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Tribuna
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El apagón de los iluminados

Tanto entusiasmo ha provocado, no sólo en Argentina, sino en todo el mundo civilizado, la capitulación de la dictadura, que aún no ha habido tiempo de evaluar objetivamente la nueva situación ni medir los verdaderos alcances de su rasgo más original, destinado quizá a tener impredecibles repercusiones en el espacio político de América Latina. Me refiero fundamentalmente a la equiparación de la tortura al asesinato cualificado y al anunciado castigo con prisión perpetua "cuando origine la muerte del atormentado o le suponga lesiones de carácter irreversible". No sé de otro país que haya diseñado una norma tan palmaria sobre el espinoso tema, y menos aún de un gobernante que haya instrumentado tan rápidamente su aplicación. Si Sartre calificaba la tortura como "una viruela que devasta toda nuestra época", las nuevas y legítimas autoridades argentinas parecen haber descubierto algo que parecía imposible: una vacuna contra esa viruela.Tanta dificultad entrañaba el descubrimiento, que para hacerlo realidad se hizo necesaria la derogación de una infamente ley de autoamnistía; que 25 generales, entre los cuales ocho de división, pasaran de un solo envión a la reserva, y, por último, que fueran sometidos a juicio sumario nada menos que los integrantes de las tres primeras juntas militares que gobernaron el país desde el golpe perpetrado en marzo de 1976. En cuanto a la subversión, lo nuevo no está en su condena (también había sido perseguida por la dictadura, que, como es habitual en este tipo de Gobiernos, incluía indiscriminadamente en tal calificativo a buena parte de los opositores); lo nuevo está en la seguridad de que cada detenido será juzgado con todas las garantías, tendrá derecho a su abogado defensor y no será víctima de torturas ni desapariciones. Hay que reconocer que la parte realmente original de las nuevas medidas es su severidad hacia los torturadores. A éstos, en los países latinoamericanos que soportan dictaduras militares, en algunas ocasiones se los reprueba, pero raras veces se los castiga. Los mismísimos Estados Unidos son condescendientes con ellos, quizá porque desde hace años los adiestran en la zona del canal. Con tan poderoso visto bueno, esos verdugos profesionales, entre tortura y tortura, llenan su tiempo jurándole al mundo que respetan los derechos humanos. De modo que este llamar a las cosas por su nombre, a cargo de Alfonsín, es un verdadero y estimulante escándalo.

Bien es cierto que en Argentina tuvo lugar la experiencia de dictadura castrense más vulnerable y autocorrosiva de todo el continente. No es común que un Gobierno, por despótico que sea, alcance simultáneamente tantos objetivos: una cifra, de desaparecidos que llega a 30.000; unas cotas de tortura difícilmente superables; una. inflación anual de un 600% el estruendoso colapso de la economía y la mayor deuda externa (la friolera de 40.000 millones de dólares) de toda su historia. Por sí todo eso no bastara: una guerra perdida, no tanto por la capacidad de respuesta del enemigo, como por la irresponsabilidad, la ineficacia, la frivolidad, la auto suficiencia, la actitud pusilánime y hasta la embriaguez (de triunfalismo y de whisky) de sus altos jefes. Hoy el pueblo argentino los aborrece y no pierde ocasión de transmitirles ese plausible sentimiento. El hecho de que el último presidente, el general Bignone (que por lo menos tiene el atenuante de haber servido de bisagra para la restauración democrática), haya tenido que abandonar la Casa Rosada por una puerta espuria, es todo un símbolo del descrédito de esas fuerzas armadas.

Una jofaina para Macheth

No obstante, si bien Argentina fue en cierto modo una exageración y, en los últimos y penúltimos tiempos, casi una caricatura del despotismo, todos esos rasgos, con lógicos desniveles, variantes y matices (la única excepción es el problema de las Malvinas), pueden también ser detectados, en Chile y Uruguay, donde el sonoro rechazo a las respectivas dictaduras es un ejercicio cotidiano. Chilenos y uruguayos han perdido el miedo y ganado orgullosamente la calle. En Montevideo, por ejemplo, tras el acto del 27 de noviembre, con 400.000 asistentes en una ciudad de poco más de un millón, el presidente, Gregorio Álvarez, pronunció un discurso ante las cámaras de televisión, apelando a un lenguaje brutal que excedió en mucho el hasta entonces usado por sus pares. En él habló de patricios laureles que, "con todas sus sacrosantas evocaciones, han sido revolcados en el más nauseabundo de los barros" (sic) y convocó al pueblo "a un estado de alerta cívico". La convocatoria tuvo inmediata respuesta, ya que fue casi imposible escuchar el final de la pieza oratoria en medio de las cacerolas antidictatoriales que atronaron el espacio ciudadano.

Es evidente que en la cúpula militar produjo indignación y desconcierto el hecho de que la muchedumbre del 27, congregada para escuchar la proclama de todos los partidos de oposición, leída por el actor Alberto Candeau, se pronunciara a voz en cuello contra los 10 años de poder militar y anticonstitucional. La cólera fue enorme, de eso no cabe duda; no tanta, sin embargo, como para decidirles a convocar un acto igualmente público de apoyo a su gestión.

