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La otra mujer del Duce

Vuelvo de Estados Unidos trayendo conmigo un libro recién publicado en Nueva York, que me apresuré a comprar y he leído ávidamente: Il Duce's other woman, por Philip V. Cannistraro y Brian R. Sulliva. Y cuando llego a España me entero de que acaba de estrenarse en la televisión francesa un programa sobre El joven Mussolini, preparado en cooperación por la española y la italiana. La atención mundial parece, pues, concentrarse en esta hora sobre la figura del jefe fascista. Esa serie televisiva, valga por lo que valiere -ya la veremos-, es fruto sin duda del interés retrospectivo por el momento de crisis que puso término a la modernidad abriendo la fase histórica en que todavía estamos envueltos. En cuanto al libro en cuestión... Digo que lo he leído con avidez, y añado que me prometo dedicarle todavía bastantes horas de estudio; del más apasionado estudio, de ese estudio que, al recuperar un pasado donde se mezcla y combina la vivencia propia con el despliegue trágico de la historia universal, la reflexión se impregna y viene cargada de fuertes emociones.Recién exiliado a raíz de nuestra guerra civil, vivía y trabajaba yo en Buenos Aires, donde, como otros escritores españoles, había encontrado una confortadora acogida por parte de aquella refinada sociedad literaria entonces tan activa, cuando cierto día vi comparecer en la hospitalaria casa de Victoria Ocampo a una señora ya mayor a quien fui presentado, de quien alguien -probablemente Eduardo Mallea o quizá Borges- me advirtió al oído que era, o había sido, la amante de Mussolini. En efecto, recordé entonces su nombre, Margherita Sarfatti, como el de la autora de un libro en exaltación del Duce titulado por ella Dux; y supe también que -Dux o Duce- Mussolini, forzado a seguir la línea antisemita impuesta por Hitler, se había desprendido de esta su -ya por lo demás harto madura- amante judía, quien, como mejor pudo, buscó provisional refugio en el continente americano. Alguna vez más volvería a encontrarme a la buena señora en uno u otro de aquellos animados salones bonaerenses, pero es lo cierto que, preocupado y ocupado con las angustiosas urgencias del momento, y concentrada mi atención en los acontecimientos de Europa, no tuve curiosidad para averiguar nada especial acerca de ella ni presté atención alguna a sus andanzas porteñas. Con otros judíos italianos exiliados junto al Río de la Plata, en particular con los profesores Rodolfo Mondolfo y Renato Treves, mantuve, sí, trato amistoso por entonces y después, pero ni la imagen ni el nombre de Margherita Sarfatti jamás volverían a mi memoria.

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Desde aquellas fechas hasta la de hoy, más de medio siglo ha pasado ya; y ahora, inesperadamente, cayó en mis manos este voluminoso libro acerca de tan extraordinaria mujer, "la otra mujer del Duce", cuya lectura me ha embargado y absorbido durante muchos días, despertando en mi ánimo un tumulto de recuerdos, sentimientos y reflexiones. Se trata de una biografía tan minuciosa como rigurosa, obra de una bien trabada y complementaria colaboración entre dos especialistas; trabajo de estricta y muy controlada información, indispensable desde luego, por cuantos datos concretos y documentados aporta para la historiografía de nuestro siglo, tanto como para la comprensión del proceso histórico mismo; pues, aunque centrado en la figura de "la Sarfatti", el libro despliega ante los ojos del lector el amplio, complejo y tan dramático espectáculo del acontecer político-militar durante nuestro siglo, evocado con detalles vivos muy precisos y altamente significativos que, en mi caso personal, reviven la tragedia de ese pretérito aún imperfecto, donde el problemático presente estaba incoándose; tragedia en la que, desde la desdeñable insignificancia individual que sin embargo lo es todo para cada uno de nosotros, este uno se encuentra irremediable y patéticamente implicado.

Al fin y al cabo, el destino colectivo está tejido por las acciones y omisiones concretas de hombres concretos, de todos los hombres que integran el conjunto social, acciones y omisiones cuya trascendencia podrá ser mínima -mínima es en la inmensa mayoría de los casos-, y que, sea como quiera, dependerá en mucho del carácter personal del agente tanto como de factores accidentales, del azar mismo, y, desde luego, de la posición en que las circunstancias lo hayan colocado dentro del cuadro total. Esto considerado, resulta estremecedor comprobar el papel de primer plano que hubo de desempeñar en el escenario histórico de nuestro siglo esta mujer inteligente, enérgica, refinada, ambiciosa, codiciosa y astuta, que no sólo logró erigirse en la figura dirigente de la vida cultural italiana al tiempo que era la guía intelectual de Mussolini, cuyos escritos redactaba y cuyas decisiones procuraba manipular, sino que supo en todo momento bandearse, alcanzando a poder ver desde el exilio la famosa fotografía, reproducida en todos los periódicos del mundo, del cadáver de su antiguo amante ignominiosamente colgado junto al de la amante nueva en una gasolinera de Milán, para terminar, por último, sus días con apacible muerte dieciséis años más tarde, a los 81 de su edad, en una espléndida villa campestre propiedad suya.

