Venir a morir tan lejos
Cientos de miles de personas procedentes de todos los rincones del mundo se juegan la vida atravesando Nicaragua para llegar a Estados Unidos
![Una familia angoleña, tras cruzar irregularmente la frontera entre Nicaragua y Honduras camino de Estados Unidos, en noviembre de 2023.](https://imagenes.elpais.com/resizer/v2/BHOYMLH6YZEJVFY4VGFHVHJTWI.jpg?auth=8e4fee0799a0ecdc4a9f10c837dc0aa54c3c52bb87f90a9a31e9089455a3ba89&width=414)
Los caminos de la migración clandestina a Estados Unidos forman un enjambre azaroso que tiene una estación intermedia en Nicaragua, situada en el ombligo del continente. Hasta hace poco, decenas de vuelos chárter aterrizaban en Managua procedentes de lejanos puntos del planeta. Ahora han disminuido drásticamente. Al llegar, los pasajeros son embarcados de manera expedita para seguir viaje por tierra a Honduras, y de allí hacia el norte; sólo entre enero y octubre de 2024 un caudal de 318.000 personas, según datos del Instituto Nacional de Migración de este último país. Un negocio de alta rentabilidad.
La disminución de los vuelos se debe a las sanciones de Estados Unidos contra las aerolíneas y las agencias de viaje implicadas, más la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, y el cierre del paso del Darién por el Gobierno de Panamá. En consecuencia, el tráfico se ha desviado por otras rutas más azarosas todavía. Pero sigue siendo un negocio de millones dólares en el que hay diversos beneficiarios. Traficantes de personas, lagartos y coyotes.
Una de esas rutas va desde el territorio continental de Colombia al archipiélago de San Andrés, de allí a la costa de Nicaragua en el mar Caribe, una distancia de 250 kilómetros cubierta en embarcaciones precarias, muchas de ellas botes de pesca atestados de pasajeros, sin chalecos salvavidas ni nada parecido; y, otra vez, por tierra, a la frontera con Honduras. Y la precariedad llama a la tragedia.
A las 7 de la mañana del martes 4 de febrero de este año, la panga Ocean Master II, un pequeño bote de matrícula nicaragüense, zarpó de San Andrés, Colombia, al mando del patrón Freddy Joseph Denis, también nicaragüense. Llevaba a bordo 17 pasajeros de varias nacionalidades: Egipto, India, Irán y Vietnam, no pocos de ellos niños de entre de 1 y 4 años de edad.
El bote navegó el día entero en medio de un fuerte oleaje, porque hacía mal tiempo, y tras haber recorrido 150 kilómetros terminó volcándose cerca de las diez de la noche frente a la costa de Corn Island, en aguas de Nicaragua. A la medianoche, tras más de dos horas de lucha por mantenerse a flote, seis de los migrantes lograron alcanzar la costa agarrados a los restos del bote, entre ellos una niña india de nueve años, Breaty Magdy Rpay, quien murió horas más tarde, y otra niña egipcia de un año, Mariam Amir Fars. Otros dos, que habían quedado a la deriva, fueron rescatados con vida. De los 17 pasajeros, 9 perecieron ahogados y sus cuerpos fueron rescatados del agua en diferentes momentos.
Corn Island, de apenas 10 kilómetros de superficie, es una isla de playas de arenas blancas sembradas de cocoteros, y el mar tiene ese color azul turquesa de tarjeta postal de los paraísos del Caribe. La mayoría de sus habitantes vive de la pesca. A su lado está Little Corn Island, y Colón, que pasó frente a ellas en su último viaje de 1502, las nombro “islas de Limonares”, porque le pareció que estuvieran sembradas de limoneros.
Al día siguiente del naufragio los pobladores se congregaron en el cementerio municipal para dar sepultura a los viajeros clandestinos que llegados desde las antípodas habían sucumbido con tal mala fortuna, como si se tratara de sus deudos. Entre los concurrentes al funeral se hallaban los sobrevivientes del desastre, lamentándose en lenguas que los habitantes de Corn Island no habían escuchado nunca, pero a quienes rodeaban de manera solidaria.
Los ataúdes fueron colocados en una fosa común, y sobre la tapa de cada uno fue pegada la fotografía del viajero muerto. Unos rostros que bajo tierra no tardarían en borrarse, pero las fotos pretendían ser de todos modos un testimonio: estas fueron sus caras, vinieron de lejanas tierras, aquí naufragaron, aquí quedan entre nosotros. Hasta entonces se contaban cinco, los cadáveres restantes fueron rescatados después.
Estos cinco de las fotografías son: una mujer iraní no identificada, de 32 años; Breaty Magdy Rpay, la niña india de nueve años; Marsa Sashta, mujer egipcia de 30 años; Farian Magty Realy, niña egipcia de seis años; Merna Rafael Azab Labib, mujer egipcia de 27 años.
Sus nombres no entrarán en los libros de historia. Migrantes. Millones de ellos, o como ellos. Hoy más bien, en Estados Unidos, la tierra que estos náufragos creyeron prometida, los persiguen como fieras salvajes, los equiparan a criminales, los esposan de pies y manos para deportarlos.
Su hazaña fue dejar atrás su parentela y sus hogares tras vender lo poco que tenían, cruzar medio mundo en persecución del sueño de una vida mejor que se les volvió pesadilla en alta mar, aferrados a la amura de un bote remecido como una cáscara en medio del oleaje que crecía a medida que entraba la noche, y a los lejos, cuando la embarcación se volcaba, las pocas luces en la costa de una pequeña isla. ¿Alguno sabría que el país donde llegaban a morir se llama Nicaragua?
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