Primera desilusion: el esplendor de la ciudad
Cuando el funcionario de inmigración abrió mi pasaporte tuve el presagio nítido de que si levantaba la vista para mirarme a los ojos iba a darse cuenta de la suplantación. Había tres mostradores, todos atendidos por hombres sin uniforme, y yo me había decidido por el más joven, que me pareció el más rápido. Elena se metió en una cola distinta, como si no nos conociéramos, porque si uno de los dos tenía problemas el otro saldría del aeropuerto para dar la voz de alarma. No fue necesario, pues era evidente que los funcionarios de inmigración tenían tanta prisa como los pasajeros para que no los sorprendiera el toque de queda, y apenas si miraban los documentos. El que me atendía a mí no se detuvo siquiera a examinar las visas, pues sabía que sus vecinos uruguayos no las necesitaban. Puso el sello de entrada en la primera hoja limpia que encontró, y en el momento de devolverme el pasaporte me miró fijo a los ojos con una atención que me heló las entrañas.-Gracias -dije con voz firme.
Él me respondió con una sonrisa luminosa:
Bien venido.
Las maletas estaban saliendo con una rapidez que hubiera parecido insólita en cualquier aeropuerto del mundo, porque también los funcionarios de aduana querían llegar a sus casas antes de la queda. Yo cogí la mía. Luego cogí la de Elena -pues estábamos de acuerdo en que yo saldría primero con los equipajes para ganar tiempo- y llevé ambas hasta la plataforma de control de aduana. El controlador estaba tan apurado como los pasajeros por el toque de queda, y en vez de registrar las maletas incitaba a los viajeros a salir de prisa. Me disponía apenas a poner las mías en la plataforma -cuando me preguntó:
-¿Viaja solo?
Le dije que sí. Él echó una mirada rápida a las dos maletas y me, ordenó con voz urgente: "Ya, váyase". Pero una supervisora que no había visto hasta entonces -una cancerbera clásica, de uniforme cruzado, rubia y varonil- gritó desde el fondo: "Registra a ése". Sólo en aquel momento caí en la cuenta de que no podría explicar por qué Nevaba un equipaje con ropas de mujer. Además, no podía concebir que la supervisora se hubiera fijado en mí entre tantos pasajeros apresurados si no fuera por alguna razón distinta y más grave que las maletas. Mientras el hombre esculcaba mi ropa, ella me pidió el pasaporte y lo examinó con atención. Yo me acordé del caramelo que me habían dado en el avión antes del decolaje y me lo metí en la boca, porque sabía que me iban a hacer preguntas y no me sentía muy seguro de esconder mi verdadera identidad chilena detrás de mi mal acento uruguayo. La primera vino del hombre.
-¿Se va a quedar muchos días aquí, caballero?
-Lo suficiente ~dije.
Ni yo mismo me entendí con el estorbo del caramelo en la boca, pero a él no le importó, sino que me pidió abrir la otra maleta. Estaba con llave. Sin saber qué hacer, busqué a Elena con ojos angustiados, y la encontré impasible en la fila de inmigración, inocente del drama que ocurría tan cerca de ella. Por primera vez fui consciente de cuánta falta me hacía, no sólo en aquel momento, sino en el conjunto de nuestra aventura. Iba a revelar que ella era la dueña de la maleta, sin pensar siquiera en las consecuencias de mi decisión aturdida, cuando la supervisora me devolvió el pasaporte y ordenó revisar el equipaje siguiente. Entonces me volví a mirar a Elena y ya no la encontré. Fue una situación mágica que todavía no hemos podido explicarnos: Elena se había vuelto invisible. Más tarde me dijo que también ella me había visto desde la fila arrastrando su maleta y había pensado que era una imprudencia, pero cuando me vio salir de la aduana se quedó tranquila. Yo atravesé el vestíbulo casi desierto siguiendo al hombre del carrito que me recibió el equipaje a la salida, y allí sufrí el primer impacto del regreso. No se notaba por ninguna parte la militarización que suponía ni el menor rastro de miseria. Es verdad que no estábamos en el enorme y sombrío aeropuerto de Los Cerrillos, donde 12 años antes había empezado mi exilio en una lluviosa noche de octubre con un terrible sentimiento de desbandada, sino en el moderno aeropuerto de Pudahuel, donde había estado de prisa y una sola vez antes del golpe militar. Pero de todos modos no se trataba de un a impresión subjetiva. No encontraba por ninguna parte el aparato armado que yo había supuesto, sobre todo en aquella época, bajo el estado de sitio. Todo en el aeropuerto era limpio y luminoso, con anuncios de colores alegres y tiendas grandes y bien surtidas con artículos de importación, y no había a la vista ni un guardián de rutina para dar una información de caridad a un viajero extraviado. Los taxis que esperaban en el andén no eran los decrépitos de antaño, sino modelos japoneses recientes, todos iguales y ordenados.
