Cruzando el infierno del Darién
En los 10 primeros meses de este año, más de 280.000 migrantes han cruzado el tapón que separa Colombia y Panamá. Son venezolanos y ecuatorianos, pero también vietnamitas, congoleños o afganos. ‘El País Semanal’ se adentra en la selva para acompañar a estos viajeros con historias duras y sueños grandes. Algunos se quedan por el camino. Y de la mano de Unicef, recorremos los pueblos que los reciben exhaustos al otro lado.
Para calmar sus ansiedades —”me da mucha paranoia este lugar”—, Keyber agarra una linterna, revuelve en su mochila y saca un libro, Angelitos empantanados, de Andrés Caicedo, un escritor colombiano que se suicidó a los 25 años. Fue a finales de los años setenta, un tiempo en el que los jóvenes querían morir pronto y dejar un cadáver bonito. Keyber tiene 17 años y le gusta husmear en librerías de segunda mano, tocar la guitarra, subir stories graciosas a Instagram. En mitad de esta selva oscura, llena de peligros, se agarra a la vida como un poseso, tan joven, tan loco como está por la música y la literatura. Lee a Caicedo y por unos instantes su vida se limpia de miedos y preocupaciones. Enfoca las páginas con una luz mortecina por la falta de pilas, con cuidado de no despertar a su madre y a su hermana, de 10 años, que duermen a su lado en la tienda de campaña. Los tres se embarcaron en la aventura de cruzar la selva del Darién, uno de los pasos fronterizos más transitados del mundo. Keyber quiso traer más libros, pero su madre se los sacó para guardar en su lugar latas de atún, botellas de agua, barritas energéticas, repelente contra los mosquitos. Dice que tiene la mentalidad de “una máquina; coño, un cíborg”, dejando al lado la sentimentalidad o los pensamientos negativos. No ha llorado, no ha reído. En sus ojos, la nada, una mirada vacía. Se ha cruzado a gente sentada en piedras, hablando con otros y le hierve la sangre. “Esto no son unas vacaciones, coño”. Romántico como es en otras circunstancias, no le resulta ajena la grandiosidad de la naturaleza: “Yo quería parcharme un rato porque la selva es bonita, pero te engaña con su belleza. Te quedas contemplándola y te mata”. En los cinco últimos años, más de un millón de personas se han jugado la vida en este tramo del planeta entre Colombia y Panamá. Planean llegar, sobre todo, a Estados Unidos, donde creen que les espera el sueño dorado.
Los árboles de la ruta tienen crespones de colores atados alrededor del tronco. Azul: el sendero correcto. Rojo: peligro de ahogamiento por crecida de los ríos. Negro: amenaza de muerte inminente.
Muchos de ellos supieron de este camino por otros que lo han hecho antes, un primo de un primo de un primo, pero también por mensajes que las mafias que controlan parte de la travesía difunden en TikTok, como una invitación a un crucero. Se puede llegar por varias entradas. La principal, ahora, es el puerto de Necoclí, una ciudad colombiana bañada por el mar Caribe. Los migrantes han llamado antes a un teléfono desde el que una voz les da instrucciones. La primera, pasar la noche en un hostal donde los recogerán a la mañana siguiente. Al amanecer los cruzan en lancha a Panamá y se puede decir que ahí arranca el peligro.
En un punto de control les requisan cuchillos y pistolas, incluso tijeras capaces de seccionar una arteria. Si son apuestos, si cumplen el perfil, les graban un vídeo que subirán a redes sociales a modo de anuncio: “Este paso es seguro. ¡Vénganse! Llamen al…”. Spoiler: no lo es. Llega el momento de desembolsar 350 dólares por persona, con un descuento en el caso de los niños. El negocio en este punto lo controla el Clan del Golfo, un grupo paramilitar en guerra con el ejército colombiano y varias guerrillas todavía no disueltas. En cualquier caso, este negocio le pertenece. Desde que se abrió la ruta, se calcula que ha facturado más de 1.000 millones de dólares. A los migrantes les colocan unas pulseras que más adelante les servirán para que les reconozcan como que han pagado y, por qué no decirlo, les confiere una falsa sensación de protección. En adelante, la diosa fortuna.
