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Los 'padres' de la plaza de Mayo

La angustiosa búsqueda del lujo que 'desapareció' en la larga noche argentina

Guillermo Leguía tiene ahora unos 60 años. Ya no es aquel futbolista famoso y vivaz que varias veces jugó en la selección nacional argentina e incluso ganó algunos campeonatos. Ahora es el empleado común de una empresa para la que trabaja las horas reglamentarias, pero, ante todo, un hombre que busca desesperadamente a su hijo.Trata de imaginarlo, con siete años más, entre cuantas personas se cruzan en su vida, no sabe si con barba, más alto o más delgado, ignorando la nueva expresión: en tan larga ausencia, ese hijo, si aún vive, puede ser tan distinto como para parecer otro, pero Leguía trata de identificarlo en la calle, deteniéndose con un sobresalto cuando algún transeúnte le devuelve el aire familiar de esa familia rota, la imagen del hijo perdido que se puede haber trastornado con el secuestro, "porque a muchos los volvieron locos y los dejaron sueltos por la calle".

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¿Dónde y cómo estará su muchacho? ¿Cuál será su rostro, sus emociones? ¿Fue torturado, lo sigue siendo ahora, cómo ocurrió vive, ha muerto? Leguía aún recuerda entre lágrimas aquella noche de 1976 cuando irrumpió en la casa familiar un grupo armado de enmascarados que les cegó con focos, les golpeó y amordazó luego, dejándoles en la habitación sin que ninguno supiera qué había ocurrido ni por qué. Tardaron muchos minutos en comprobar que habían sido abandonados, que estaban realmente solos. Leguía consiguió liberarse, luego a los demás, pero el hijo ya no estaba allí Nunca más se supo de él.

"Antes había leído algo sobre desaparecidos pero no me había preocupado especialmente, nunca pudimos imaginar que la represión era tan salvaje. De haberlo sabido no se hubieran llevado a mi hijo: nos hubieran tenido que matar primero, y hubiéramos sufrido menos".

Los padres de los desaparecidos circulan cada jueves alrededor del obelisco de la plaza de Mayo. Acompañan con el mismo riesgo a las madres a quienes en cierto modo también han perdido: desde que desaparecieron sus hijos, ellas enarbolaron una lucha común, enérgica y arriesgada, pública, sin retiradas, mientras los padres, tirando del mismo carro, se peleaban en ministerios y centros oficiales exigiendo una razón a los secuestros.

Nunca una respuesta: "Se llegó a tal aberración que incluso se abrió una oficina especial para desaparecidos, para la que había que pedir un número como en los hospitales, y a todos nos respondían con el mismo informe, a multicopista". Otras veces les pedían dinero ("si un desaparecido era negociable, se negociaba"), y en la mayoría de los despachos se les ignoraba porque ellos acudían sólo a tenor del rumor de que un militar o un clérigo les iba a recibir con mayor atención, y para tan frustrado encuentro recopilaban documentos, hábeas corpus, testimonios y datos con los que albergaban la esperanza de un reencuentro, del final de la pesadilla. Los seis o siete años transcurridos desde entonces, viviendo a cada momento la imagen de aquella noche del secuestro, rebuscando tarde a tarde en la librería del hijo que ya no está, en la foto que se conserva como única reliquia, en la voz histórica del magnetófono, en la confidencia del amigo, en el ahogo de una lejana y trivial culpa, ha ido devorando sus vidas. Ahora, los padres saben que no tienen otro objetivo hasta la muerte: "Vivos los llevaron; vivos los queremos".

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Antonio, un navegante jubilado que no estaba en Buenos Aires cuando levantaron a su hija en plena calle, la busca afanosamente, "es una persona que me falta". Su mujer falleció de la pena, al poco tiempo, y con ella, algo del propio Antonio, "pero no es lo mismo ver muerta a una persona que imaginarla no sabes dónde ni cómo. ¿Quién puede decirme que realmente murió mi hija? ¿Quién puede demostrármelo? Sigo hablando de mi hija como si estuviera viva, y la espero. No me avergüenzo de nada porque es una desgracia que me ocurrió, como a tantos otros...".

Miguel, un pequeño industrial que ha perdido "toda ilusión por el trabajo", se ha movido como pocos en busca de su pibe de 18 años, incluso presenciando el levantamiento de cadáveres de una fosa común de entre los 280 campos clandestinos descubiertos recientemente. Ahora, desaconseja a los demás padres que hagan lo mismo: "No lo olvidaré mientras viva. Cada cosa que sacan de allí es tu propio hijo: cualquier hijo es el tuyo". Y relata, sin morbo, la terrible visión de trozos de cuerpos atados con cables de púas, a veces sin manos, otras sin pies.... Se estremece: "Hay un límite de aguante. Cuando contemplas algo así, te das cuenta de que algo falla en el ser humano porque no es posible llegar a tal aberración: sólo puede ser producto de enfermos, drogados o retenidos en un manicomio. A mí no me van a dar un saquito de huesos diciendo que es mi hijo, porque se sabe que existió un fichero con la ruta de cada detenido, explicando por qué se le detuvo qué declaró, quién lo interrogó dónde lo llevaron luego; y si ese fichero ha desaparecido, debe haber un culpable".

Y te hablan de España, de su millón de muertos, "pero en Argentina todo fue distinto porque nadie, se atrevió a dar la cara. Los responsables se disfrazaban y hasta cambiaban de nombre para cometer sus delitos. De todas formas, se les conoce, y siguen en libertad. Si el problema de origen fue el de una gran cobardía, ahora sigue siendo el mismo".