Pero el momento no era para reflexiones prematuras, porque Elena no aparecía, y yo tenía ya las maletas en el taxi y el reloj avanzaba con una velooidad de vértigo hacia el toque de queda. Allí tuve otra duda. De acuerdo con nuestras normas, si uno de los dos se quedaba, el otro seguiría adelante y avisaría a los teléfonos que teníamos previstos para cualquier emergencia. Pero era muy difícil tomar la decisión de irme solo, y más cuando no estábamos de acuerdo sobre el hotel adonde llegaríamos. En el formulario de entrada al país yo había puesto El Conquistador, por ser un hotel donde van hombres de negocio, y era por tanto el que más correspondía a nuestra falsa imagen. Además, yo sabía que allí se alojaba el equipo italiano, pero pensé que Elena lo ignoraba.
Estaba a punto de renunciar a la espera, temblando de ansiedad y de frío, cuando la vi corriendo hacia mí, perseguida de cerca por un hombre de civil que agitaba un impermeable oscuro. Me quedé petrificado, preparándome para lo peor, cuando por fin el hombre le dio alcance y le entregó el impermeable que ella había olvidado en el mostrador de la aduana. Su demora tenía otra causa: a la cancerbera le había llamado la atención que viajara sin equipaje, y habían hecho un registro minucioso de cada uno de los objetos de su maletín de mano, desde los documentos de identidad hasta las cosas de tocador. No podían imaginarse, por supuesto, que el pequeño receptor de radio japonés que ella llevaba era también un arma, pues nos mantendría en contacto con la resistencia interna mediante una frecuencia especial. Sin embargo, yo estaba más angustiado que ella, pues calculé que su retraso había sido de más de media hora, y ella me demostró en el taxi que había sido de sólo seis minutos. El taxista, por su parte, acabó de tranquilizarme con la observación de que no faltaban 20 minutos para el toque de queda, como yo pensaba, sino que todavía faltaban 80, pues mi reloj tenía aún la hora de Río de Janeiro. En realidad, eran las diez y cuarenta de una noche densa y helada.
¿Y para esto vine?
A medida que avanzábamos hacia la ciudad, el júbilo con lágrimas que tenía previsto para el regreso iba siendo sustituido por un sentimiento de incertidumbre. En efecto, el acceso al antiguo aeropuerto de Los Cerrillos era una carretera antigua a través de tugurios industriales y barriadas pobres, que sufrieron una represión sangrienta durante el golpe militar. El acceso al actual aeropuerto internacional, en cambio, es una autopista iluminada como en los países mejor desarrollados del mundo, y esto era un mal principio para alguien como yo, que no sólo estaba convencido de la maldad de la dictadura, sino que necesitaba ver sus fracasos en la calle, en la vida diaria, en los hábitos de la gente, para filmarlos y divulgarlos por el mundo. Pero cada metro que avanzábamos, la pesadumbre original iba convirtiéndose en una franca desilusión. Elena me confesó más tarde que también ella, aunque había estado en Chile varias veces en épocas recientes, había padecido el mismo desconcierto.
