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Tribuna:TEMAS DE NUESTRA ÉPOCA
Tribuna
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Venganza o amnistía política en el Cono Sur

Cuando las sociedades civiles de Argentina, Chile y Uruguay -virtualmente todo el militarizado Cono Sur- comienzan a desperezarse de una larga siesta que el poder militar confundió con asentimiento, y que no fue otra cosa que esperar la hora oportuna y el lugar preciso para pronunciar su Fuenteovejuna contra el despotismo, expresados en el malvinazo argentino, las jornadas de protesta chilenas y el Primero de Mayo uruguayo, los usurpadores acorralados recobran rápidamente el olfato histórico y el instinto de conservación nunca perdido y se apresuran a proponer una purificadora autoamnistía de sus crímenes.Es oportuno, entonces, abordar el tema de la amnistía general y de la amnistía recíproca.

La primera es confundida desde la izquierda con el indulto, que si bien extingue la pena, mantiene el delito; mientras que la amnistía extingue también el delito, declarando, ficción legal mediante, que éste nunca fue cometido. Sus detractores de izquierda la confunden con el perdón, alegan que es una claudicación aceptar la clemencia de los verdugos. Confunden olvido con perdón, amnistía con indulto, acumulación activa de fuerzas que arranca la amnistía a los tiranos con el período ya superado de acumulación pasiva que sólo podía desembocar en un indulto no deseado. Por su parte, desde la derecha se confunde deliberadamente la amnistía con la autoamnistía o, dicho de otra manera, la amnistía irrestricta y amplia con amnistía para oprimidos y opresores, para torturados y torturadores.

La primera confusión entre amnistía e indulto es fácil de superar. La segunda, por su complejidad y carga emocional, genera profundas discrepancias en el seno de los procesos de apertura iniciados en sociedades que pugnan por desembarazarse del corsé y la tutela militar. La amnistía se instala en la génesis de la gran catarsis de la reconstrucción nacional, que tendrá lugar una vez que las élites armadas devuelvan las ruinas que aún quedan en los países que ocuparon con el pretexto de salvarlos de sus propios pueblos.

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Es por ello que, desde ahora, la sociedad civil, las mediaciones políticas, todos los sectores sociales deberían discutir sin falsos tacticismos, y en profundidad, la oferta autoamnistiadora de los dictadores. ¿Qué hacer con el terrorismo de Estado que asoló nuestras comarcas?

¿Qué castigo aplicar a quienes devastaron a sus propios pueblos con las armas que la nación les otorgó precisamente para defenderlos? ¿Qué averno destinar para quienes secuestraron y asesinaron masivamente a sus opositores, borrando incluso la identidad de sus pequeños hijos; para quienes convirtieron la tortura en práctica sistemática contra todo detenido, tuviera o no algo que ocultar; para quienes destruyeron física o psíquicamente a sus prisioneros, desarmados y confinados en virtuales campos de concentración; para quienes llevaron a cabo con inusuales sevicias un premeditado proyecto de exterminio para erradicar toda participación política en las sociedades que ocuparon?

Pero dejemos a los miserables con sus miserias y pasemos a ocuparnos de cómo evitar que éstas vuelvan a reproducirse.

América Latina ya experimentó en los últimos cinco lustros un modelo de castigo para sus opresores: mediante juicios sumarios en la Cuba revolucionaria y sin derramar una sola gota de sangre en la Nicaragua sandinista. ¿Habrá llegado la hora de experimentar una nueva vía punitiva y de sanidad nacional en los países sureños donde las tiranías retroceden? ¿Nos servirán de modelo las experiencias de Cuba y Nicaragua?

Abordemos, por tanto, la polémica teniendo en cuenta que la solución del problema dependerá en todos los casos de la correlación de fuerzas y no de la justicia, la razón o la ética de nuestros planteamientos.

"Ni olvido ni perdón", proponen con legitimación incuestionable tanto las víctimas de la demencia militar como vastos sectores sociales; mientras otros tantos -unos por razones tácticas ("A enemigo que huye, puente de plata"); otros por razones filosóficas ("Una patria sin odios"); los más, porque están hartos de esta década guiñolesca- proclaman el paradigma opuesto: clemencia y amnesia; o, dicho de otra manera, borrón y cuenta nueva. Y así surge el falso dílema de venganza o perdón.