El tapón del Darién cubre una franja de territorio de casi 160 kilómetros de longitud que nunca pudo ser dominada por los europeos. A principios del siglo XV se asentaron aquí los primeros exploradores españoles que, tras cruzarse el mundo, veían oro hasta en las piedras. Tras una década, los pocos que no habían muerto por enfermedades o perdidos entre la maleza fueron expulsados por tribus indígenas. La misma suerte corrieron los colonos escoceses que trataron de establecerse dos siglos más tarde —su piel rubicunda atraía a los mosquitos como una bombilla—. Hoy día sigue suponiendo una barrera natural para quien quiera viajar por carretera desde Tierra del Fuego a Alaska, ya que el Darién parte en dos la ruta Panamericana. No hay forma de evitarlo de ninguna manera. El Darién comenzó a ser un paso relevante de migrantes hace cuatro años. El viaje se alargaba entonces hasta 10 días, pero las rutas más usadas ahora mismo, para alguien en un estado de forma óptimo, se puede cruzar en dos o tres días. Los más mayores y los que cargan con niños pueden demorarse hasta una semana, en jornadas de 10 horas de caminata. Al principio la mayoría que lo cruzaban eran antillanos. Ahora lo surcan, de manera masiva, venezolanos, aunque también lo hacen colombianos, ecuatorianos, vietnamitas, chinos, congoleños, paquistaníes y afganos, entre otras muchas nacionalidades, que aterrizan en países cercanos en los que no les piden visa. Los asiáticos y los africanos desembarcan en un planeta extraño, pero les salva algo de la incomprensión absoluta Google Translate.
Jonathan Franco se ha adentrado solo en el Darién. Pagó a las mafias y todavía le quedaban unos cientos de dólares escondidos entre la ropa. Su mayor miedo era que le robaran por el camino, como ha leído en Google que le ocurre a mucha gente. Ese dinero tenía que ser suficiente para llegar hasta México, como tiene planeado, pedir asilo y viajar a Chicago, donde le espera una sobrina. Pero se ha ido encontrando gente con problemas y él, que no sabe decir que no, que se le ablanda el corazón con poco, ha hecho préstamos a interés cero. Así que aquí está, esta mañana, en un pueblito en medio de la travesía, esperando a que una señora reciba de su marido un giro internacional desde Venezuela. No hay signos de impaciencia ni desconfianza en él; Franco toma el sol, sereno, como si la maldad no existiera en este mundo.
Visto de cerca, parece un competidor de crossfit. Con 30 años, los brazos fibrosos, los abdominales marcados, unos gemelos de gladiador. Con su mochila en la espalda, podría haber cruzado el Darién en apenas unos días, pero de nuevo, el buen samaritano, el hombre al rescate. Se ha dedicado a cargar niños de desconocidos y cruzar ríos con ellos en los hombros, subir monte, dejar uno adelante y volver a por otro que se quedó atrás, ante la mirada sorprendida de los padres, que ya no tenían fuerzas y se hubieran quedado varados si no fuera por él. Un señor que veía mucho cine en los ochenta lo miró de arriba abajo y le dijo: “Eres Rambo”. Así lo conoce por aquí todo el mundo. “Qué fuerte eres, Rambo”, le dirá dentro de un rato una niña de cinco años a la que carga en los hombros. Se estima que hay en el mundo 36,5 millones de niños migrantes por conflictos, violencia u otras crisis, según Unicef. El Fondo de Naciones Unidas para la Infancia, que ha acompañado parte de este viaje, asegura que se trata de la cifra más alta desde la Segunda Guerra Mundial.
Rambo ha venido solo pero no está solo en la vida. De hecho, tiene compañía de sobra: cinco hijos de dos esposas distintas. Su plan consiste en reunir suficiente dinero para que su segunda esposa cruce en unos meses la selva y se reúna con él, donde sea que esté. La verdad, no le ha costado trabajo andar por el barro, ni sentir la lluvia caer por la frente, ni enfrentarse a la corriente de los ríos. Era mototaxista y frutero en Machiques, una ciudad casi fronteriza entre Venezuela y Colombia, y también ayudaba a su padre en una finca en el campo y, cuando tenía tiempo, iba al gimnasio. Para él no ha supuesto un sobreesfuerzo físico, pero aun así piensa que esta aventura es muy peligrosa: “Viene mucho carajito, mucho viejito. No le deseo a nadie que cruce así. Ni si están gordos. Vi a muchos llorando y con mucho tormento, sin comida. No voy a mandar a mis hijos por aquí, olvídate”.