No era para menos. Santiago, al contrario de lo que nos contaban en el exilio, se mostraba como una ciudad radiante, con sus venerables monumentos iluminados y mucho orden y limpieza en las calles. Los instrumentos de la represión eran menos visibles que en París o Nueva York. La interminable alameda Bernardo O'Higgins se abría ante nuestros ojos como un torrente de luz, desde la histórica Estación Central, construida por el mismo Gustave Eiffel que hizo la torre de París. Inclusive las putitas trasnochadas en la acera opuesta eran menos indigentes y tristes que en otros tiempos. De pronto, del mismo lado en que yo viajaba apareció el palacio de la Moneda como un fantasma indeseado. La última vez que lo había, visto en un cascarón cubierto de cenizas. Ahora, restaurado y otra vez en uso, parecía una mansión de ensueño al fondo de un jardín francés.
Los grandes símbolos de la ciudad desfilaban por la, ventanilla. El Club de la Unión, donde los momios mayores se reunían a manipular los hilos de la política tradicional; las ventanas apagadas de la universidad, la iglesia de San Francisco, el palacio imponente de la Biblioteca Nacional, los almacenes París. A mi lado, Elena se ocupaba de la vida real, convenciendo al chófer de que nos llevara al hotel El Conquistador, pues insistía en que fuéramos a otro donde sin duda le pagaban por llevar clientes. Lo trataba con mucho tacto, sin decir o hacer nada que pudiera ofenderlo o le llamara la atención, pues muchos taxistas de Santiago son informantes de la policía. Yo estaba demasiado confundido para intervenir.
A medida que nos acercábamos al centro de la ciudad, desistí de mirar y admirar el esplendor material con que la dictadura trataba de borrar el rastro sangriento de más de 40.000 muertos, 2..000 desaparecidos; y un millón de exiliados. En cambio, me fijaba en la gente, que andaba con una prisa inusitada, tal vez por la proximidad del toque de queda. Pero no fue sólo eso lo que me conmovió. Las almas estaban en sus rostros sacudidos por el viento helado. Nadie hablaba, nadie miraba, en ninguna dirección definida, nadie gesticulaba ni sonreía, nadie hacía el menor gesto que delatara su estado de ánimo dentro de los abrigos oscuros, como si todos estuvieran solos en una ciudad desconocida. Eran rostros en blanco que no revelaban nada. Ni siquiera miedo. Entonces empezó a cambiar mi estado de ánimo, y no pude resistir la tentación de abandonar el taxi para perderme entre la muchedumbre. Elena me hizo toda clase de advertencias razonables, pero no tantas ni tan explícitas como hubiera querido, por temor de que la oyera el chófer. Presa de una emoción irresistible, hice parar el taxi y me bajé con un portazo.
No caminé más de 200 metros, indiferente a la inminencia del toque de queda, pero los primeros 100 me bastaron para emprender la recuperación de mi ciudad. Caminé por la calle Estado, por la calle Huérfanos, por todo un sector cerrado al tránsito de vehículos para solaz de los peatones, como la calle Florida de Buenos Aires, la Via Condotti de Roma, la plaza de Beaubourg de París, la Zona Rosa de la Ciudad de: México. Era otra buena creación. de la dictadura, pero a pesar de los escaños para sentarse a conversar, a pesar de la alegría de las luces, de los canteros de flores bien cuidados, aquí se transparentaba la realidad. Los pocos grupos que conversaban en la esquina lo hacían en voz muy baja para no ser escuchados por los tantos oídos dispersos de la tiranía, y había vendedores de cuantas baratijas se podían concebir, y muchos niños pidiendo dinero a los peatones. Sin embargo, lo que más me llamó la atención fueron los predicadores evangélicos tratando de vender la fórmula de la dicha eterna a quien quisiera oírlos. De pronto, a la vuelta de una esquina, me encontré de manos a boca con el primer carabinero que veía desde mi llegada. Se paseaba con mucha calma de un extremo al otro de la acera, y había varios en una cabina de vigilancia en la esquina de Huérfanos. Sentí un vacío en el estómago, y las rodillas empezaron a fallarme. Me dio rabia la sola idea de que cada vez que viera un carabinero iba a sentirme en aquel estado. Pero pronto me di cuenta de que también ellos estaban tensos, vigilando con ojos ansiosos a los transeúntes, y la impresión de que tenían más miedo que yo me sirvió de consuelo. No les faltaba razón. Pocos días después de mi viaje a Chile, la resistencia clandestina hizo volar con dinamita aquel puesto de vigilancia.
