Washington-La Habana: una diplomacia miope
Ningún Gobierno norteamericano ha ideado una política efectiva hacia la Cuba de Fidel Castro. Las actitudes originales de EE UU, inspiradas en la atmósfera de hostilidad intensiva de los primeros años sesenta, han cambiado poco. En lo que a Cuba se refiere, EEUU parece atrapado en anacronismos. Como resultado de ello, las políticas norteamericanas han trabajado frecuentemente en contra de lo que deberían haber sido sus objetivos. La reducción de la influencia soviética, por ejemplo, debe ser un fin principal; pero las políticas estadounidenses han causado exactamente el efecto contrario.Esta esclerosis intelectual se debe, al menos parcialmente, a dos idiosincrasias que distorsionan la percepción del problema cubano en EE UU. En primer lugar, muchos americanos creen en soluciones rápidas donde, en realidad, no las hay. Puede que tal actitud se remonte al período de 1960-1961 cuando los norteamericanos consideraban al régimen de Castro como una aberración que había que eliminar rápidamente, tal como habían eliminado el régimen izquierdizante del presidente Jacobo Arbenz de Guatemala. Puede que refleje también, en parte, un remanente desdén frente a las llamadas repúblicas bananeras y la convicción paralela de que EE UU, como gran potencia, debería ser capaz de resolver rápidamente cualquier problema creado por los pequeños países al Sur. Cada Gobierno se abocó a la búsqueda de una panacea pasada por alto por sus antecesores. La búsqueda parte de un engaño. El régimen de Castro está allí para quedarse. Ningún sortilegio lo hará desaparecer. Eliminarlo a sangre y fuego costaría mucho más en vidas, dinero y oprobio internacional de lo que justifica el problema.
En segundo lugar, Cuba despierta emociones particularmente fuertes en Estados Unidos. En parte, éstas se deben a la proximidad geográfica de Cuba. Ciertamente, son nutridas también por la personalidad de Castro. Muchos norteamericanos echan espumas de rabia cuando lo ven en sus pantallas de televisión. Congresistas que son capaces de discutir razonablemente sobre las futuras relaciones diplomáticas con Albania o Vietnam excluyen airadamente tal posibilidad cuando se trata de Cuba. En contraste a esto, una minoría pequeña pero igualmente comprometida idolatra a Castro como la figura antiestablecimiento por excelencia. Entre estos extremos, los análisis desapasionados son cosa sumamente rara.
Nunca han sido claros los objetivos y valoraciones de la Administración Reagan sobre Cuba. El Gobierno comenzó excluyendo la normalización de relaciones aun como objetivo a largo plazo. Pero en mayo de 1982, Alexander Haig, entonces secretario de Estado, cambió de rumbo diciendo que EE UU aplaudiría la normalización si los cubanos dejaban de intervenir en otros países. El presidente Reagan, sin embargo, refiriéndose al tema el 30 de abril, asumió una posición diferente: EE UU sólo normalizaría las relaciones si Cuba cortaba sus lazos con la Unión Soviética. Dos semanas más tarde, el entonces director de Asuntos Cubanos del Departamento de Estado, Miles Frechette, declaró que Cuba jamás abandonaría sus relaciones con la Unión Soviética.
La dureza de Reagan
A pesar de esta confusión pública acerca de política y objetivos, la postura del Gobierno de cara a Cuba es obvia. En breve síntesis, su posición inicial fue que Estados Unidos ni siquiera hablaría con los cubanos mientras éstos no cesaran toda actividad intervencionista en América Latina y retiraran sus tropas de África. Si rechazaran hacerlo, Washington no excluiría ninguna opción, incluyendo las de bloquear o invadir a Cuba. Entre tanto, el Gobierno adoptó medidas para indicar su desagrado y subrayar que las aguas no podían volver a su cauce. Por ejemplo, se negaron visas a funcionarios cubanos, no se invitó al jefe de la sección de intereses cubanos en Washington a eventos diplomáticos, violando un acuerdo bilateral específico, y se intentó evitar la participación de una delegación del Congreso en una reunión de la Unión Interparlamentaria en La Habana. El Gobierno incluso se negó a hablar con funcionarios cubanos sobre una materia tan importante para EE UU como lo es el retorno de delincuentes y otras personas arribadas a costas estadounidenses en 1980, con ocasión del puente marítimo de Mariel. La Habana ofreció reiteradamente discutir ese tema. Washington ni siquiera quiso dar respuesta, aunque Haig intentara dar la impresión de que Cuba estaba oponiéndose a la negociación.
