Dónde queda el perdón
En Estados Unidos la cultura es puritana: condena al ostracismo y no da segundas oportunidades
A raíz de la película Heretic Hugh Grant se ha visto sometido a redundantes entrevistas sobre la religión. Es el signo de los tiempos: las películas ya no responden a argumentos sino a temas, al igual que las novelas, y los actores han de llevarse la lección aprendida. Te puede caer muerte, maternidad, trauma, te puede caer período histórico, te puede caer terrorismo, vivienda o sexo en la senectud, y durante ese agotador tiempo que se dedica a la promoción habrás de hacer como que te has convertido en experta en el tema, dejando al personaje interpretado como mero médium de un asunto candente. Hay ocasiones felices en las que un actor convierte el dichoso tema en algo personal y declara cosas interesantes. El tema que le tocó a Hugh Grant era Dios, siempre un hueso, pero el cómico respondió con reflexiones agudas que parecían suyas, no prestadas. Dijo Grant, por ejemplo: “No soy creyente y mi posición sobre el papel de la religión ha ido cambiando. Con el paso de los años he notado que los países católicos que visito parecen tener una mejor experiencia humana de la vida que los países protestantes”. Sabe de lo que habla y se atreve a decirlo. Y es que pesar del melodramatismo de los oficios católicos, cargados de sangre, lágrimas y santas mutiladas, hay en esas representaciones un arte que permite al individuo sentirse espectador de su propia fe, respirar más allá de ella, como ese público fiel que disfruta del Misteri de Elche. El protestantismo puritano, en cambio, conforma al creyente desde dentro y lo vuelve implacable a la hora de juzgar y refractario al perdón.
En ese país, EE UU, donde nos advertía Scott Fitgerald que no existían las segundas oportunidades, la cultura se ha dejado siempre definir por la herencia puritana. No son los woke, como afirma ahora la derecha, quienes han inventado la censura, es algo que viene de lejos, de siempre, que imprime el carácter colectivo desde el fanatismo religioso que construyó país. Ambos, progresistas y reaccionarios, han echado mano siempre de la misma penitencia: convertir a los pecadores en invisibles para que sufran el peor castigo social que un ser humano puede padecer. Algo peor que responder de tus delitos ante un juez es experimentar el rechazo social. No recuerdo ahora si fue Bergman quien contaba que uno de los castigos que le infligían de niño (su padre era pastor luterano) era ignorarlo hasta el punto de que sintiera que los demás no registraban su presencia. El niño acababa tirado en el suelo, con un ataque de nervios. Una vieja tortura que ya perpetraban los Omeya: decretar que un determinado individuo dejaba de existir mientras los otros fingían que no lo veían. Una experiencia que, bien se sabe, conduce a la locura.
Los ciudadanos americanos comprenden sus reglas, se han educado con ellas, forman parte de su cultura. Son capaces de borrar al primer actor de una serie o desterrar de la gloria a un cómico haciendo como que jamás existió, como lo fue en otra época repudiar a una actriz por adúltera. La exclusión pública responde a un juicio popular, a una especie de lapidación hoy en día virtual ante la que las empresas reaccionan clavando el estoque definitivo. Lo terrible es que la cultura imperial es tan avasalladora que estamos calcando sus leyes. El castigo que ha recibido Karla Sofía Gascón es tan cruel que ha sepultado sus viejas bravuconadas. Nadie merece el aislamiento social. Y todos los que han tirado una piedra quedarán como hipócritas. Hipócrita Jacques Audiard que cubre con los errores de la actriz los suyos propios y se da golpes de pecho para no verse perjudicado. Hipócritas quienes la aplaudían y ahora no la llaman para no mancharse. El peor castigo es el que te propinan los tuyos para no verse salpicados. La negativa de una editorial española a publicar su biografía es el último disparate. Allá ellos con sus Oscar, pero ¿dónde fue a parar nuestro perdón?
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