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31º Festival de San Sebastián

Fellini y George Cukor llevan a la sesión inaugural del certamen el sabor del autentico cine

Por arriba, bien por arriba, arrancó ayer el Festival Internacional de Cine de Donosti. Una de las películas más atractivas de cuantas ofrece el año cinematográfico mundial, abrió la sección oficial: E la nave va, del divino parlanchín del cine italiano, tal vez prematuramente momificado, Federico Fellini. Y en la sección de homenajes, la versión íntegra, pacientemente reconstruida por artesano enamorados del cine, de Ha nacido una estrella, el famoso filme musical que George Cukor realizó en 1954, rescatado de los polvorientos almacenes de sueños perdidos de los estudios Warner en Hollywood. Cine, auténtico cine. El otro, el cine simulado, ya vendrá.Federico Fellini es de los que tropiezan siempre en la misma piedra, porque esa piedra es él mo, su yo monumental, que le permite contemplar el universo como a una pulga que merodea alrededor de su ombligo. E la nave va es el enésimo tropezón de Fellini consigp mismo, pero esto ya se Sabía, pues este cineasta no hace excepciones en su deslumbrante y desordenada búsqueda de la originalidad en cada filme, en cada secuencia, en cada palmo de celuloide, en cada encuadre. Mejor o peor, E la nave va es, ante todo y sobre todo, un filme de Federico Fellini, lo que quiere decir que es imposible imaginarlo firmado por otro. De nuevo otra historia hiperbólica, desmesurada y, sin embargo, con meollo bastante pequeñito Fellini es tan grandilocuente que convierte en un acto casi operístico el pedir, por ejemplo, un mondadientes. Su medida es la desmesura. Y así hay que tomarlo, como un empedernido candidato al cargo de Dios.

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Lo que ocurre es que los 62 año que Fellini lleva ejerciendo en la tierra el papel de portavoz de las estrellas, le han adiestrado en la humana argucia de curarse en salud. De ahí su socarrona manera de administrar una de cal y otra de arena con la sutileza de un vendedor ambulante romano. La de cal la da, por ejemplo, cuando uno de los personajes de E la nave va dice, mirando a un sol completamente irreal, de decorado inequívocamente imaginado por Fellini: "Los crepúsculos llevan la firma de Dios"; y la de arena, otro personaje, cuando dice, mirando cómplice a la cámara: "Todo está ya dicho y hecho". De esta manera, a su divina megalomanía, Fellini adosa con armas de buen zorro una ladina autocrítica.

Versión íntegra

Todo cuanto vemos en E la nave va, en efecto, y por fascinante que sea, ya está dicho y hecho por Fellini hasta la saciedad. Cineasta con bula para repetirse, a Fellini se le admite la reiteración por el divino decreto de su personalidad, por el simple hecho de que quien lo hace es él. Y, de esta manera, E la nave va es un superfelliniano refrito de lo fellinesco, que a la: postre cansa un poco, pero que, de salto en salto" fascina y encanta casi porque sí. Es decir, Fellini químicamente puro.

Al margen de galas, se proyectó la esperada versión íntegra de Ha nacido una estrella. Por la mañana dos anónimos representantes del admirable equipo de restauraciones organizado por la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood, que intervinieron directamente en el rescate de los negativos perdidos y de las partes cortadas por los productores de este gran filme, nos contaron su emocionante aventura.

Cómo hace dos años, en tributo a la memoria de George Gershwin, autor de la partitura del filme, penetraron en los polvorientos sótanos de los estudios de la Warner Brothers en busca de la medía hora cortada a Ha nacido una estrella; cómo poco a poco fueron reconstruyendo 23 de esos 30 minutos perdidos; cómo los técnicos de la marca fotográfica Eastman les ayudaron en el proceso técnico del revelado; cómo descubrieron que los responsables de la Warner habían hecho cortes en la película que eran todo un auténtico e irracional destrozo, pues había descartes de hasta 10 minutos en continuidad que incluían números musicales completos; cómo en ocho meses investigaron en el interior de 10.000 latas de negativos en busca de los trozos perdidos; cómo descubrieron una cinta magnética que contenía la totalidad de la banda sonora del filme, y, finalmente, cómo George Cukor, que estaba todavía íntimamente dolorido aunque habían pasado casi 30 años y se había negado a ver los restos del atropello, se decidió por fin a ir a verlos, pero murió la noche anterior.

Se trata, como ven, de una historia casi tan hermosa como la de la misma película. Y todo un gran síntoma: los norteamericanos son por fin conscientes de la inabarcable herencia cultural que ha dejado el cine clásico de Hollywood y se disponen a salvaguardar esta herencia de las tropelías de los años y de los negociantes.

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