¿Amnistía recíproca?

Este falso dilema inmerso en el seno de sociedades traumatizadas por la experiencia militar es necesario analizarlo en dos planos: el jurídico-político y el ético-social.

Veamos el primero. Los partidarios de la autoamnistía o del perdón para oprimidos y opresores, o de la amnistía recíproca, alegan que tanto violaron la ley los que optaron por la violencia contra el Estado como los que recurrieron a la violencia estatal, y, por tanto, ambos deben ser perdonados. La amnistía recíproca se basa -afirman- en la reciprocidad de situaciones. Este argumento, sin embargo, olvida que la mayoría de las víctimas son prisioneros de conciencia, es decir, ciudadanos procesados por el delito de opinión, por haber llamado dictadura a la dictadura, por críticar a las Fuerzas Armadas, por integrar partidos políticos legales hasta que irrumpieron los ejércitos de ocupación. Su situación debe resolverse mediante mero acto administrativo, sin necesidad de amnistía alguna, porque no violaron ninguna norma del Código Penal. Cómo es posible, entonces, afirmar la reciprocidad de situaciones entre estos prisioneros de conciencia -que son la mayoría de la población carcelaria- y sus implacables verdugos. La amnistía recíproca, por tanto, no puede proceder en estos casos. En cuanto a los casos restantes, procesados por delitos de naturaleza o intencionalidad política, o delitos comunes conexos a los delitos políticos, tampoco procede la reciprocidad. La violencia, partera de la historia, ha sido legitiniada por la humanidad cuando se aplica contra la tiranía, la opresión, la injusticia. La ideología demoliberal, denostada, más aún, no enterrada por el sistema capitalista hegemónico en América Latina, ha admitido en nuestras constituciones el derecho más sagrado de los pueblos: el derecho de rebelión. El mismo que utilizaron nuestros mejores hombres de la independencia en las gestas de la primera etapa de la aún inconclusa emancipación latínoamericana.

El párrafo 3 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos es claro al respecto: "Es esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de derecho, para que el hombre no se vea obligado, como último recurso, a la rebelión contra la tiranía y la opresión".

Los presos políticos -no los presos de conciencia-, aquellos resistentes argentinos, chilenos y uruguayos que violaron los códigos penales de sus países, lo hicieron luchando contra los gobiernos de facto, o contra las dictaduras constitucionales que los precedieron, o contra las desigualdades sociales y la pauperización de las grandes mayorías. Ante ellos se alzó una maquinaria bélica de inmenso poder destructivo que, apoyada por la complicidad del capital financiero y transnacional, transformó al demoliberal Estado de derecho en Estado criminal, perpetrando delitos de lesa humanidad como jamás antes habían conocido esos países.

¿Pueden asimilarse entonces los delitos políticos de los militantes populares contra la dictadura y la injusticia con los delitos de torturas, desapariciones, ejecuciones extrajudiciales cometidos por el terrorismo de Estado? El derecho internacional y el derecho nacional de todos los países legitiman el derecho de rebelión contra la opresión y, en todos los casos, condenan sin atenuantes toda forma de represión que recurra a la tortura, a tratos inhumanos o degradantes, a las desapariciones o a las ejecuciones extrajudiciales. Así lo determinan textualmente, no equiparándolos con los delitos políticos, el artículo 5 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos; los artículos 4, 6 y 7 del Pacto de las Naciones Unidas de 1966; la resolución del Consejo Económico y Social de la ONU sobre el trato a los detenidos; la declaración de las Naciones Unidas del 9 de cliciembre de 1975 contra la tortura; el artículo 3 de la Convención de Ginebra sobre el derecho humanitario de guerra.

Al no ser éstos delitos políticos, sino delitos o crímenes contra la humanidad, el derecho internacional los excluye del estatuto del refugiado político (artículo 1-F de la Convención de Ginebra relativa al estatuto de los refugiados), y también los excluye del asilo internacional (artículo 1 de la declaración sobre el asilo territorial adoptada por la ONU el 14 de dicier.ibre de 1967). Incluso se ha llegado aún más lejos, obligando el párrafo 7 de la resolución de la ONU del 3 de diciembre de 1973, a todos los Estados, a extraditar a los individuos que hayan cometido crímenes contra la humanidad. Para que no quedaran dudas sobre la diferencia señalada, las Naciones Unidas, el 26 de noviembre de 1968, declararon imprescriptibles los crímenes contra la humanidad.