En el centro de mis nostalgias
Eran las claves del pasado. Ahí estaba el memorable edificio del antiguo Canal de Televisión y el Departamento de Audiovisuales, donde había empezado mi carrera de cine. Allí estaba la Escuela de Teatro, adonde llegué desde mi pueblo de la provincia, a los 177 años, para presentar un examen de admisión que fue definitivo en mi vida. Allí hacíamos también las concentraciones políticas de la Unidad Popular, y había vivido mis años más difíciles y decisivos. Pasé por el cine City, donde había visto por primera vez las obras maestras que todavía me exaltan la vocación, y entre ellas la menos olvidable de todas: Hiroshima, mon amour. De pronto, alguien pasó cantando la célebre canción de Pablo Milanés: Yo pisaré las calles nuevamente de lo que fue Santiago ensangrentado. Era una casualidad demasiado grande para soportarla sin sentir un nudo en la garganta. Estremecido hasta los huesos, me olvidé de la hora, me olvidé de mi identidad, de mi condición clandestina, y por un instante volví a ser yo mismo y nadie más en mi ciudad recuperada, y tuve que resistir el impulso irracional de identificarme gritando mi nombre con todas las fuerzas de mi voz, y enfrentarme a quien fuera por el derecho de estar en mi casa.
Regresé llorando al hotel al borde del toque de queda, y el portero tuvo que abrirme la puerta que acababa de cerrar. Elena nos había registrado en la recepción, y estaba ya en el cuarto, colgando la antena del radio portátil. Parecía tranquila, pero cuando me vio entrar estalló como una esposa ejemplar. No podía concebir que yo hubiera corrido el riesgo gratuito de caminar solo por las calles hasta el instante mismo del toque de queda. Pero yo no estaba para sermones, y también me comporté como un esposo ejemplar. Salí con un portazo, y fui a buscar al equipo italiano dentro del mismo hotel.
Toqué en la habitación 306, dos pisos más abajo del nuestro, y me preparé para no equivocarme en el largo santo y seña que había acordado en Roma con la directora del equipo dos meses antes. Una voz medio dormida -la cálida voz de Grazia, que yo hubiera reconocido sin necesidad de ninguna clave me preguntó desde dentro:
-¿Quién es?
-Gabriel.
-¿Qué más? -preguntó Grazia.
-Los Arcángeles -dije.
-¿San Jorge y san Miguel?
Su voz, en vez de serenarse con la certidumbre de las respuestas se hacía cada vez más temblorosa. Era raro, porque también ella debía conocer mi voz después de nuestras largas conversaciones en Italia, y sin embargo prolongó el santo y seña aun después de que yo le confirmé que los arcángeles eran san Jorge y san Miguel.
-Sarco -dijo.
Era el apellido del personaje de la película que no hice en San Sebastián -Viajero de las cuatro estaciones-, y le respondí con el nombre:
-Nicolás.
Grazia -que es una periodista curtida en misiones difíciles- no se conformó con tantas pruebas:
-¿Cuántos pies de película? -preguntó.
Entonces yo comprendí que quería seguir el santo y seña hasta el final, que era muy lejano, y temí que aquel juego sospechoso fuera escuchado en los cuartos vecinos.
-No jodas más y ábreme la puerta -dije.
Pero ella, con un rigor que iba a manifestarse a cada minuto de los próximos días, no abrió la puerta hasta el final de la clave. "Maldita sea", me dije, pensando no sólo en Elena, sino también en la Ely. "Todas las mujeres son iguales". Y seguí respondiendo al cuestionario con lo que más detesto en la vida, que es la sumisión de los esposos amaestrados. Cuando llegamos a la última línea, la misma Grazia juvenil y encantadora que había conocido en Italia abrió la puerta sin reservas, me miró como si hubiera visto un fantasma , y volvió a cerrar aterrorizada. Más tarde me dijo: "Te vi como alguien a quien había visto antes, pero que no sabía quién era". Era comprensible. En Italia había conocido a un Miguel Littín tirado al descuido, con barba, sin lentes y vestido de cualquier modo, y el hombre que había tocado a su puerta era calvo, miope y bien afeitado, y estaba vestido como un gerente de banco.