El paso de los migrantes ha cambiado la vida de los emberas, las comunidades indígenas asentadas en los márgenes del río. No vivían aislados; eso no. Sus jóvenes tienen teléfonos móviles y se pasan el día enganchados a TikTok y escuchan reguetón en las pantallas de plasma de las cantinas. Pero no estaban acostumbrados a que por sus tierras pasaran 200.000 personas al año, un flujo que ha trastocado la cotidianidad de un lugar selvático alejado hasta hace poco de la urgencia capitalista, donde el 90% de la gente vive en la pobreza. En Bajo Chiquito, los inmigrantes tienen que dormir de forma obligatoria después de pasar un control de las autoridades migratorias panameñas. Llegan a un lugar seguro muertos de cansancio, sucios, con hambre. De repente, ante sus ojos, una pequeña Las Vegas. Las 24 horas del día hay abiertas tiendas con neones, puestos de hot dogs, pollos rostizados dando vueltas en asadores, puntos de internet, carga de teléfonos, hostales con hamacas caribeñas. Los gallinazos, un ave carroñera, acechan desde los tejados con sus grandes alas negras. Los que no tienen dinero descansan en tiendas de campaña, dentro de una cancha de baloncesto. En una esquina llora Carmen Velázquez, una venezolana de 54 años que conoció en Facebook a una pastora de una iglesia en Texas, y allá va a encontrarse con ella. Hace un día, angustiada por que se mojaran sus documentos, se los entregó a un chico que acababa de conocer. Ahí guardaba su carné de enfermera, oficio que quiere ejercer en “los United States”. Ni rastro del joven, ni rastro de su pasaporte, de sus fotografías. En un punto de internet, más lágrimas: un adolescente que viaja solo habla con su madre por videollamada, después de varios días sin contacto. “Ay, mami, qué fuerte todo”. Niños por todas partes, corriendo, enganchados al móvil, peleándose con varas —también mamás con los pezones agrietados amamantando a sus bebés—. De los 286.210 migrantes que han cruzado el Darién entre enero y octubre de este año, 61.154 eran menores de edad. Uno de cada cinco. En Lajas Blancas, la última localidad que se cruza en la fase más dura del trayecto, Unicef tiene una oficina de gestión de casos de niños no acompañados o separados de sus padres durante el camino, algo que ocurre más veces de lo que uno imagina. Hay una guardería, a la que van los más pequeños, y un espacio de adolescentes “más cool”, como explican sus responsables. También ofrecen espacio para la asistencia en salud menstrual e higiene femenina. Y se abordan los casos de violencia sexual, que abundan. Una crítica habitual a la cooperación es que solo se centran en ayudar a los migrantes, lo que quiere decir es que se olvidan de los locales. Sin embargo, Unicef ha instalado plantas potabilizadoras en todas las comunidades de alrededor y ha dispuesto de técnicos para que entrenen a los propios emberas en el manejo de las plantas. No es un asunto menor: solían hacer la vida alrededor del río, a menudo contaminado, lo que causaba muchos problemas de salud.
En el trayecto también hay lugar para escenas medievales: un niño embera permanece tumbado boca arriba, con un cepo aprisionándole la pierna. Los guardias fronterizos lo agarraron vendiendo bebidas a los migrantes a precio de oro, algo prohibido, y lo castigan así, a la vista de todos. Le han confiscado un caballo blanco, además. Antes de que anochezca lo dejarán ir y se marchará a toda velocidad por los márgenes del río, sin poder controlar al animal. Los guardias se reirán a carcajadas.
Antes de que asome el sol, la guardia indígena despierta a los migrantes y los urge a hacer fila en una playa. Nadie, sin excepción, puede quedarse un día más en el pueblo, con lo que evitan que bolsas de extranjeros se queden varadas. En la playa forman una fila larga que controla la Seguridad Indígena de Migración. “Yo ya me quiero ir”, se queja un niño llamado Luis —en instantes conoceremos su historia—. Los distribuyen en barcas con motor Yamaha que, en una hora y 20 minutos, río abajo, los trasportarán hasta Lajas Blancas. El billete cuesta 25 dólares por cabeza.
