El pato patagónico
MARTIN PRIETO Las infinitas tierras ralas de la Patagonia, batidas por vientos constantes, son notablemente aptas para la cría de ovejas. Tan es así que ha devenido espectáculo para los escasos viajeros que tan australmente se aventuran a la visita de alguna estancia ovejera en la que se muestra al curioso cómo se esquila, cómo se cruza y hasta cómo se capa al carnero. Las ovejas en celo no pueden ser cubiertas por cualquier macho, so pena de deteriorar la raza y la lana. Pero primero conviene al ovejero saber qué ovejas están en situación de ser fecundadas y cuáles no.
A los machos se les da un brochazo de pintura roja en las ingles y se los suelta en la estancia; .ellos olfatean la hembra en celo y la intentan montar manchando su grupa con la pintura fresca. Se les espanta el coito y se impide la fecundación libre, pero ya se sabe, por la mancha, cuáles son las ovejas que fecundar.A los machos seleccionados se les extrae mediante estímulos eléctricos el esperma, que luego se inyecta en dosis adecuadas en la vagina de las ovejas. Los machos no aptos para la reproducción, hasta que sean aptos para carnearlos, tienen otro destino sexual: se los capa para evitar que fecunden con malformaciones genéticas a las hembras.
Anteriormente se les cortaban los testículos a cuchillo, con lo que las infecciones subsiguientes diezmaban la cabaña. Desde Australia, país de ovinos por excelencia, llegó hasta la Patagonia una nueva técnica de castración: una pinza móvil que englobaba una goma fuerte. Con ella se abarcaban los testículos del animal y, al cerrarla, quedaba la gomada aprisionándolos por su base. En pocas semanas las gónadas del macho ruedan por el suelo, secas, privadas de riego sanguíneo, podridas pero sin infección. La tecnología alcanzó igualmente a la ganadería mayor. En las pampas argentinas pastan 73 millones de vacas que terminaron moviendo sus ancas mediante picanas eléctricas: una especie de garrocha a pilas que descarga electricidad de bajo voltaje, molesta pero asumible para una red. Algo bastante más sensato que pincharla con un pincho, horadándole la piel, como se acostumbra en España.
Método de investigación
Pues bien, el método para capar los terneros y el de picaneado de las reses fueron adoptados por las fuerzas armadas argentinas como sistema investigador de la subversión de izquierdas que pobló el país en los finales de los años sesenta y durante la década de los setenta. Conviene partir de este presupuesto demostrado para analizar la mentalidad castrense imperante en esta república.
Siempre se ha afirmado que el fracaso de Argentina como nación era uno de los grandes misterios del siglo XX, teniendo, como lo tiene, todo. Espacio, petróleo, agricultura, metro y medio de humus en la Pampa húmeda, dos cosechas de cereales casi todos los años, la mejor carne y leche del mundo, poca población y culta o cuando menos educada, cinco premios Nobel en ciencias aplicadas... Pero bien es cierto que tantos dones -esa vieja teoría criolla de que lo que los argentinos destruyen durante el día Dios lo arregla por la noche- no superan la indeclinable invertebración de esta sociedad.
Si llegó a decirse que en Jerez de la Frontera sólo se podía -seriamente- ser Domecq o caballo, en Argentina la definición, aunque ampliada, es igualmente severa: la rápida acumulación de capital basada en la producción alimenticia fácil y en las hambrunas de las guerras y posguerras mundiales, sumada a la meteórica acumulación de población inmigrante, conformaron una sociedad invertebrada. En Argentina se puede ser, seriamente, estanciero, militar, eclesiástico o dirigente sindical. El resto es superestructura.
Lo que entenderíamos por Estado navega entre esos cuatro poderes reales con escasa fortuna. La sociedad argentina es así una suerte de piano de cuatro teclas, que además suenan mal. Los estancieros casaron a sus hijas con especuladores financieros y han dado un subproducto social que estima que en el país sólo existen dos inversiones productivas: la evasión de divisas y el plazo fijo en dólares desde siete a 90 días.
Los militares siguen donde seguían: elitistas, engreídos de la herencia de un hombre honrado como el general don José de San Martín, artífice de la patria, diseñadores de la bandera, antisemitas, ultracatólicos, antiizquierdistas en una sociedad en la que el peor insulto que se le puede inferir a un obrero es tildarle de rojo, zurdo o bolche.
De la Iglesia católica argentina baste escribir que es la más reaccionaria -salvando excepciones que confirman la regla- y dura de corazón ante los sufrimientos de los pobres de la Tierra de toda América Latina. Su pecado de impiedad es tan obvio que no merece la pena extenderse en acusaciones pormenorizadas. Los sindicatos peronistas, finalmente, también manipulados por la peor arista del alma de Juan Domingo Perán, cayeron en manos de mafias, pistoleros, burócratas y demagogos, al mejor estilo del sindicalismo camionero o portuario estadounidense.
Cualquier presidente argentino debe tocar estas cuatro teclas si quiere obtener alguna sinfonía social por desafinada que sea. Los cuatro poderes, conscientes de su peso, pactan y entrepactan constantemente entre la Iglesia con los militares y los sindicatos; los sindicatos con los militares; la oligarquía agrícola-ganadera con los militares y con la Iglesia..., siempre entrecruzándose en la lanzadera que ha tejido la decadencia argentina. Hasta una presidencia krausista, firme pero ingenua, regeneracionista, como la de la línea interna de Renovación y Cambio de la Unión Cívica Radical dirigida por Raúl Ricardo Alfonsín, que ha logrado en tres años y medio de mandato enfrentarse, no tener demasiadas buenas relaciones ni con los estancieros, ni con los militares, ni con los sindicatos, ni con la Iglesia. El difícil comienzo -pero comienzo- del resurgimiento argentino.