-Abre tranquila -le dije-. Soy Miguel.
Aun después de que me examinó con atención y me hizo entrar, seguía mirándome con cierta reticencia. Antes de saludarme había puesto la radio a todo volumen para impedir que nuestra conversación fuera escuchada en las habitaciones contiguas o grabada con micrófonos ocultos. Pero estaba tranquila. Había llegado una semana antes con su equipo de tres personas, y ya tenían las credenciales y permisos para trabajar, gracias a los buenos oficios de su embajada, cuyos funcionarios ignoraban, por supuesto, cuál era nuestro verdadero propósito. Más aún: ya habían empezado a filmar a los altos funcionarios del régimen que asistieron noches antes a una representación de gala de Madame Butterfly ofrecida por la Embajada italiana en el teatro Municipal. El general Pinochet había sido invitado, pero se excusó a última hora. Sin embargo, el equipo gala fue muy importante para nosotros, porque así se estableció de un modo oficial su presencia en
Santiago, y sería visto por las calles sin ningún recelo en los días siguientes. Por otra parte, el permiso para filmar en el interior del palacio de la Moneda estaba ya en trámites, y quienes lo solicitaron habían recibido seguridades de que no habría ningún obstáculo.
La noticia me entusiasmó tanto que quise empezar a trabajar de inmediato. De no haber sido por el toque de queda, habría pedido a Grazia que despertara al resto del equipo para que nos fuéramos a dejar el testimonio de mi primera noche de regreso. Hicimos planes concretos para empezar a filmar desde las primeras horas, pero coincidimos en que el resto del equipo no debía conocer el programa con anticipación y debía creer que era ella quien los dirigía. Grazia, por su parte, no sabría nunca
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que había otros dos equipos trabajando en la misma película. Habíamos avanzado mucho, tomando sorbos de grappa, un aguardiente italiano a fuego vivo que ella llevaba siempre, casi como un amuleto, cuando sonó el teléfono. Ambos saltamos al mismo tiempo, y Grazia lo cogió al vuelo, escuchó un instante y volvió a colgar. Era alguien de la recepción del hotel que pedía bajar el volumen de la música porque un huésped de los cuartos contiguos había llamado para quejarse.
Un pavoroso silencio para recordar
Habían sido demasiadas emociones para un solo día. Cuando volví a mi habitación, Elena navegaba en un sueño apacibie, pero había dejado encendida la luz de mi mesa de noche. Me desvestí sin ruidos, preparándome para dormir como Dios manda, pero fue imposible. Tan pronto como me tendí en la cama tomé conciencia del silencio pavoroso de la queda. No puedo imaginarme otro silencio igual en el mundo. Un silencio que me oprimía el pecho, y seguía oprimiendo más y más, y no terminaba nunca. No había un solo ruido en la vasta ciudad apagada. Ni el ruido del agua en las cañerías, ni la respiración de Elena, ni los propios ruidos de mi cuerpo dentro de mí mismo.
Me levanté agitado y me asomé por la ventana, tratando de respirar el aire libre de la calle, tratando de ver la ciudad desierta pero real, y nunca la había visto tan solitaria y triste desde que llegué por la primera vez en los días inciertos de mi adolescencia. La ventana estaba en un quinto piso, y daba a un callejón sin salida de muros altos y chamuscados, por encima de los cuales sólo se veía un pedazo de cielo a través de una neblina cenicienta. No me sentí en mi tierra, ni siquiera en la vida real, sino como un criminal cercado dentro de una de las viejas películas invernales de Marcel Carné.
Doce años antes, a las siete de la mañana, un sargento del Ejército. al frente de una patrulla, había soltado sobre mi cabeza una ráfaga de ametralladora, y me ordenó incorporarme al grupo de prisioneros que iban arreando hacia el edificio de Chile Films, donde yo trabajaba. La ciudad entera se estremecía con las cargas de dinamita, los disparos de armas largas, los vuelos rasantes de los aviones de guerra. El sargento que me había detenido andaba tan ofuscado que me preguntó qué estaba pasando. "Nosotros somos neutrales", decía. Pero no supe por qué lo decía ni a quién incluía en el plural. En un momento en que nos quedamos solos me preguntó:
-¿Usted es el que hizo El chacal de Nahualtoro?