—Tengo 10 —dice un venezolano con un pie en la embarcación.
—25, chamo, 25 —responde de broma el barquero.
Se ríe enseguida, pero va en serio. Sacan de la fila al muchacho y lo colocan junto a unas matas, al lado de otros con los bolsillos vacíos. Entonces comienza un juego psicológico. Los últimos barqueros, para rescatar algo de pasaje, bajan a 20. Después a 15. Algunos de verdad están sin blanca, otros han leído en guías de viaje que si aguantas te sale más barato. Existe algo conocido como “cupos humanitarios”. La subasta se alarga media hora. Al final, los barqueros se cansan y no rebajan más: “¡A la trocha!”. Es decir, a la selva, a un tramo que, si todo va bien, se recorre en siete horas. Llegarán al siguiente punto cuando sea de noche, exhaustos. No era día de cupos humanitarios.
Unos rayos de luz se cuelan entre el follaje y alumbran, como un flexo, a Luis, Luis y Luis. Hay dos cosas que la gente no suele saber de la selva: 1. Siempre da la sensación de ser de noche, la vegetación apenas deja pasar la claridad. 2. El silencio no existe. Las 24 horas, a todo volumen, suena una sinfonía de ranas, monos aulladores, guacamayos con incontinencia verbal y perros salvajes. Los mosquitos se mueven en bandada zumbando hasta identificar carne. Los Luises se encuentran en un claro, sentados en piedras prehistóricas. El calor y la humedad han mordido la piel de sus manos, de sus piernas al descubierto. El primer Luis y el segundo Luis son hermanos. Se llevan 11 años, pero son casi idénticos, uno diría que hasta gemelos. El tercer Luis es hijo del primer Luis, que a la vez tienen un padre y un abuelo llamado Luis. Vienen de Guayaquil, una de las ciudades más peligrosas de la Tierra. Luis Mera, el mayor, de 30 años, hace el recorrido por primera vez. En su ciudad, una pandilla le disparó en la rodilla. Hoy muestra la cicatriz que dejó la bala por si alguien alberga dudas. En su primera travesía llegó hasta la frontera de México con Estados Unidos y allí se entregó a las autoridades migratorias —ese es el plan de casi todos los venezolanos, la nacionalidad de la inmensa mayoría que recorre el Darién—. Le quitaron el pasaporte y lo citaron para estudiar su solicitud de asilo en una corte. Luis vivió en Roosevelt, en el Estado de Nueva York, colocando vidrios en altura —guarda vídeos y fotos que muestra con orgullo—. Juntó dinero para volver a por uno de sus cinco hijos, todos ellos con distintas madres. Pero despistado como es, un poco dejado, no se presentó a la vista judicial, así que fueron a buscarlo y lo deportaron. “La migra”, asegura, “juega con tu psicología”. Se va a volver a entregar, con su hijo de la mano, y que sea lo que tenga que ser. “Esto ya está en manos de Dios”.
