Alfonsín
Se suponía que los militares argentinos tardarían un siglo, al menos, en adquirir una nueva dignidad, un aceptable sentido del honor. El que tenían, si es que alguna vez lo tuvieron, lo perdieron ganando una guerra sucia contra unos miles de amateurs de la violencia y sus bebés y perdiendo una guerra etílica con el Reino Unido, e insisto en lo de etílica porque muchos argentinos me han asegurado que en el momento de ser suscitada corría por las venas decisorias tanta mala sangre caliente como vino patriótico. De Mendoza, supongo.Pero no han tenido paciencia. De nuevo en nombre de la dignidad y el honor unos oficiales se han levantado contra la democracia y a todos se nos ha puesto el honor por corbata. Sabemos cómo las gasta el honor de esa oficialidad. Sabemos cuán indigna ha sido su dignidad. Pero ahí están, con las cuatro ideas que tienen cocidas bajo las gorras, con los sesos humeantes calentando palabrería amenazadora. Son unos echaos palante. Lástima que luego torturan, violan, asesinan y trafican con bebés. Pero echaos palante sí que lo son. Los tienen así. No, así no. Así.
Alfonsín les opone la memoria del horror y la esperanza de la razón. Alfonsín sabe que una importantísima parte de la clase civil dirigente jaleó la barbarie militar, y aún hoy día pregona que la limpieza de subversivos fue escasa, tal vez porque demasiados bebés supervivientes pueden desarrollar los cromosomas paternos de la radicalidad. A esos cómplices miserables que torturaron, violaron y asesinaron a través de intermediarios nadie les ha pedido responsabilidades, y pueden volver a contemplar el espectáculo de un golpe de Estado aplaudiendo desde la platea. Alfonsín dijo en España que a veces la diferencia entre la democracia formal y la tiranía es la que hay entre la vida y la muerte. En teoría es discutible, pero en la práctica, poco discutible, a la vista del desprecio a la vida que demuestran los profesionales de la matanza. Suerte, Alfonsín. Que la democracia formal les dure muchos años, y nosotros que lo veamos.
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