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Tribuna
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Apostándole al libre comercio

Hace poco hice una apuesta con mi amigo, el politólogo mexicano Jorge Castañeda. Si el Tratado de Libre Comercio de Norteamérica (TLC) está aprobado el 1 de enero de 1994, Castañeda me invita a cenar. Si no, yo lo invito a él. De todas maneras, salimos ganando.Castañeda es un opositor firme del TLC en su estado actual. Yo comparto muchas de sus posiciones críticas, pero creo que el tratado será aprobado por el simple hecho de que sirve, sobre todo, a los intereses nacionales de Estados Unidos. Cualquiera creería lo contrario, de escuchar las denuncias del texagogo Ross Perot sobre "el ruido succionante" de empleos estadounidenses huyendo hacia México.

El argumento no es, en rigor, válido. En primer término, los empleos en industrias de trabajo intensivo -las industrias del pasado- van a irse de EE UU en busca de salarios más bajos, con o sin TLC. Es probable que, con el tratado, vayan a México y fortalezcan la posición estratégica de EE UU frente a los dos bloques comerciales rivales, Japón y Europa. Sin el TLC, esos mismos trabajos buscarán destino en Indonesia, China o Malaisia, fortaleciendo, en este caso, la posición japonesa. Pero si los salarios bajos fuesen el factor principal para atraer la inversión y el empleo, Bangladesh sería el paraíso del trabajo. No lo es.

México es el socio comercial número dos de EE UU, mundialmente. Tres cuartas partes de cada dólar mexicano destinado a la importación se gasta en traer bienes de EE UU. Y por cada dólar de crecimiento en México, mi país gasta 20 centavos en EE UU. La verdadera relación entre los empleos en EE UU y el desarrollo en México la demuestran las siguientes cifras. Cuando la crisis de la deuda amagó a México en 1982, nuestra economía se desplomó y EE UU perdió 300.000 empleos conectados a la exportación hacia México.

En 1986, la crisis mexicana había hecho que nuestras importaciones desde EE UU descendieran a 13.000 millones de dólares, 7.000 millones menos que en 1982. Pero, en 1990, mientras México se esforzaba por salir de la crisis, nuestras importaciones ascendieron a 29.000 millones y hoy alcanzan la cifra de 42.000 millones. Hay regiones enteras de EE UU que gozan de superávit comerciales gracias a la importación mexicana. El deprimido Rust Belt, la antigua faja herrumbrosa que va de Illinois a Pensilvania, sede de las primeras industrias de chimenea norteamericana, tuvo el año pasado un superávit comercial de 4.000 millones de dólares, debido enteramente a importaciones mexicanas de bienes de capital, máquinas y tecnología.

¿Significa el crecimiento de exportaciones de EE UU a México que, junto con ellas, crece el empleo estadounidense? Esto es lo que los partidarios del TLC afirman, y sus enemigos, con vehemencia, niegan. Admitamos como cierto que por cada 1.000 millones de dólares añadidos a la balanza de pagos de EE UU, 20.000 nuevos empleos se añaden, por ese hecho, a la economía del país. Ello significa que el aumento de la actual cifra de exportaciones a México (42.000 millones de dólares) a la cifra previsible de 52.000 millones en 1995 si el TLC se aprueba, en tanto que las importaciones desde México, actualmente cifradas en 30.000 millones, ascienden a 35.000 millones en el mismo periodo, EE UU tendría un superávit con México que generaría 300.000 nuevos empleos conectados a la exportación.

Pero EE UU también perdería, en ese mismo tiempo, unos 100.000 antiguos empleos, en parte porque el TLC afectará a las industrias de trabajo intensivo, pero, sobre todo, porque estos empleos emigrarán o se perderán, en todo caso, si EE UU no le hace frente a su verdadera competencia. Ésta, sobra decirlo, proviene del club económico de alta productividad, alta tecnología y altos salarios -Japón y la Comunidad Europea- y no del club mexicano de la baja productividad, los bajos salarios y la baja tecnología. Hacer a México responsable de la falta de competitividad internacional de EE UU es injusto: es lo que en México llamamos un pleito ratero, y, en España, puñalada de pícaro.

El TLC integrará a 360 millones de personas en un bloque comercial de 6,5 trillones de dólares: el más grande del mundo. Fortalecería incomparablemente la posición de EE UU en la economía altamente integrada, escasa de capitales y tecnológicamente avanzada, del siglo XXI. Esto es, en realidad, lo que está en juego para EE UU. ¿Dónde fijará la nación norteamericana sus energías en la nueva economía global? ¿Cómo dará respuesta al reto alemán o japonés?

La indecisión de EE UU en estas materias me hace dudar sobre la capacidad de la gran república federal fundada en 1776, la única potencia de la historia con sólo dos vecinos, Canadá y México, y ambos débiles, para ingresar al siglo nuevo con paso seguro y un verdadero sentido de sus deberes. ¿Se contentará EE UU con ser el remanso de la segunda revolución industrial, una viuda ludita dispuesta a rechazar el avance tecnológico en nombre del pleno empleo y los intereses estrechos de algunos grupos de presión?

Como todas las naciones industrializadas, EE UU se enfrenta a la cruel paradoja de la productividad con desempleo: mientras más se produce, más desciende el empleo, vuelto redundante por el avance tecnológico. No es el Tercer Mundo el que le roba empleos al mundo industrial, sino la tecnología. La respuesta humana, social y política, se encuentra dentro de las fronteras del mundo desarrollado. Se llama educación, reentrenamiento y neodesarrollo de trabajadores y de empleos. El retraso de EE UU en esta materia, en comparación con Europa y Japón, sólo es culpa de EE UU, no de México.

