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Tribuna:
Tribuna
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O. D.

El indulto del horror -caso argentino- no fue un bálsamb que la sociedad arrojó sobre sus heridas para amansar el dolor. Fue una canallada legal que el poder inventó para que no se le soliviantaran los culpables, muchos de ellos todavía con esperanza s. fundadas de ocupar o seguir ocupando cargos en la nueva situación. Las confesiones de ahora son un revulsivo necesario para aquella gente tan lastimada, y, aún más allá, para otros países latinoamericanos llagados por los abusos contra los derechos humanos y la impunidad consiguiente.A mí me gustaría hacer hincapié en dos palabras que hemos escuchado y leído profusamente en los últimos días, en relación con el caso argentino. Me refiero a la obediencia debida, patraña por la que se supone que cualquier crimen es perdonable si el que lo ha ejecutado seguía órdenes de un superior, y que constituye la negación misma de lo que nos hace humanos, de lo que nos hace dignos: la capacidad de reflexionar, la facultad de decidir, el derecho a disentir.

No es casual que, desde la escuela -o mucho antes, desde la cuna-, todo esté dispuesto para inculcamos la virtud de la obediencia. Cuando llega el momento de la vida en que cada cual debe decidir para dar el primer si o e primer no que harán de nosotros lo que somos, es tal la presión de obediencia acumulada que lo más fácil es, casi siempre, someterse. Obedecer debidamente y aplaudir, como ese público de televisión que ovaciona cada vez que el regidor levanta un cartel detrás de la cámara.

Toda persona tiene el derecho a desobedecer cuando se le ordena un crimen, y toda persona que obedece y lo comete debe ser juzgada con rigor. Pero la nuestra es una sociedad que castiga la insumisión y recela del pacifista. Bien podemos decir que Argentina somos todos.

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