Se podrá alegar que las torturas, desapariciones y ejecuciones extrajudiciales no son crímenes contra la humanidad. El genocidio sí sería un caso típico de crimen contra la humanidad. Y aunque en los casos que nos ocupan también existe el delito de genocidio político, cometido por Estados que han ejecutado y desaparecido extrajudicialrnente a decenas de miles de opositores políticos, lamentablemente -alegan los partidarios de la amnistía recíproca-, los asesinatos políticos en masa cometidos por el terrorismo de Estado no son admitidos como genocidio político por la convencíón internacional para la prevención y la sanción del delito de genocidio. Esta convención sólo protege y castiga a víctimas y victimarios del genocidio dirigido contra grupos nacionales, étnicos, raciales o religiosos.

Al respecto, la Comisión Internacional de Juristas presentó en enero de 1973 un informe a la División de Derechos Humanos de la ONU afirmando que "la definición de genocidio debe ampliarse para que incluya actos cometidos con intención de destruir total o parcialmente un grupo político como tal, así como grupos nacionales, étnicos, raciales o religiosos; la matanza de adversarios políticos desarmados es tan criminal como la matanza de estos grupos, y debería reconocerse así".

De todas maneras, si bien el genocidio político no está considerado en la citada convención, sí lo está, junto con "las torturas u otros actos inhumanos cometidos contra la población civil" en la ley número 1 del Consejo de Control, de 20 de diciembre de 1945, y en la resolución del 11 de diciembre de 1946 de la ONU, que consideró estos tratos inhumanos como crímenes contra la humanidad. Recientemente, un tribunal de EE UU dictaminó contra Peña en el caso Filártiga -un ciudadano paraguayo cuyo hijo fue asesinado por la dictadura de Stroessner- que la tortura realizada por funcionarios de gobierno es una violación al derecho internacional y que los torturadores encontrados en EE UU pueden ser juzgados allí, cualquiera que sea el lugar donde la tortura se consumó, siendo la primera vez que un Estado ha declarado unilateralmente que sus tribunales tienen competencía para juzgar en los casos de denuncias de torturas ocurridas en otros países.

Delitos contra la humanidad

En el reciente y relevante coloquio internacional organizado en Brasil por el Secretariado Internacional de Juristas por la Amnístía en Uruguay (SIJAU), con la participación de juristas de 14 países latinoamericanos y europeos, uno de los ponentes -el magistrado francés Louis Joinet, miembro de la subcomisión de Derechos Humanos de la ONU-, en una brillante y documentada exposición, afirmó que las torturas, desapariciones, ejecuciones extrajudiciales y otros delitos similares cometidos por los Estados pueden ser considerados delitos contra la humanidad, y por tanto imprescriptibles, siempre y cuando reúnan los siguientes requisitos: a) No tratarse de casos aislados producto de iniciativas individuales o errores estatales. b) Debe tratarse de hechos graves, como la tortura, cuya gravedad es manifiesta cualesquiera sean los procedimientos utilizados, ya que, según la resolución 3.452 de la ONU, "la tortura constituye una forma agravada y deliberada de las penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes". c) Debe tratarse de una práctica sistemática con fines racionales. d) Debe tratarse de un acto de soberanía estatal, y ésta se establece con sólo probar la abstención de las autoridades de tomar medidas destinadas a prevenir o suprimir estos actos, o cuando están al corriente de ellos, o cuando hay motivos razonables para creer que tales actos son cometidos. La existencia de grupos paramilitares cometiendo torturas, desapariciones y asesinatos, unidos a la ausencia de investigación y proceso contra ellos, constituye un índice probatorio de crimen de guerra. Tal es el alcance del célebre affaire del general japonés Yamashita, juzgado por el Tribunal de Tokio (327-US- 1 en 1945) y condenado, porque aunque no tuvo conocimiento directo de los crímenes de guerra cometidos por sus subordinados contra las poblaciones civiles, ningún esfuerzo serio había concretado para investigar, castigar o impedir la repetición de tales crímenes.