De acuerdo: esta no es una situación fácil. Konrad Seitz, el muy franco director de planificación estratégica del Ministerio alemán de Relaciones Exteriores, ha dicho claramente que un alto nivel de vida en el futuro sólo será asequible para las naciones o grupos de naciones que controlen las técnicas de producción más adelantadas. Un país que produce bienes de la segunda revolución industrial -acero, automóviles, etcétera- deberá contentarse con los salarios de México o Corea. Los altos salarios, añade, estarán reservados para los productores de la tercera revolución industrial (lo que Alvin Toffler llama la tercera ola): la tecnología del espacio, la informática, la biotecnología, los servicios.

¿Cómo se decidirá la competencia entre los tres bloques? ¿En paz o en riña? ¿Y quiénes les acompañarán en el paso adelante hacia el siglo XXI? El Gobierno de Carlos Salinas, en México, decidió hace cinco anos que la mejor oportunidad para México consistía en tener, por lo menos, un pie dentro de uno de los bloques. Parecía natural que aprovecháramos nuestra situación fronteriza con EE UU, así como la integración de hecho entre las economías de los dos países y las ventajas de eliminar la obstrucción proteccionista en nuestras relaciones. Más aún: la frontera entre EE UU y México también es la frontera entre EE UU y el resto de la América Latina, que comienza en esa línea larga de 3.000 kilómetros entre el océano Pacífico y el golfo de México, entre San Diego-Tijuana y Brownsville-Matamoros.

El TLC ha significado, además, la única iniciativa dinámica de EE UU hacia Latinoamérica en largo tiempo. Nuestras relaciones se estancaron en la obsesión de Ronald Reagan hacia Nicaragua y en los esfuerzos de Bush para demostrar su equívoco a Noriega. Entretanto, las realidades económicas han convertido a América Latina en la única región del mundo donde EE UU tiene un superávit comercial. Del río Bravo al cabo de Hornos, somos el mercado que más rápidamente crece para la exportación, norteamericana. Las agrupaciones regionales (Mercosur, el Pacto Andino, el MCCA, el acuerdo chileno-mexicano, el Grupo G-3) esItán a la expectativa del destino del TLC. Ven en él un primer paso hacia mayores y más integradas relaciones con el mundo desarrollado. El interés de EE UU sufriría enormemente si el TLC se hundiese, y, con él, la confianza latinoamericana en la confiabilidad norteamericana.

Personalmente, yo quisiera que creciesen en mi país la inversión y el empleo, y, gracias a ellos, disminuyera la emigración mexicana hacia EE UU y los salarios en México aumentasen de la única manera posible: mediante una mayor productividad, pero también una independencia y combatividad creciente de las organizaciones obreras. En todo caso, los inversionistas, norteamericanos se equivocan si piensan que se dirigen a una indefensa república bananera. Aún los sindicatos oficialistas de México exigen que los mandatos constitucionales acerca de vacaciones pagadas, maternidad, aguinaldos y despedidos se cumplan, sobre todo, en las industrias donde previsiblemente se invertirá el capital canadiense y estadounidense. Estos costes aumentarán a medida que la economía mexicana, y con ella la democracia en México, se expandan.

Jorge Castañeda tiene la razón en muchas de sus críticas. Sobre todo cuando señala que, por apresurarse demasiado, poner todos sus huevos en la misma canasta y fomentar ilusiones excesivas, la Administración salinista se ha expuesto a peligros innecesarios. El TLC no es una panacea. Jamás suplantará la capacidad mexicana de trabajo, Inversión interna, mayor democracia y mejor justicia. Pero la esperanza inmensa puesta por el Gobierno en el TLC podría provocar, si el tratado fenece, una reacción de gigantescas proporciones.

El Gobierno de Carlos Salinas es el primero en la historia reciente de México que ha asociado su propio futuro a una mejor relación con Washington. Si Salinas, a pesar de sus esfuerzos, se encuentra con una puerta cerrada bruscamente, la violenta reacción nacionalista no se dejará esperar en México. La aprovechará la oposición de izquierda y su líder, Cuauhtémoc Cárdenas, en un año de elección presidencial. Y esto, acaso, obligue al presidente Salinas a encabezar la reacción nacionalista, más que a sufrirla. Pero, ¿cómo combinar el nacionalismo con las reformas neoliberales? ¿Y cómo tomará el resto de Latínoamérica el rechazo del TLC por el propio Estados Unidos? Seguramente, como prueba fehaciente de que Washington sigue siendo la capital de un país centrado en sí mismo, e indigno de nuestra confianza: un coloso políticamente ciego, el cíclope del Norte, incapaz de distinguir sus propios intereses a largo plazo.

Mas, del lado positivo, el fracaso del TLC obligaría a México a redefinir su política exterior, asumir un liderazgo latinoamericano y concluir nuevos tratos con Japón y Europa. Después de todo, la previsión de 1990 ya no es cierta en 1993: el flujo de capitales en la ex URSS y sus ex satélites ha sido mínimo. Hay más recursos que los entonces imaginados para América Latina.

Lo único cierto de todo esto, sin embargo, es que Jorge Castañeda y yo nos reuniremos a cenar el día de año nuevo de 1994. Toco madera.

Carlos Fuentes es escritor mexicano.

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