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Tribuna:En los 80 años del Nobel de literatura
Tribuna
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Canetti, en la penumbra

Alguien escribió en alguna parte que editar, cuando se edita por motivos culturales más que comerciales, es constituir una biblioteca personal. La vieja discusión sobre qué libros llevarse a la isla desierta, esa isla lejana y aislada en la que transcurrir el resto de los días mientras el mundo se viene abajo, admite una respuesta similar. Uno ha de llevarse su biblioteca personal. Pero en ambos casos se cae en la petición de principios, pues subsiste el problema de decidir cuál es la biblioteca personal que uno mismo escogería entre las infinitas bibliotecas posibles, cuya totalidad es esa infinita biblioteca de Babel imaginada por Borges. Sobrevivir en una isla desierta, como editar por razones culturales más que comerciales, requiere una gran dosis de confianza y un mínimo de habilidad para rodearse de elementos que ayuden a vivir. La biblioteca personal de un editor cultural más que comercial contiene un poco de todo, desde luego, pero en ella figuran algunos libros que no sólo instruyen y proporcionan el placer sensual de la lectura, sino que ayudan a vivir.Uno de esos libros de mi biblioteca personal es Masa y poder. Esta obra, con la que di por razones fortuitas y gracias a un amigo americano que tuvo la buena idea de aconsejármela hace ya 15 años, me ayudé a vivir, y sigue ayudándome, por vías poco ortodoxas. En el mejor sentido de la palabra, me ayudó a envejecer (en cuanto envejecer significa ir ensanchando el enfoque personal, abarcar cada vez más mediante un sabio distanciamiento de los árboles que puedan ocultar el bosque). Probablemente este movimiento hacia atrás, o hacia arriba, tenga un vínculo íntimo con la acción de conocer, en cuyo Zaso se podría decir que envejecer, en el mejor sentido de la palabra, es conocer.

Otro modo de encarar el proceso sería el de tratar de comprender la esencia del informarse y del formarse, y zanjar claramente la diferencia entre la adquisición de información y la acción de darse forma, como diferencia entre juventud y vejez. Este ángulo tiene la paradójica ventaja de adjudicar al envejecimiento una de las cualidades que por antonomasia se le adjudica a la etapa más joven del ser pensante: la capacidad de formarse. Visto así, el Ebro en cuestión tiene la milagrosa virtud de rejuvenecer el espíritu.

Pero el hecho fortuito por el que llegué a este tomo tuvo secuelas. El mismo amigo americano que me lo proveyó, me dio a leer, acto seguido Auto de fe. La diabólica técnica narrativa que se revela en la primera página, por la que mediante un diálogo entre un adulto y un niño se escudriña no ya la psique del protagonista, sino su anatomía espiritual no es sino la expresión de un genio literario. Lo importante para un editor cultural más que comercial como para quien ha de sobrevivir en una isla desierta, viene luego, cuando esa despiadada mirada indiscreta en las vísceras espirituales del protagonista resulta ser mucho más: algo como un minucioso mapa de un rasgo propio no ya del protagonista, sino de una determinada especie de ser humano. A partir de esas dos obras, mi suerte estuvo echada. Y cuando puse en marcha mi propia editorial, lo primero fue pedir os derechos de los libros de Canetti para la lengua castellana inexplicablemente disponibles en 1973.

Con la concesión de estos derechos Regó a mis manos El otro proceso de Kafka. En este caso, el proceso cognoscitivo era inverso. En lugar de escudriñar las vísceras espirituales de un personaje y llegar a cartografiar un rasgo propio de un segmento de la especie humana, la pesquisa se autoacotaba limitándose a cristalizar, poco a poco y a partir de los elementos escasos de un epistolario, la diamantina representación del creador Eterario más asombroso de nuestro siglo. Luego fue La lengua absuelta y, después del Nobel, La antorcha al oído, las dos primeras entregas de unas confesiones que me dejaron atónito. Mi reacción primera fue de pudor, como la que el mismo Canetti sintió ante las cartas a Felice. Del pudor, y no sin hacer acopio de valentía, pasé a la experiencia de una insólita impotencia ante una ferocidad singular (singular por su aspecto ostensiblemente seductor). Pintar la propia infancia, la propia adolescencia, y hacerlo a la vez con la filosa frialdad del cirujano y la roma aprensión del paciente, no me pareció fácil ni frecuente. Había en ello, o por encima de ello una preocupación por curar que se da en ciertos médicos en los que se deduce, se adivina, se concibe una intensa carga de ternura.

Y ahora es El juego de ojos, nuevamente con la ferocidad introspectiva de la confesión. Se me ha preguntado por qué no he editado yo los otros libros de Canetti (los ensayos, La provincia del hombre, Las voces de Marrakesh). Eso es sólo con secuencia del reducido tamaño de mi editorial y la imposibilidad de jugarlo todo a un solo autor. He editado todo lo que he podido, de 1976 a 1981, antes de que a Canetti se le prenúara en Estocolmo, sin grandes resultados comerciales. Mi deseo hubiera sido que algún otro editor preferiblemente más grande que yo se animara a editar algún Ebro de Canetti, con lo que posiblemente mis propias ediciones habrían con seguido cifras de venta menos bochornosas, arrastradas por la publicidad que, me decía a mí mismo, mi competidor hubiera hecho y que a mí, por razones financieras, me estaba vedada. No tuve esa suerte. Tuve, es verdad, un dulce desquite el 15 de octubre de 1981, cuando se falló el Nobel. Y ahora sí, sin vacilar, editaré en castellano, si no desfallezco, todo lo que Elías Canetti edite en su alemán.

