La sangre y la letra
El lugar que Dámaso Alonso ha ocupado en la literatura española durante el último medio siglo ha sido central, pero nadie parece saber exactamente cuál ha sido. ¿El de un poeta, el de un profesor, el de un crítico? Dámaso Alonso ha ocupado a la vez, y durante largo tiempo, el puesto central en todas estas disciplinas, y con tanto poderío que nadie hubiese podido disputarle en su tiempo sus consabidos primeros lugares. Su trayectoria poética ha sido tan larga como interrumpida; al mismo tiempo se enmascaró para reconocerse como el Alfonso Donado que nos había proporcionado nuestra primera visión de Joyce, fenómeno mayor y universal; nos descubrió la estilística, se aferró a ella para que conociésemos mejor a San Juan de la Cruz y al ilegible Góngora; y mientras tanto hacía muchas calas en la poesía española más contemporánea para que de paso se le perdonase dirigir tan prolongada como acertadamente la Real Academia Española. Proteo tenía menos caras, y sobre todo en el contexto de la literatura española contemporánea.Renovó la poesía y no quiso que sus lectores creyeran demasiado en una hipotética renovación siempre azarosa. Creó discípulos, legiones de estilistas tan bien preparados que no se atrevían a analizar los versos del maestro. Fue un dictador tan férreo como liberal, pues en su dictadura sólo el saber intervenía. Que sólo mande quien sepa, podría ser su lema, que aplicó hasta el final de manera implacable. Hizo de la Academia un reducto de profesionalismo y libertad, hasta el punto de que nadie pudo entrar en ella sin amar a la literatura y sin abandonar sus armas a la entrada. Su reinado fue el del golpe de Estado permanente de la literatura y nada más. Hasta el general Franco, que al principio le vetó para director de la Academia, debió de sospecharlo antes de verse obligado a ceder al fin de cuentas.
Religioso
La breve correspondencia cruzada entre James Joyce y Dámaso Alonso cuando este último traducía el Retrato del artista adolescente es un modelo de respeto y precisión. El título español es ya tan inconmovible como toda la historia de James Joyce, una especie de milagroso acierto tan sencillo como inevitable: hasta Joyce se rindió. Dámaso -con nombre propio de torero o de crítico literario, y con apellido de investigador y profesor, pues parecía como si le quisieran robar el nombre de una vez por todas se disfrazó de Alfonso Donado y siguió investigando, opositando, y escribiendo versos tan parsimoniosamente como larga era su amistad. La suya fue siempre una literatura en la que la discreción corría pareja con la solidez. ¿Qué dictador mandó nunca tanto como él y aparentándolo tan poco? La verdad es una dictadura, y la hermosura también, aunque más convencional que aquélla todavía. Al fin y al cabo siempre se habla de lo mismo, de literatura, aunque nadie sepa que habla de ella pese a todo. Fue nuestro mejor guardián entre el centeno, el ojo que nos vigilaba sin pretenderlo y sin que jamás lo supiéramos.
Y de repente nos descubrió que todos éramos cadáveres, y que el mundo se resumía en una mujer cargada con su alcuza. Fuimos hijos de la ira porque él nos lo dijo y nos puso la expresión en la boca. Virtud de la gran poesía de todos los tiempos, que expresa el mundo y nos otorga las debidas palabras para seguir existiendo. Era mucho más secreto -Oscura noticia- de lo que podíamos suponer, y también mucho más religioso, como señalaba en su desconcertante Hombre y Dios. Tan religioso era que procuró ocultarlo para que sus versos tropezaran con menos dificultades, sobre todo en las orillas que él mismo afeccionaba. Aunque siguió siempre obsesionado con sus orígenes y sus justificaciones, como lo demostraría al final con sus emocionante Duda y amor sobre el Ser Supremo, sabía que el alma muere cuando el cuerpo muere, pero que tal vez el amor todo lo puede, y si además no existe, siempre se le puede seguir queriendo. Una de las mejores blasfemias creyentes de la literatura universal.
Ha sido un gran poeta, una especie de resurrección de los místicos, y todo ello sin saber si de verdad Dios existía. Un poeta tan hondo y serio que ni siquiera sabía que pertenecía a la generación -o grupo poético- del 27, del que fue uno de sus apologistas e inventores. Su gran amigo fue Vicente Aleixandre, mucho más pagano, pero con quien tanto salía. Entre ambos fundaron el exilio interior, el de los que al fin ganaron, sin que ninguno de los dos se lo hubiese propuesto nunca. Extraña virtud de la literatura la de reflejar el mundo aunque no lo pretenda, simplemente padeciéndolo. Eso fue lo que estalló después de la guerra civil en Hijos de la ira, sin duda el libro poético más importante en España durante el último medio siglo.
Y sin embargo Dámaso Alonso nunca quiso aprovechar una encrucijada tan equívoca. Dijo en todo momento lo que había que decir, y siguió una carrera rigurosa e inalcanzable para todo aquel que no la abordase desde las orillas de la literatura misma. Ésa fue su mejor manera de hacer política y la que más daño hizo a la dictadura y a todos sus adláteres. Al fin y al cabo España y el idioma español es la mayor de las culturas que poseemos, nuestro capital más grande, y hay que preservarlo de especuladores y oportunistas. Expresó en vida las palabras de la tribu, y desde entonces ya no podemos hablar más que con sus propias palabras. Que su obra ya no descanse nunca en paz; pues sigue estando viva.
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