Cumplidas, según Joinet, estas cuatro condiciones, que obviamente se dan en los casos de terrorismo estatal aplicados por las dictaduras de Argentina, Chile y Uruguay, tales delitos son considerados crímenes contra la humanidad y no son, por tanto, asimilables a los delitos políticos que pretenden amnistiar.

Ya no puede haber dudas al respecto. El derecho internacional ubica las torturas y las desapariciones en los delitos contra la humanidad y no los confunde con los delitos políticos. Como tampoco confunde la violencia estatal para su defensa -arma contra arma- con los crímenes de lesa humanidad.

Al respecto, Joinet dice: "El derecho internacional sólo admite la violencia estatal para repeler la violencia contra el Estado; pero nunca admitirá la tortura, ni las desapariciones, ni las ejecuciones extrajudiciales, que reconoce en ciertos casos como crímenes de lesa humanidad, ni aun para defenderse. La violencia", agrega, "es ciertamente practicada por las dos partes, mientras que la tortura y las desapariciones son practicadas en un solo campo: el campo del Estado".

Juicio de organizaciones estatales

Por todo lo expuesto consideramos inaceptable la equiparación de los torturados con los torturadores. Los primeros, y sólo en algunos casos, cometieron delitos políticos, con todos los atenuantes e incluso legitimaciones ya observadas; los segundos no cometieron delitos políticos, sino sevicias reconocidas como crímenes contra la humanidad.

La reciprocidad no existe, como tampoco debe existir una amnistía recíproca. Y sí la amnistía recíproca no procede ni en derecho ni en justicia, ¿cuáles serían los criterios para juzgar los crímenes de lesa humanidad?

En primer lugar creemos que deben ser juzgados no sólo los dirigentes e inspiradores del terrorismo estatal, sino las organizaciones estatales que delinquieron. En los tribunales de Nuremberg fueron juzgadas por primera vez en el derecho internacional cinco organizaciones: la SS, la Gestapo, la SD, el Partido Nazi y el Estado Mayor alemán como tales.

En segundo término consideramos que también deben rendir cuentas a la justicia las corporaciones transnacionales y el poder económico que, al igual que los industriales del Tercer Reich, hicieron posible la desaparición del Estado de derecho demoliberal, transformándolo en un Estado criminal.

En tercer término, las dificultades probatorias en virtud del largo período dictatorial vivido, la desaparición de casi todos los indicios de culpabilidad y otras formas de ocultamiento obligan a invertir la carga de la prueba: los dirigentes del terrorismo estatal y los altos mandos son culpables hasta que demuestren lo contrario. De otra forma, la justicia sería burlada y la indignación popular contenida durante tantos años podría transformar la justicia en venganza.

En cuarto lugar, no somos partidarios de tribunales especiales. No deseamos acercarnos en manera alguna a la tentación de reproducir los tribunales militares que durante estos últimos años sustituyeron a la magistratura civil probando su falta de idoneidad, independencia e imparcialidad. Más que mecanismos aptos para dictar justicia se convirtieron en mecanismos de mando y obediencia, sujetos a disciplina en el interior de las propias Fuerzas Armadas.

Por tanto, defendemos el principio de las máximas garantías del debido proceso civil y ordinario a todos los inculpados, la defensa enjuicio y el respeto final a su vida, penando su conducta criminal con la mira puesta en su rehabilitación más que en su castigo.

La escena del comandante sandinista Tomás Borge explicándole a su carcelero y torturador, ya detenido, el proceso de reincorporación a la sociedad nueva a que sería sometido, más que como castigo como el derecho a vivir como el ser humano que nunca pudo ser, es más elocuente que cualquier consideración al respecto.

Formulaciones ético-sociales

Hasta aquí las consideraciones jurídico-políticas contrarias a la amnistía recíproca o autoamnistía de los militares y sus cómplices civiles. Analicemos ahora las formulaciones ético-sociales.

Las tesis de algunos sectores bien intencionados, ajenos a toda complicidad con las dictaduras, generalmente vinculados al humanismo cristiano, receptores ellos mismos de los excesos del poder factual, sostienen que "no existen santos por un lado y pecadores por el otro, y que todos somos en última instancia responsables de la gran tragedia: el que esté libre de culpa, que tire la primera piedra".

Sostienen que se trata de una guerra interna y no de una guerra entre naciones, y, por tanto, después de la guerra tendremos que seguir viviendo juntos, nos guste o nos disguste.