La ruta está regada de cadáveres que los migrantes encuentran a su paso, como los alpinistas que se topan, en el ascenso hasta el Himalaya, con los cuerpos congelados de los que lo intentaron antes. Según el Proyecto Migrantes Desaparecidos de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), agencia de las Naciones Unidas, entre 2015 y 2024 se han reportado 536 muertes de migrantes en esta selva, 172 de ellos en lo que va de año. Manuel Contreras, un venezolano de 31 años, orondo, de mucho pelo, cruzaba un platanal hace unos días cuando se encontró el cadáver de un señor que, por su grado de descomposición, debía de haber muerto una semana antes. Se tapó la nariz y la boca con las manos —”los muertos huelen a muerto, no hay otra forma de explicarlo”— y cruzó lo más rápido que pudo ese tramo. Más adelante, subió la montaña de La Llorona, uno de los pasos más peligrosos de la ruta del Darién. Los migrantes ascienden y descienden con sogas un terreno escarpado, en el que una caída puede resultar mortal. De hecho, la llaman así por los lamentos y las lágrimas que vierten quienes se enfrentan a ella. “También por otra cosa”, explica Contreras. “Escuchas niños llorar mientras subes La Llorona. Yo me regresé y todo pensando: marica, hay un niño perdido. Es mentira, son alucinaciones, es como el canto de una sirena. Es la selva atrayéndote para matarte”. Por suerte, escapó del embrujo a tiempo y siguió la marcha. Alguien que conoció después, a la mañana siguiente, se desnucó a mediodía ante sus ojos, al caerse de un risco. Un golpe seco en la base de la cabeza dejó su cuerpo inerte tendido sobre unas rocas. Otra muerte más que no quedará registrada en ningún sitio, un desaparecido más al que se lo traga la tierra, sin tumba ni nada que lo recuerde. Ahora que lo piensa, Contreras no recuerda ni cómo se llamaba. En menos de un día había visto un cadáver y había caminado un rato con otro a punto de serlo. Lo peor, sin embargo, estaba al caer. Dice que le gustaría someterse a una lobotomía y arrancarse este recuerdo, pero la ciencia, hoy, tiene sus límites. Cuando ya pensaba que lo había visto todo, que el viaje no podía depararle más sorpresas, se encontró con el cuerpo sin vida de una niña, a la que le calcula cinco años en el momento de la muerte. El pragmático que hay en él le animó a continuar, como si no hubiera visto nada, pero el idealista se detuvo unos instantes, suficientes para quedarse paralizado. “Cargué el cadáver y lo puse detrás de unas matas para que no estuviera en mitad del paso y la gente encontrara a la niñita así de golpe. Cavar una tumba me hubiera hecho perder mucha energía y mucho tiempo. Lo arropé para que no pasara frío”, cuenta Contreras, a punto de montarse en un autobús e irse a Costa Rica, después de haber cruzado el peligroso tapón.
—Por cierto —interrumpe al final—, ¿se han cruzados ustedes con el fantasma?
Se refiere al haitiano errante que muchos migrantes aseguran haberse encontrado por el camino —al menos la mitad de los más de 100 consultados para esta historia dan fe de haberlo visto—. Se trata de un señor mayor, protegido de la lluvia por una bolsa de plástico que lleva abrazado a un niño. Dicen que se los encuentran en dirección contraria a la ruta, subiendo La Llorona por donde otros bajan, desandando lo andado, en busca de otro niño que se le escapó mientras cruzaba el río y se lo llevó la corriente. La historia, obviamente, no es cierta, pero supone un reflejo de un miedo atávico, el de los niños solos, sin sus padres, perdidos en mitad de la selva. Como les ocurrió a Hansel y Gretel, abandonados en un bosque a merced de una bruja caníbal que vive en una casa de jengibre; o a Caperucita Roja, engañada por un lobo que la quiere de merienda. Casos hay muchos. Un niño que, en un descuido, se adentra en la jungla para no volver a salir. Otro que viaja con unos abuelos que, a mitad de camino, no pueden más y dejan la vida de su nieto en manos de unos desconocidos. Tíos que se hartan de hijos ajenos y los abandonan en medio de la travesía. O, directamente, a los que la familia les ha atado una mochila a la espalda, metido unos cientos de dólares en el bolsillo y lanzado a la aventura, como el que tira una botella al mar. Eso ocurre cada día. “Solitos”, responden esos niños cuando les preguntan con quién viajan. En los pueblos hay espacios específicos para menores no acompañados. En Lajas Blancas, un martes, un matrimonio del Congo espera a que le devuelvan a un bebé de ocho meses. Los padres no explican cómo lo perdieron, los funcionarios de migración tampoco. Por la mañana, llevaron a toda la familia a la Fiscalía de la ciudad más cercana, Metetí, donde el padre y la madre rellenaron un cerro de documentación y se hicieron una prueba de paternidad, que dio positiva. Antes de que se vaya el sol se lo devuelven y la pareja se sienta, debajo de un árbol, a que la madre le dé el pecho.
