¿Hay vida en Pink Floyd?
El ovni de Pink Floyd aterrizó el lunes en España. Quien recuerde la llegada de los extraterrestres a la Tierra en Encuentros en la tercera fase, se podrá crear una imagen visual del acontecimiento. De tanto ruidito y lucecita, el gigantesco escenario parecía recién llegado de otro planeta. Sólo que, en vez de los marcianitos cabezones de la película, de la nave rosa salieron tres señores llamados David Gilmour, Nick Mason y Rick Wright, acompañados de una tripulación de ocho músicos.Pink Floyd lleva ya casi 30 años en el gran negocio del pop. Adalides de la psicodelia en los sesenta, reyes del rock progresivo en los setenta y de los grandes espectáculos visuales en los ochenta, estos tres británicos han llegado a esta década con un nivel de popularidad envidiable. Ni el punk, ni el grunge, ni la marcha sucesiva de sus dos líderes (Syd Barret y Roger Waters) han podido con ellos. Sin apenas cambiar de discurso musical, los largos paisajes sonoros de Gilmour y compañía siguen atrayendo a un amplio público de todas las edades, para horror de los críticos y gozo de su compañía discográfica.
Pink Floyd
David Gilmour (voz, guitarra), Nick Mason (batería), Rick Wright (teclados, voz), John Carin (teclados, voz), Tim Renwick (guitarras, voz), Guy Pratt (bajo, voz), Gary Wallis (percusión), Dick Parry (saxo), Sani Browne, Durga McBroom y Claudia Fontaine (voces). 30.000 personas. Precio: 4.000 pesetas. Estadio de Anoeta. San Sebastián, 25 de julio.
Así lo demostró la audiencia multigeneracional que acudió al estadio de Anoeta de San Sebastián. A juzgar por los aplausos, las cerca de 30.000 personas parecieron satisfechas con lo que el espectáculo dio de sí. Y es que en el aspecto técnico, el concepto escénico de Pink Floyd es irreprochable. La ejecución de las canciones rozó la perfección. Gilmour, motor y alma de la banda, es un guitarrista elegante y eficaz, y su equipo le siguió sin mayores problemas.
A pesar de las reverberaciones, la calidad del sonido fue muy superior a la acostumbrada en recintos tan amplios. Las pantallas acústicas desperdigadas por todo el estadio lograron crear efectos sonoros envolventes de gran impacto. Todo acompañado por un verdadero desmadre de luces, lasers, vídeos, muñecos gigantes y fuegos artificiales, auténtico eje sobre el que gira todo el espectáculo.
Para el que no pida más por 4.000 pesetas, el recital es altamente recomendable. Pero para el iluso que todavía cree que las actuaciones se deben diferenciar de los discos por el calor, la diversión, la espontaneidad o el contacto con el público, el show es un calvario.
Helado planeta
En el helado planeta Floyd, todo está programado por ordenador, y las emociones no existen. Hasta la tercera canción, en la que David Gilmour demostró no ser un maniquí al dirigirse al público, no hubo prueba de vida inteligente sobre el escenario.Engullido por el mastodóntico montaje, el grupo se mostró incapaz de transmitir sentimientos humanos, y su derroche tecnológico acabó por aburrir. El asombro ante los artificios visuales no se puede mantener durante dos horas, y cuando los efectos remiten, los bostezos hacen acto de presencia. Tampoco hay lugar para la intimidad, y canciones tan bellas como Wish you were here suenan absurdas y desangeladas.
Puede que a Pink Floyd no le quede nada que decir. Algo más que probable teniendo en cuenta su afición a repetir viejos esquemas hasta la extenuación. Pero después de ver su gélida actuación, uno llega incluso a dudar de que este grupo se componga de seres de carne y hueso, y no de replicantes mecánicos tan perfectos como sus juegos de luces. La pregunta es: ¿hay vida en Pink Floyd? La respuesta debe ser no.
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