Sólo bajo este esquema puede entenderse la soberbia de un Ejército que continúa, pese a la multiplicidad de sus fracasos, erigiéndose en algo especial y superior. A su favor debe recordarse que la participación de las fuerzas armadas en la política argentina es un hecho histórico avalado continuamente por sus socios y todo lo que socialmente representan: Iglesia, sindicatos, oligarquía. En su detrimento no se puede olvidar que han sido lo que aquí se entiende por un pato patagónico: una pisada, una cagada; otra pisada, otra cagada.
Secuestraron últimamente el poder en 1976, en medio de un clamor de descontento popular por la gestión peronista liderada por Isabelita, por la guerra civil peronista entre sus dos alas extremas, para propiciar un pomposo proceso de reorganización nacional. Hoy, cuando se circula por Buenos Aires entre los muñones de las autopistas elevadas e inacabadas que cicatrizan la ciudad, el más conservador taxista -tachero- observará: "Ahí tiene usted los monumentos al proceso".
La noche y la niebla
Elitistas y casados con muchachas de la pretenciosa alta sociedad, ni siquiera orientaron su dictadura por carriles populistas. Entregaron la economía en manos de jóvenes lobos, los Chicago-boys, fanáticos de las teorías monetaristas de Milton Friedman, encabezados por José -Joe- Martínez de Hoz, íntimo de la familia Rockefeller, todos uniformados con atuendos grises y camisas a rayas, que subvaluaron el dólar frente al ya extinto peso argentino, derribaron las barreras arancelarias y arruinaron la industria nacional mientras intercambiaban plata dulce por libertades ciudadanas.
Moral, ética y hasta históricamente, se recostaron sobre la complacencia de la Iglesia católica argentina y sobre las enseñanzas filosóficas de Julián Marías, de la que se reclaman, y que cada año ilustra a los argentinos sobre su condición desde el púlpito del Banco de Boston, que financia y edita sus conferencias. Decididos a defender la civilización occidental y cristiana en esta orilla del mundo, planificaron un trabajo de estado mayor impecable. Acabaron ciertamente con las guerrillas rurales y urbanas de los Montoneros, del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y otros subproductos marxistas mediante una metodología que agentes de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) vinieron a Buenos Aires a observar.
Reeditaron la noche y niebla hitlerianas. Pudiendo haber detenido a los subversivos o sospechosos de subversión, optaron por desaparecerlos, a ellos, a sus familias, a sus vecinos, a sus amigos y hasta a quien pasara por allí. El terror, poblado por la alegría económica que deparaban los chicos de Martínez de Hoz, y que permitían vacaciones de esquí en Saint Moritz al mismo precio que en Bariloche, sugería a los ciudadanos el "por algo será" y el "no te metás". No te metás en lo que no te llaman y, si algún amigo o vecino desaparece, será porque algo habrá hecho.
La provincia de Buenos Aires, y después la de Córdoba, y después la de Rosario, los grandes centros poblacionales de la nación, se llenaron de chupaderos en los que el Ejército, la Armada y en menor medida la Fuerza Aérea chupaban a las personas. El chupado ni siquiera era inmediatamente interrogado. Desnudo, esposado, incomunicado, vendados sus ojos, era picaneado como las reses, violado si era mujer o castrado con goma como las ovejas de la Patagonia. Después venían las preguntas, después la delación, el seguimiento desde la calle de posibles compañeros de subversión social, el síndrome de Estocolmo, la entrega de familiares, la abyección. Nadie resiste corriente alterna en el esófago, en los dientes, en el escroto, en el glande, en la vulva, en el ano, en los pezones.
El fiscal Julio César Strassera, que ha mandado a prisión a tres juntas militares de la dictadura, todavía recuerda con espanto, de sus lecturas sumariales, cómo a un chupado de la Escuela de Mecánica de la Armada, dado la vuelta, reencauzado, colaboracionista de los marinos, entregado de pies y manos a sus verdugos, delator, le dieron picana como diversión sólo porque era su cumpleaños.
Así las cosas, los uniformados argentinos no entienden por qué se les intenta juzgar por lo único que han hecho bien: la destrucción de la guerrilla. Fracasaron en eso de la reorganización nacional no organizando nada y desmontando severamente la economía nacional; el Papa les arrebató la tan deseada guerra con Chile por los territorios australes, y cuando tomaron aliento para una empresa superior se metieron en el avispero de las Malvinas, en guerra con el Reino Unido y con todos sus aliados europeos y americanos. Perdieron la guerra y sin honor (más bajas de jefes y oficiales británicos que argentinos).
Sin embargo, los siete años de estúpida dictadura militar sólo depararon un bien aparente: no hay más izquierda en armas que le quiera dar la vuelta al país. Masacraron a una generación y a sus vecinos, parientes y amigos, y aun los exiliados que se salvaron de la carnicería regresan a esta democracia con reservas y cauciones. Y es comprensible que estos caballeros uniformados se nieguen a pasar por los tribunales ordinarios de justicia para explicar cómo hicieron aquello en lo único que supieron acertar con la complicidad de amplios sectores de esta sociedad.
Muchos de estos milicos (término de doble significación: cariñoso o despectivo) no acaban de entender por qué uno de los más eficientes trabajos de contraterrorismo -mediante el terrorismo de Estado- es ahora perseguido por los tribunales de la democracia. Éste es el otro drama de la esquizofrenia argentina. Porque ciertamente los verdugos se sienten ahora víctimas, y lo son en tanto que lo sienten en su simplísima sinceridad. El síndrome de Estocolmo pero al revés. De esto sólo los puede salvar u ofrecer alguna esperanza el hecho de que Buenos Aires es, acaso por delante de Nueva York, el primer centro de psicoanálisis del mundo.
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