Pero, aun cuando la figura de Margherita Sarfatti sea el eje alrededor del cual han montado los autores del libro el despliegue de la historia contemporánea, los demás personajes aparecen en él con no menor vivacidad. La petite histoire, muy presente en sus páginas, presta intensa realidad humana a la tantas veces inhumana o sobrehumana Historia (con mayúscula). Así, nos deleita el enterarnos, por ejemplo, de que Amedeo Grassini, el padre de Margherita, un judío rico, miembro de la alta burguesía, era muy amigo del cardenal patriarca de Venecia, quien frecuentaba su casa y solía compartir su mesa; y que habiendo muerto el papa León III, ese amigo, el cardenal Sarto, carente de fondos para concurrir en Roma al cónclave que debía elegir al nuevo Pontífice, pidió prestado el dinero necesario a Grassini. El resultado de los cónclaves cardenalicios es a veces tan imprevisible como el de algunos concursos literarios: inesperadamente, el cardenal Sarto resultó elegido Papa, y de este modo Pío X, que fue el nombre adoptado por él, pudo acceder al solio de San Pedro gracias al préstamo de un amigo judío.

Una anécdota bastante divertida quisiera espigar entre tantas otras dentro del libro, y ésta en relación con el matrimonio de Mussolini, quien desde 1910 vivía unido a una muchacha de su vecindad, madre ya de Edda, la primera hija de ambos. Cuando, una vez jefe del Gobierno y habiendo reconciliado por el Tratado de Letrán al Estado italiano con la Iglesia católica, consideró conveniente el Duce dar respetabilidad a su familia contrayendo matrimonio y bautizando a su prole, tuvo que vencer la resistencia de la esposa, más atenida a sus convicciones ácratas y antirreligiosas que él, o menos flexible: según se cuenta, a la señora Rachele debieron hacerle entrar en la iglesia casi a empujones.

El capítulo 27 del libro que estoy comentando, Alianzas hechas y rotas, está lleno de muy curiosos y muy reveladores detalles acerca de la visita que Hitler hizo a Mussolíni en Venecia. En el curso de esa sonada visita de Estado podemos ver cómo se iba fraguando la Historia (con mayúscula) en alternativas a veces muy pintorescas de entendimiento y desentendimiento. El entrejuego de intereses y el contraste de personalidades resulta ahí de veras fascinante. En un momento dado, fastidiado Hitler por alguna falla en las ceremonias de recepción, parece haberle dicho a su anfitrión que cuando el lo recibiera en Berlín le prepararía una acogida verdaderamente digna; a lo que Mussolini, según le contó luego a Margherita, respondió mirándole con

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frialdad: "Es muy posible. Yo soy un hombre de Estado, no un director de escena...". Y, por último, tras una entrevista donde, entre muchas tensiones y equívocos, lo que estaba a pleito era el destino del mundo, no deja de constituir sabroso postre la petite histoire que cuenta cómo, cuando Hitler hubo vuelto la espalda para subir a su aeroplano, Mussolini lo despide con un corte de mangas (an obscene gesture of farewell). Dije al comienzo que para mí este libro ha significado tanto como, repasar el proceso de mi propia vida desde los años infantiles en que, para ejercitarse en la lectura, me obligaba mi padre a leerle penosamente en el periódico diario las noticias de la guerra europea (y ahora han acudido en tropel a mi memoria los nombres de episodios militares, de batallas, el desastre de Caporetto, la aparatosa y un tanto bufa hazaña de Gabriele d'Annunzio... ), hasta los amargos tiempos de la II Guerra Mundial, cuando casual -y distraídamente vine a coincidir en Buenos Aires con Ia otra mujer" -la amante-cómplice- de Mussolini, mientras que, con el alma en un hilo, seguía -como todo el mundo- el desenlace de este definitivo conflicto que debía sellar un periodo de la Historia universal dejando abierto en ella un raro paréntesis -el de la que se llamó "guerra fría"-, que apenas se cerraría ahora, en este último decenio.

En cuanto a las reflexiones que tal repaso de la Historia vivida suscita en mí, tendré que dejarlas madurar con mayor sosiego. Por lo demás, no sería de mi competencia, sino que corresponde más bien a los historiadores profesionales, el intentar un balance de las responsabilidades por los errores del juicio y de la voluntad que condujeron, desde la insensata liquidación de la I Guerra Mundial en adelante, a tantos desastres como a partir de entonces han ido encadenándose y continúan afligiendo al género humano.

Francisco Ayala es escritor, sociólogo y miembro de la Real Academia Española.

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