Y acto seguido acusan a quienes "esperan con espíritu revanchista cuando la tortilla se vuelva", señalando que sin reconciliación y sin perdón el enemigo seguirá siendo enemigo.

A tales tesis, que vienen prendiendo por diferentes razones en un tejido social traumatizado y deseoso de recuperar la paz perdida, les decimos que no se trata de superar el odio, la venganza o la ley del talión, sino de obtener la superación dialéctica entre oprimido y opresor. No se trata siquiera de aplicar los principios más elementales de la justicia humana ni de desahogar la legítima cólera de pueblos exterminados, sino de construir los avances sociales que no serán nunca posibles si la pesadilla vuelve a reproducirse.

El problema es ético, pero también es político. Y de lo que se trata es de evitar la reproducción de un fenómeno que tomó desprevenidas a estas sociedades. Y tal fenómeno no podrá ser erradicado si las mayorías, otorgando todas las garantías del caso, no emprenden una tarea de sanidad pública, reeducando lo educable y convirtiendo en inofensivo lo que ha probado ser altamente peligroso e irredento. Para que no vuelva la sociedad a ser sustituida por sólo una porción de ésta: sus Fuerzas Armadas.

¿Construiremos acaso una patria sin odio si por obra y gracia de la autoamnistía, por citar sólo un ejemplo, se prohíbe a los jueces la búsqueda de los desaparecidos y la audición de testigos, autores y cómplices que revelen el lugar donde se encuentren éstos, vivos o muertos? ¿Construiremos acaso una patria sin odios si les decimos a los familiares de los desaparecidos que los consideren cadáveres, ya que no se les puede buscar más en virtud de que no se cometió el delito de secuestro?

Lo peor que le puede ocurrir a estas sociedades devastadas por sus guardianes no es precisamente la justicia, sino el olvido. Si estas sociedades olvidan están perdidas irremediablemente. El enemigo hoy en retroceso, una vez recuperado el tiempo perdido, rehechas sus fuerzas, volverá a reaparecer más temprano que tarde, como de ejemplos está plagada la historia universal. A Videla le llevó sólo tres años relevar en la traición al arrepentido Lanusse.

Cuánta razón política tuvo Trasíbulo, el primer amnistiador de la historia universal, cuando al vencer a los 30 tiranos que esclavizaban Atenas dictó una ley de amnistía que no benefició a ninguno de los déspotas ni a sus decenviros; pero, sin embargo, recuperó para la democracia ateniense a muchos de los seguidores de la tiranía.

Y para no olvidar es necesario instalar en la escena social el gran debate sobre lo ocurrido, erradicar toda amnesia, exigir cuentas, investigar dónde están nuestros muertos y nuestros secuestrados, restituirles a nuestros presos los años perdidos de su vida y a nuestros torturados repararles la humillación infringida. Sin todo ello no puede haber patria sin odio.

¿Cómo es posible hablar de reconciliación sin esta etapa previa, dolorosa y necesaria de no olvidar, y asumir lo que pasó, sin eufemismos ni escondrijos? Los que sostienen el olvido y el perdón recíproco no se dan cuenta que lo que obtendrán es precisamente lo contrario de lo que buscan. Buscar la reconciliación nacional implica, por sobre todas las cosas, no perder la memoria colectiva. Ésta sólo devendrá real cuando se haga justicia para todos, cuando el debate se haya agotado, cuando no exista el peligro reincidente, cuando el tiempo cubra las cicatrices producidas; y sólo cuando la víctima y solo ella, inmersa en una nueva sociedad sin opresores, pueda y quiera perdonar a sus verdugos.

Cuánta vigencia aún mantiene, pese al tiempo transcurrido, la conclusión de la Conferencia Internacional por la Amnistía en Brasil, reunida en Roma, el 29 de junio de 1976: "En América Latina, como en otros lados, sólo las víctimas directas, aquellas que han sido marcadas en la dignidad de su carne, podrán probablemente un día perdonar. La clemencia del corazón no puede ser sino el fruto fecundo de la lenta maduración de la historia de un pueblo".

Federico Fasano Mertens es director de Le Monde Diplomatique en español y miembro del Monitoring Group, de Comunicación Social de la Unesco para América Latina.

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