El terror organizado

"Organizaron perfectamente el terror y la impunidad. Es un crimen perfecto", señala Santiago, un antiguo industrial hijo de emigrantes polacos, que añora a aquella hija que desapareció poco después de editar, por cuenta del Estado, un informe sobre los recursos energéticos de Argentina: "Cuando entraron en mi casa, buscaban afanosamente ejemplares de aquellos tomos". Se ha arruinado en la búsqueda del ser querido, buscando incluso en otros países, sabiendo que en algún lugar debe estar la respuesta: "Desde hace cientos de días, morimos cada noche para volvernos a despertar en la madrugada, pero sólo cejaré cuando coloquen el último tornillo sobre mi ataúd".

Organizaron en su periplo una demanda ante las embajadas; La española no fue precisamente la que mejor les atendió: "Una señora nos recibía no como si fuera un filtro, sino como un impenetrable muro". Hijos de españoles muchos de estos padres, o españoles ellos mismos, vieron una vez más frustradas sus esperanzas cuando la embajada española desestimaba sus ruegos de que investigaran. En cualquier caso, no fue la última. Miguel se adentró incluso por la embajada de Estados Unidos, y allí recibió la respuesta más sorprendente: "Si usted fuera estadounidense, le podríamos ayudar", con lo que Miguel se quedó espantado de su situación: "Mi desgracia, entonces, es ser argentino".

Pero les queda, sobre todo, su frustración ante los representantes del gobierno español, y lo manifiestan, unánimes y seguros.

Muchos de estos padres no se conocían previamente, incluso no se habían contado sus casos particulares, hasta esta tarde de invierno en que nuevo se reúnen alrededor de un periodista. No se preguntaron nunca por ideologías políticas, creencias religiosas o medios de vida. Desde el principio, les unió la desesperación, y ahora, inscritos en algunas de las ocho asociaciones pro derechos humanos que existen en Argentina, se reúnen cada jueves, tras la manifestación de la plaza de Mayo, en algún local que les prestan, quizá para nada, sólo contarse las últimas investigaciones de cada uno, hermanados en la desesperación, darse calor, oírse su propia historia en boca de otro, en esa sensación colectiva de que cada día se quedan un poco más solos: "A veces la familia nos aparta, la sociedad nos aparta. Somos los leprosos de la sociedad porque estamos mendigando a nuestros hijos".

El 90% de los desaparecidos eran jóvenes. Por eso Vicente, este padre de pelo blanco, enérgico y sincero, dice: "Con una gran angustia, tengo el alto honor de tener un hijo desaparecido porque quienes desaparecieron eran jóvenes pensantes que querían que la patria cambiara, que no hubiera hambre ni miseria. Repartían medicamentos, iban a los barrios obreros, se reunían para hablar de esas cosas. Nunca desapareció un mongólico". Y ahora, Vicente recuerda arrepentido la verdad de aquella declaración que hizo ante los que asaltaron su casa: "Soy peronista y de Acción Católica". En la larga ausencia del hijo, ha reflexionado, reviviendo lo que el muchacho quizá nunca le contó: "Tiene que saber el mundo que la gente que utilizaba armas eran los mismos que colocaban bombas o se llevaron a nuestros hijos. La subversión la crearon ellos".

Tienen una meta común: "No hablamos con odio, sino con la realidad. Queremos justicia y, en verdad, más por la sociedad argentina que por nuestro tema. A nosotros nos preocupa encontrar vivos a nuestros hijos, pero para la Argentina del futuro será terrible que no se castigue a los culpables. Nuestra sociedad está enferma. No se puede decir que se curó la rabia con todos los perros rabiosos sueltos por la calle. Ahora parece que con haber colocado un voto en las urnas se han acabado los problemas. Nos preguntan si no estamos ya conformes con el Gobierno constitucional, pero nosotros no queremos desestabilizar la democracia, sino al contrario: queremos defenderla con la justicia y la verdad, pero no negociando a nuestros hijos. Nos los deben devolver vivos y explicarnos qué les hicieron, de qué fueron culpables, y si no hicieron nada, que paguen los responsables por sus bárbaros crímenes. Queremos saber dónde están nuestros hijos y no nos importa morir hasta saberlo".

"Nuestra lucha es la verdad"

A algunos de ellos les retumba la voz telefónica que se despedía, noches, semanas después de la desaparición: "Les quiero mucho. Nunca más me verán". A otros les tortura la angustia de no saber si aquel rumor de que alguien había visto al hijo querido en un cuartel o un campo de concentración ("No se preocupen: está bien, pero no puedo decirles nada más") sigue pudiendo ser cierto o era sólo un método más de agotarles. Todos cambiaron su vida, su pensamiento, su coraje, pero ahora no dudan: "Nadie puede estar en contra de nuestra lucha porque nuestra lucha es la verdad: nos faltan nuestros hijos".

"Nos han basureado, nos han maltratado, nos hemos arrodillado si ha hecho falta, hemos llorado implorado y mendigado. Pero llegará un día, si la situación no se arregla, en que tendremos que buscar otro camino. Si fracasan la ley, la justicia y la democracia, ello quiere decir que todo es artifical. Defenderemos a Alfonsín porque es lo mejor que nos ha podido ocurrir. Si fuera necesario, volveriamos a poner el pecho a los militares, como ya lo hemos hecho tantas veces en la plaza de Mayo mientras muchos no aparecían por allí. Pero sin negociar a nuestros hijos".

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