En cuanto a Centroamérica, Cuba y Nicaragua hicieron notables variaciones en su política. Originalmente, convencidos del amplio respaldo popular de la guerrilla en El Salvador y de la necesidad de poner a la nueva Administración Reagan ante un hecho consumado, los cubanos habían incrementado su asistencia, en noviembre de 1980, anticipando la ofensiva de enero. Cuando la ofensiva fracasó, sin embargo, Cuba y Nicaragua revisaron su posición. Muy poco después del traspaso del mando a Reagan, los embarques de armas se redujeron. Además, los cubanos dieron a entender que deseaban una mejora de las relaciones y estaban dispuestos a intercambiar opiniones sobre la situación en El Salvador. Plantearon que favorecían una situación política siempre que la moderación a ese respecto fuese mutua.
La sección de intereses de EE UU en La Habana informó a Washington sobre estas gestiones y, en reiterados cables, yo insté a que respondiéramos a las propuestas cubanas, aunque sea sólo para enfatizar nuestros puntos de vista. El Departamento de Estado nunca respondió en forma alguna.
Intentos de intimidación
En ese momento, primer trimestre de 1981, se perdió una oportunidad promisoria de negociar desde una posición de fuerza. Si el claro triunfo político y militar que Washington buscaba hubiera estado tan próximo como parecía creer, el Gobierno habría merecido apoyo. Sin embargo, las advertencias hechas a la sazón indicaron, y los acontecimientos subsiguientes demostraron, que tal triunfo no estaba a la vista. Ahora, suficiente tiempo después, Estados Unidos se encuentra atrapado en una espiral sin fin de tensiones crecientes y violencia continua.
Ni la experiencia ni la diplomacia prudente sugieren que Reagan debería haber desechado la promesa de Castro. Washington tiene tantos motivos para desconfiar de La Habana como tiene ésta para desconfiar de Washington. Pero Castro sí señaló su voluntad de buscar un arreglo, y Estados Unidos poco tenía que perder explorando las posibilidades con él.
A mediados de 1981 se presentó otra oportunidad para negociar Nicaragua, Honduras y Costa Rica se reunieron a fin de hablar sobre la reducción de las tensiones y garantías fronterizas. Cuba, también preocupada por la creciente tensión regional, declaró que apoyaría garantías mutuas de seguridad y estaría dispuesta a desempeñar un papel positivo en lograrlas. La Embajada norteamericana en Managua y yo recomendamos enfáticamente al Departamento de Estado que EE UU debería aprovechar esta oportunidad. También insistí en que se comprometiese a México en este proceso. Durante una visita a Washington poco después se me dijo que no había interés en tal proceso de negociación.
Habiendo rechazado la tesis de que se podía avanzar conversando con Castro, EE UU continuó la presión sobre Cuba, creando incertidumbre en La Habana acerca de sus intenciones. Dichas presiones se materializaron principalmente a través del refuerzo del embargo contra Cuba y de la creación de Radio Martí, pero el Gobierno las calificó como medidas a largo plazo. Se esperaba un efecto inmediato de la incertidumbre creciente nutrida por la política norteamericana. El Gobierno siguió creyendo que podía intimidar a Castro. En consecuencia, EE UU estimuló especulaciones en torno a posibles medidas militares. También permitieron que los exiliados cubanos en Florida reasumieran su entrenamiento paramilitar
Por qué Washington esperaba que Cuba se desmoronaría ante palabras fuertes es dificil de entender. Un alto funcionario explicó, en julio de 1981, que la nueva Administración estaba convencida de que sus antecesores no habían ex plorado a fondo las posibilidades, de ejercer presión sobre Castro; se decidió no excluir ninguna opción. Mi respuesta a esto, en una carta con fecha del mismo mes, fue que Castro ya lo había visto todo. Ni palabras duras, ni medidas duras jamás habían tenido éxito. De modo que EE UU, si no estaba preparado para llevar sus amenazas a sus lógicas consecuencias, era mejor que no las pronunciara.
Esto es precisamente lo que ocurrió. Entre los meses de enero a noviembre de 1981, Washington amenazó fuertemente con acciones militares; los cubanos dijeron que estaban dispuestos a iniciar un diálogo, pero que jamás se plegarían a la intimidación. Para enfatizar tal posición, Castro organizó una milicia popular que, según él, comprendería a 500.000 cubanos en pie de guerra. Estrechó los vínculos militares con Moscú -lo último que EE UU debería haber deseado- y trajo grandes cantidades de armamento. El día 30 de junio, Haig calificó estos embarques como otra prueba más de la agresividad de Cuba y afirmó que Washington tenía evidencia sólida de que parte de estas armas se canalizaban hacia Centroamérica. El Gobierno jamás presentó tales pruebas sólidas. En cuanto al volumen de los embarques, EE UU ciertamente no podía esperar que Cuba iniciara un proceso de desarme ante las amenazas americanas.