Traducir a Canetti

Traducir a Canetti, ya se sabe, es extremadamente difícil. Sus traductores dan fe de ello, y no debe extrañar que en lenguas tan difundidas como el francés no se le haya hecho siempre justicia. Desde mi ángulo editorial, sólo puedo decir que he pasado largas e inolvidables semanas ante una frase de la que no estaba del todo convencido, cotejando ediciones en varias lenguas y diccionarios de vario tipo, ensayando giros y variantes, conversando largamente por teléfono con el traductor, que terminaba a veces por remitir el problema al propio autor. Estoy seguro de que mis ediciones son el resultado de haber hecho todo lo que había por hacer, si bien estoy menos seguro de que el resultado sea uniformemente satisfactorio.

Un editor de Canetti, si encuentra la aprobación de Canetti, tiene buenos motivos para considerarse justificado en sus desvelos. La recompensa, aunque se hizo esperar, llegó cuando, de manera del todo inesperada, Canetti obtuvo el Nobel. Fue entonces que los largos años de inversión, de trabajo y de espera fueron premiados con la extraordinaria posibilidad de conocer personalmente al autor.

Fue en Estocohno, en diciembre de 1981, y el encuentro tuvo lugar al pie de la suntuosa escalera del Grand Hotel. Con paso rápido, un grueso abrigo y un gorro de astracán gris, Canetti descendía evidentemente para salir a la calle. Lo detuve y me presenté. Más bien bajo, de ojos pequeños y mirada penetrante, con gestos secos y enérgicos me dio la mano diciéndome que lamentaba no poder conversar ahí mismo conmigo, pues lo esperaban. Le presenté a nú mujer y se quitó el gorro de astracán. Su cabello sutil, lacio y blanquísimo literalmente irrumpió en el vestíbulo del hotel como una Bamarada de hielo. Nos dimos cita en su habitación para el día siguiente.

Sentados a uno y otro lado de una pequeña mesa, conversamos casi una hora. Le mostré mis últimas ediciones de su obra y, mientras conversábamos, sucedió algo que hasta hoy me sorprende: a medida que íbamos cambiando de tema, Canetti cogía tal o cual libro y me lo dedicaba; y las dedicatorias, que releo hoy con un narcisismo que no quiero disimular, correspondieron, una a una, no ya al libro en cuestión, sino al tema de nuestra conversación en ese momento. Y como si este hecho curioso no bastase, el orden en que iba dedicándomelos coincidía exactamente con el de su aparición.

De pronto, en medio de la conversación, le oí echar pestes de una traducción de La lengua absuelta. "En la primera página, mire usted, en la primera página, ponen Karlsruhe, en lugar de KarIsbad. ¿Qué tiene que ver Karlsruhe, dígarne usted, con Karlsbad? ¡Bad, bad, aguas, tiene que ver con aguas, y esta gente me pone Karlsruhe!". Un sudor frío me corrió por el espinazo, pues no recordaba si en mi propia edición decía lo uno o lo otro. Con cierto disimulo cogí el ejemplar de mi edición que había sobre la mesa, pero Canetti no me dio tiempo a mirar. Sonriendo, me quitó el libro de las manos, dijo que estaba muy bien y me lo dedicó. El lector de estas líneas ha de imaginar no ya mi alivio, sino mi asombro ante la detenida atención con que el autor había examinado cada edición extranjera de sus libros.

Asediado por la Prensa internacional, refugiándose en su casa de Zúrich, donde vivió largas semanas atrincherado con su esposa y su hijita de nueve años, no fue sencillo conseguir, un par de meses más tarde, que me recibiera. Muy susceptible a la eventualidad de que nuestra conversación se tradujera en una entrevista -que no concedió a ningún periodista del mundo-, cuando por fin estuvimos a solas a uno y otro lado de su desnuda mesa de trabajo, sus cabellos blancos y su mirada penetrante me desarmaron y no supe cómo empezar una conversación que, una vez comenzada, duró cinco horas. Canetti no quiere entrevistas, y no contaré hoy nuestro diálogo. Sólo diré que en enero en Suiza a las cinco de la tarde ya es de noche; que enfrascados en la charla no encendimos ninguna luz; que por la ventana entraba apenas la oscuridad violeta del cielo invernal, y se veían iluminadas algunas ventanas en los que la humanidad preparaba cenas, miraba o dormía ante la televisión, estudiaba o dialogaba o no dialogaba; y que, impertérritos, sin vemos las caras, Canetti y yo viajábamos muy lejos de allí, auténticas máscaras acústicas comunicándose por el timbre de voz y los silencios. Quizá, por encima de todo éxito editorial, ese momento, ese singular instante lúcido en la penumbra, sea mi premio Nobel personal, que acepté gustoso y que atesoraré para siempre.

Mario Muchnik es editor de Canetti en castellano.

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