Cuando los europeos huían comidos por los mosquitos, aterrados por los ruidos de la jungla y enceguecidos por la malaria, los antepasados de Esmeralda Dumosa permanecían impasibles donde llevaban viviendo cientos de años y pensaban pasar otros tantos. Dumosa, una reina de otro tiempo, se sienta con majestuosidad en una silla frente a su casa. A sus 53 años, es la necora —alcaldesa— de Bajo Chiquito, la jefa, la que manda aquí. Su marido, un señor taciturno pegado a ella, funge de secretario. Lleva una libreta en la mano y varios bolígrafos en un bolsillo de la camisa. El matrimonio tiene un problema, y por tanto lo tienen todos los habitantes indígenas de Bajo Chiquito. Las autoridades les han prohibido subir río arriba en busca de migrantes a los que ayudan a hacer el camino más fácil y a los que cobran un buen pellizco. Ese transporte ha quedado suspendido hasta nueva orden. Porque acaba de pasar algo espantoso: el Senafront (el Servicio Nacional de Fronteras de Panamá) hace unos días abatió a dos ladrones que, según su versión, dispararon primero. Eran “bandidos y ladrones” locales, de este pueblo y alrededores, contaron las autoridades. Dumosa arruga la cara y asegura haber identificado un complot para culpar a su gente de atracar y violar, y por eso anda tan disgustada. Los emberas no son criminales, explica. Como mucho hay un par de ovejas descarriadas que no hacen caso a sus ancestros y se dedican al pillaje. Pero la necora, ahora que lo piensa, cae en la cuenta de que hay un problema mayor. Es entonces cuando se prende como una cerilla, abre los brazos indignada e identifica de un plumazo a los generadores de caos y problemas: “Los hombres, no confío en ellos”.
Entre las sombras aparece Endri Paz, de 41 años, todo vestido de negro, con una camiseta de las Special Olympics que se celebran en Florida. En todo el día no ha comido más que “pura agua”. Caminaba con una mujer que se desmayó en mitad de la selva, donde ha quedado inconsciente. Su novio permanece a su lado, de centinela. La noche, pendenciera, se les echó encima. Se encuentran en algún punto cercano a Bajo Chiquito, ¿cuál? Endri no sabe con exactitud. Hay que rescatarlos, salvarlos, no se pueden quedar ahí a merced de la muerte, implora Endri, que no los conoce de nada, solo de un rato de travesía juntos, pero ahora es dueño de sus destinos. El marido de la necora, el secretario, suspira: no le queda otra. Junta a un par de emberas más y bajan hasta el río, donde se suben a unas canoas. Con el ruido del motor, la embarcación se adentra en la oscuridad. La vía láctea con su estela dorada cruzando el cielo. “Creo que aquí, aquí fue”, señala Endri. El secretario, al que ya toca ponerle nombre (Rubén Guainora), toma la delantera. La negrura no permite ver nada más allá de medio metro. Guainora, sin embargo, va abriendo paso sin vacilar. En las bifurcaciones, le pregunta a Endri: “¿Por acá?”. “Sí, por acá”, responde él. “No, no, no puede ser”. El secretario prefiere seguir su instinto. Se adentra un kilómetro, cinco en un terreno normal, con una linterna de mano. Las botas se llenan de barro. Las ramas de los árboles y las puntas de las plantas pican como insectos. Alrededor, una enorme explosión de vida que te quiere aniquilar. Se escucha un lamento más adelante. Guainora acelera el paso y encuentra la siguiente escena: una mujer sin conciencia en el interior de una tienda de campaña y, al lado, un marido angustiado. Llevan horas sin agua ni comida, desorientados. Ella se llama Kimberly Rodríguez, venezolana de 33 años. Él, Juan Pablo, de Medellín, que guarda un parecido muy grande con el cantante Nanpa Básico, por flaquito, poca cosa, ligero como una pluma. Apenas se conocieron hace un mes por Facebook y se convencieron el uno al otro de tratar de llegar a Estados Unidos. Nanpa Básico ha tratado de cargar con ella, pero no le dan las fuerzas; ella lo sabe y tiene miedo de caerse cuando se le cuelga a la espalda. Nanpa Básico es un “pelao” de Medellín que tuvo que salir huyendo de allí porque “sapeó una plaza de vicio en la comuna 13″. Traducción: delató a unos vendedores de droga. Kimberly vuelve en sí después de que le pongan agua en los labios. Guainora, que no mide más de metro y medio, le dice “sube” y ella se cuelga a su espalda. El embera camina de vuelta con la misma facilidad que había llegado al lugar. “Qué camino tan bravo”, dice Nanpa Básico. “Parce, no la logramos”.
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