Enamorado de la perfección
Colombino puede permitirse la actitud connatural de estar contra todo -como declara-. Contra todo lo espurio y corruptor, se entiende, porque en su lucha incesante él opera sobre el eje inquebrantable de su libertad íntima y última, sin la cual ningún artista puede expresarse, o sólo lo hará a medias, traicionándose en lo esencial. Bastaría con llevar este nihilista contra todo a sus últimos límites para ver las consecuencias. Afortunadamente, el nihilismo en él es sólo verbal y simbólico. Su arte se nutre de él.Me preocupó que un ser humano de excepción, que un artista de su talla y de su temple quisiera negármela a mí o a otros en un dominio en el que sólo la soberanía individual de un autor puede legítimamente decidir y resolver lo que ha de hacer con su obra. Estoy seguro de que Colombino sabe que no hay poder en el mundo que pueda torcer esta libertad íntima de un artista verdadero. El ejemplo de su obra lo prueba en todos los sentidos. Él puede hacer lo que quiera con su obra, siempre que el fin sea perfeccionarla. Los demás tenemos el mismo derecho, y estamos en la obligación de practicarlo contra todo y contra todos.
Los artistas y artesanos de todos los tiempos han destruido los bocetos que no les satisfacían para intentar, por aproximación o por descartes sucesivos, esa imagen única que se perfila a la luz espectral de los símbolos, de las obsesiones, de los sueños. Es un trabajo a tientas. Cada uno en su pedazo de noche, como solía decir Juan Rulfo, que sabía de estos misterios eleusinos. La naturaleza tarda siglos en dar la forma perfecta de una especie tras largos procesos de mutaciones, muertes, resurrecciones innumerables. Sólo la fuerza del genio acierta de una vez para siempre. Pero el genio no es frecuente. Sus apariciones suelen ser tan espaciadas y morosas como los logros de la naturaleza. Y en Paraguay, precisamente, a veces pasan inadvertidas. Un limbo donde se pierden muchas obras maestras desconocidas, como en el relato de Balzac.
Falso mito
En cuanto a mí, consciente de mis limitaciones, pero enamorado de la perfección, mágica e inalcanzable como un espejismo, suelo destruir, quemar o arrojar en basureros insondables esas sombras inciertas y fallidas de los primeros originales. No puedo trabajar entre escombros de papeles ruinosos. Necesito tener bien despejado el horizonte donde debo poner yo la primera nube o hacer brillar la primera estrella. ¿De qué vale repetir el universo? Ante el error irremediable, necesito empezar siempre desde un poco antes de cero. Así quemé la primera versión de la novela Hijo de hombre, que me tuvo en galeras más de tres años. Algún tiempo después insistí y la rehíce en cuatro meses escasos, la misma pero totalmente distinta. 'Había mejorado un poco. Años después volví a retocarla y añadí un nuevo capítulo. Corregí ripios folclóricos, dibujé con más nitidez la universalidad de la fábula. Cosa que también me valió furibundas críticas de mis amigos más ilustrados de Asunción. ¡Qué derecho tenía yo a retocar una obra édita! Con lo cual volvíamos al falso mito del autor considerado como un dios infalible y a la obra como objeto sagrado. En el exordio de la edición corregida y aumentada de Hijo de hombre puse como epígrafe la honda frase de W. B. Yeats: "Cuanto retoco mis obras es a mí a quien corrijo". Pero ni siquiera la advertencia del gran poeta de origen céltico me libró de las iras y las furias de mis etnocentristas fiscales hispano-guaraníes.
Me he visto forzado también a quemar papeles inéditos a cada nueva etapa de mi vida errante y sin destino. La primera vez, en 1947, cuando fui arrojado al exilio. La segunda, en 1976, cuando la brújula de la expatriación me indicó el camino de Europa, tras 30 años de vivir en Buenos Aires, ciudad a la cual debo dos cosas relativamente importantes: mi vida y mi trabajo de escritor. Toda mi obra la hice allí. De ella se salvó una parte: la parva cosecha de lo ya publicado. Tuve que destruir una novela inédita, anterior a Yo el Supremo. Durante la guerra sucia no se podían legar a nadie estos papeles comprometedores. Quemé también unos 30 libros de cine. La mayor parte de ellos no filmados; algunos muy importantes para mí y que me dieron mucho trabajo de búsqueda e investigación en bibliotecas y archivos. Me acuerdo, por ejemplo, de La guerra del desierto, adaptación del fascinante relato del comandante Prado, que hizo la guerra a los indios junto al general Roca. También había escrito una Vida de Facundo Quiroga (inspirado en el libro de Sarmiento), y que era a la vez la historia del Tigre de los Llanos y del propio Sarmiento, entremezclados como personajes de ficción, que permutaban sus roles en tiempos paralelos como por una magia perversa de la historia en el contrapunto de civilización y barbarie.
Huesos de antepasados
Entre esos libros cinematográficos desapareció también en el incinerador de mi apartamento una historia de la colonización judía en Argentina, la primera tentativa de este género en la historia de este país cosmopolita. Estaba a punto de ser filmada con el horrendo título La estrella de David sobre la pampa cuando sobrevino la tormenta del proceso (que el propio Kafka no habría imaginado). Estos papeles eran restos pr9ciosos para mí, pero no podía andar con ellos en una bolsa al hombro, como si se tratara de los huesos de mis antepasados.
Babelia
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