Le contesté que sí, y pareció olvidarse de todo, de los tiros, de las cargas de dinamita, de las bombas incendiarias en el palacio de los presidentes, y me pidió que le explicara cómo se hace para que a los falsos muertos de las películas les salga sangre por las heridas. Se lo expliqué y pareció fascinado. Pero casi en seguida volvió a la realidad.
-No miren para atrás -nos gritó- porque les vuelo la cabeza.
Hubiéramos creído que era un juego de no ser porque minutos antes habíamos visto los primeros muertos en la calle, un herido desangrándose en una acera sin auxilio de nadie, bandas de civiles rematando a garrotazos a los partidarios del presidente Salvador Allende. Habíamos visto a un grupo de prisioneros de espaldas contra un muro, y a un pelotón de soldados que fingían fusilarlos. Pero los mismos soldados que nos conducían preguntaban qué estaba pasando, e insistían: "Nosotros somos neutrales". El estruendo y la confusión eran enloquecedores.
El edificio de Chile Films estaba rodeado de soldados con ametralladoras emplazadas en trípodes y apuntando hacia la entrada principal. Un portero de boina negra, con la insignia del Partido Socialista, salió a nuestro encuentro.
-Ah -gritó señalándome-, ese caballero, el señor Littín, es el responsable de todo lo que ocurre aquí.
El sargento le dio un empujón que lo tiró por tierra.
-Váyase a la mierda -le gritó- No sea maricón.
El portero se puso en cuatro patas, aterrorizado, y me preguntó:
-¿No se toma un cafecito, señor Littín? ¿Un cafecito?
El sargento me pidió que averiguara por teléfono lo que estaba pasando. Traté de hacerlo, pero no logré comunicación con nadie. A cada instante entraba un oficial que daba una orden, y luego otro que daba la orden contraria: que fumáramos, que no fumáramos, que nos sentáramos, que nos pusiéramos de pie. Al cabo de una media hora llegó un soldado muy joven y me señaló con el fusil.
-Óigame, sargento -dijo-, ahí está una señorita rubia preguntando por este caballero.
Era la Ely, sin duda. El sargento salió a hablar con ella. Mientras tanto, los soldados nos contaron que los habían sacado desde la madrugada, que no habían desayunado, que tenían orden de no aceptar nada, que tenían frío, que tenían hambre. Lo único que pudimos hacer por ellos fue dejarles nuestros cigarrillos.
En ésas estábamos cuando el sargento volvió con un teniente que comenzó a identificar a los prisioneros para llevárselos al estadio. Cuando me tocó el turno, el sargento no me dio tiempo de contestar.
-No, mi teniente -le dijo a su oficial-, este señor no tiene nada que ver, vino aquí a presentar un reclamo porque unos vecinos le destrozaron a palos el automóvil.
El teniente me miró perplejo.
-¿Cómo puede ser tan huevón para reclamar nada en este rnomento? -exclamó- ¡Mándese a volar!
Eché a correr, convencido de que me iban a disparar por la espalda con el eterno pretexto de la ley de fuga. Pero no fue así. La Ely, a quien un amigo le había dicho que me habían fusilado frente a Chile Films, venía a recoger el cadáver. En varias casas de la calle estaban izando banderas, que era la clave acordada para que los militares reconocieran a sus partidarios. Por otra parte, ya habíamos sido denunciados por una vecina que conocía nuestra relación con el Gobierno, mi participación entusiasta en la campaña presidencial de Allende, las reuniones que se hacían en mi casa mientras el golpe militar iba haciéndose inminente. De modo que no volvimos a casa, sino que pasamos un mes cambiándonos de un lugar a otro, con los tres niños y las cosas más indispensables, huyendo de la muerte que nos pisaba los talones, hasta que el cerco se hizo tan asfixiante que nos metió a la fuerza por el túnel del exilio.
Mañana, tercer capítulo: También los que se quedaron son exiliados.
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