El cambio operado en Argentina ha exteriorizado por fin lo que en la última década ha sido un rumor constante, clandestino y unánime en el Cono Sur: los Gobiernos militares han sido sencillamente un desastre, no sólo para la oposición, sino para el país entero. Desde el punto de vista económico, estos profanos feligreses de la escuela de Chicago han llevado a sus respectivos países a la quiebra. Dos economistas británicos acaban de revelar que Milton Friedman, el célebre inspirador de aquella escuela monetarista, manipuló los datos del período 1925-1955 a fin de que la realidad confirmara sus teorías. Siguiendo ese edificante ejemplo, las dictaduras conosureñas, que le proporcionaron a Friedman su más barato laboratorio experimental, manipularon también las realidades políticas para justificar la represión feroz. En el plano social, destruyeron la convivencia, que era un bien costosamente adquirido; instauraron el terror, diezmaron el ámbito universitario, corrompieron la Administración. En el plano cultural, hicieron lo posible y lo imposible por desalfabetizar a la población, desgajándola de sus escritores, sus artistas y sus propios gustos. No lo lograron, pero sí consiguieron desestabilizar la vida cultural, mediante la ruptura que significó el alto número de exiliados en este campo específico y la censura férrea para los que lograron permanecer en el país.

Definitivamente, no sirven. Ni siquiera fueron útiles para ciertos sectores del latifundio, la burguesía industrial y la banca privada, que en un comienzo apoyaron esa mano dura que tanto habían reclamado. Les llevó años aprenderlo, pero al final cayeron en la cuenta de que un país empobrecido, transido de temor, impedido de crear y de expresarse, frenado en sus derechos y libertades, nunca será negocio para nadie. Es cierto que en algunos períodos la liberalidad en las importaciones llenó las tiendas, los almacenes y las boutiques de costosos artículos, de aparatos de múltiple origen, pero la incontrolable crisis borró prácticamente del mercado a los eventuales compradores. Los Chicago boys nunca tienen en cuenta los Montevideo pockets.

Los militares argentinos se han visto conminados a entregar el poder, y sería bueno que, usando su experiencia en el ramo, prepararan un cementerio clandestino para enterrar el golpismo. No demorará mucho el desahucio para sus colegas chilenos y uruguayos, cada día más acorralados por la oposición civil. Lo lamentable no es por cierto que hoy o mañana cejen en su vano empeño autoritario, sino que hayan sido necesarios tan largos y trágicos años para que se convencieran de su ineptitud. Lo lamentable es que cuando por fin se retiran, lo que dejan tras de sí son las ruinas completas. Este repentino apagón de los generales iluminados, decretado por Raúl Alfonsín, por utópico que parezca, es después de todo un regreso al realismo. Y es importante que los pueblos latinoamericanos comprueben atónitos que aquellos entorchados aparentemente invencibles pueden convertirse en vulnerables cuando no saben resistir las tentaciones de la sevicia, el poder arbitrario, la corrupción y otros estragos.

Como bien señalara hace algunos días Maruja Torres en EL PAIS, ahora empezará una nueva corriente de exiliados, éstos sí merecedores, según ella, del despectivo mote de sudacas. No es improbable que alguna vez se crucen con los exiliados de izquierda, que en número apreciable irán regresando a sus patrias. Es obvio que los nuevos se diferenciarán de los antiguos en que vendrán con sus documentos en orden, no tendrán que mendigar contratos de trabajo ni enfrentarán problemas de vivienda. Francamente, no los imagino vendiendo baratijas en el Rastro o en el Ponte Vecchio. Y como por lo general (y por lo coronel) suelen ser previsores y habrán puesto con tiempo sus dólares a buen recaudo, su presencia significará una provechosa entrada de divisas, y hasta es posible que algunos medios de comunicación de muy fino oído dejen de reconocer el "evidente acento suramericano" en casi todos los asaltantes y atracadores.

Parece que el general Videla, a pesar de los buenos consejos de sus amigos, se ha negado a emprender el vuelo "refugiándose en su acendrada catolicidad" (lejana influencia de la Inquisición, tal vez), pero algún otro, como el general Camps, convicto y confeso de haber eliminado a 5.000 personas, debe haber estimado que, con semejante hoja de servicios, el refugio divino podía serle esquivo, y en consecuencia se resignó a abandonar el suelo patrio.

Realmente, cuando este nuevo exilio empiece a llegar a las costas europeas, los hoteles de cinco estrellas no darán abasto. Y es lógico que estos neodesplazados precisen adecuado alojamiento, ya que no vendrán sólo con sus familias y guardaespaldas, sino también con sus fantasmas. Y necesitarán como mínimo una hermosa jofaina para lavarse infructuosamente las manos, como Macbeth.

Ésa es otra diferencia con los antiguos exiliados: mientras que los de antes soñaban sus nostalgias, esta nueva migración deberá acostumbrarse a las pesadillas.

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