cinco minutos después de que concluyera otro gran desfile militar. En esa marcha no sólo participaron tropas de Chechenia, sino tanques de gran calibre, cohetes y lanzadores de misiles en lo que pretendía ser una demostración de que Rusia confía todavía en sus fuerzas armadas, por si fueran necesarias. Cuando Clinton se acercaba al lugar todavía volaban sobre su caravana los aviones de combate y helicópteros que habían hecho piruetas ante cientos de miles de entusiasmados moscovitas.

Helmut Kohl ni siquiera quiso estar cerca del ejército que infligió a su país hace 50 años una humillante derrota en el frente oriental. Lo más que se acercó fue a poner una corona de flores ante la tumba del soldado desconocido. Después, ya con Mitterrand, se unió al numeroso grupo de visitantes extranjeros para asistir al banquete que Yeltsin les ofreció en los salones del Kremlin.

Sin referencias nacionalistas

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El presidente ruso trató de hacerles el día fácil a todos, y evitó en sus discursos las referencias nacionalistas que han sido frecuentes en los últimos meses, así como los carteles del jefe de las fuerzas vencedoras en 1945, Iósif Stalin. Pero tan imposible era prescindir de todos los símbolos comunistas que acompañaron a los soldados soviéticos de entonces como arrancarles a los soldados de ahora los botones de sus guerreras, donde permanecen grabados la hoz, y el martillo. Banderas rojas, también adornadas con ese emblema, fueron enarboladas por los batallones que participaron en la marcha, lo que no dejaba de ser para los rusos una muestra de reconocimiento al pasado, pero que suponía una incómoda visión para los occidentales.

Los espectadores lo vieron con más normalidad, y cientos de veteranos lucían con orgullo medallas comunistas sobre sus solapas y gorritas de los Chicago Bull sobre sus cabezas. Pero, en términos políticos, esa fusión no se ha producido aún, y los líderes occidentales quisieron dejare claro a Rusia que, igual que hace 50 años, estamos juntos pero no revueltos.

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