Sin embargo, mientras se intensificaba la tensión, Washington rápidamente envainó la espada. En su conferencia de prensa del 10 de noviembre, Reagan contestó una pregunta relativa a las intenciones, de EE UU frente a Cuba diciendo:
"No tenemos planes para poner en combate a americanos en ninguna parte del mundo". Al darse cuenta de todo lo que implicaba la movilización de Castro, Washington vio el panorama más sombrío. Si Castro estaba dispuesto a desafiar lo que fue para él una invasión inminente, entonces la campaña americana de amenazas evidentemente estaba destinada al fracaso. Castro había llevado el juego a la última jugada negándose a ceder. Había respondido al bluff de Washington pidiendo ver las cartas. Castro afirmó, el 15 de noviembre, que los yanquis habían retrocedido, una vez más, ante la resistencia determinada de Cuba. Cuba comenzó a poner su ejército en pie de paz. De allí en adelante, el Gobierno empezó a restar importancia a las amenazas enfatizando las presiones a largo plazo, especialmente Radio Martí. Washington se movió hacia la posición de que como Castro se negaba a acceder a sus exigencias, Estados Unidos tomaría medidas encaminadas a elevar el costo para él.
Contactos secretos
El fantasma de la invasión también puso nervioso al Gobierno mexicano. México instó a EE UU a comienzos de noviembre a conversar con los cubanos. El 21 de febrero, el presidente José López Portillo hizo un llamamiento público en pro de esfuerzos por reducir las tensiones en toda el área y de conversaciones directas entre EE UU y Cuba, por un lado, y entre EE UU y Nicaragua, por el otro.
Evidentemente, a fin de neutralizar las presiones ejercidas por las diferentes partes, el Gobierno accedió a la propuesta mexicana de un diálogo entre Haig y el vicepresidente de Cuba, Carlos Rafael Rodríguez. Los dos se reunieron en secreto en Ciudad de México, el 23 de noviembre de 1981. No hubo resultados concretos. Los dos, simplemente, reafirmaron posiciones bien conocidas. A pesar de esto, la reunión se interpretó como oportunidad para romper el hielo. La especulación fue estimulada aún más, cuatro meses después, cuando se supo de la reunión de Castro con el embajador extraordinario Vernon Walters en La Habana.
Sin embargo, no todas la señales procedentes de Washington fueron positivas. De hecho, la retórica siguió siendo tan dura como antes en su mayor parte. Poco después del encuentro secreto con el vicepresidente de Cuba, en noviembre, por ejemplo, Haig volvió a acusar a Cuba de amenazar la paz y estabilidad mundial. El 14 de diciembre de 1981, el subsecretario de Estado Thomas Enders presentó un Libro Blanco al subcomité de Asuntos del Hemisferio Occidental del Senado, donde se acusó a Castro de haber retornado a la política de exportación de la revolución de los años sesenta. El documento sugirió que la única forma de disuadir a Castro era tomando medidas duras. No se mencionaron las ofertas cubanas de negociar ni la reducción del envío de armas de El Salvador.
Cuba difundió activamente su disposición a negociar seriamente. A comienzos de abril de 1982, un alto funcionario cubano declaró a un grupo de expertos y periodistas americanos en La Habana que Cuba aspiraba a desempeñar un papal positivo en el logro de una solución amplia en Centroamérica si EE UU también se limitaba y fomentaba soluciones mutuamente aceptables. El envase de la oferta fue tan interesante como su contenido. No había condiciones previas de ninguna clase; más bien, los cubanos estaban dispuestos a sentarse inmediatamente a la mesa de negociaciones. Además, estaban dispuestos a discutir cualquier tema multilateral y bilateral
Negarse al diálogo
Pocos días después de esa proposición, un funcionario cubano me confirmó la seriedad del propósito de Cuba: "Nosotros deseamos una solución pacífica en Cen troamérica. Comprendemos sus preocupaciones por la seguridad de ustedes y estamos dispuestos a tomarlas en cuenta. Si ustedes están dispuestos a encontrarnos a mitad del camino y de negociar con nosotros a base del respeto mutuo, no veo más razones que nos impidan comenzar a superar, por fin, la animosidad contraproducente que existe entre nosotros. Estamos tan cansados de ella como ustedes".
Una vez más, no se trataba de aceptar algo de buena fe, sino la cuestión de explorar las posibilidades sin riesgo alguno para EE UU. Pero ciertas medidas tomadas por el Gobierno a mediados de abril asestaron un duro golpe a la perspectiva de negociaciones. Primero, EE UU participó a los cubanos que no se renovaría el acuerdo pesquero de 1977. El impacto material de la medida fue menor, puesto que el volumen de la pesca cubana en aguas estadounidenses era insignificante. Sin embargo, el acuerdo se había firmado como resultado de las primeras negociaciones entre EE UU y Cuba en 1977 y, en un sentido simbólico, estaba estrechamente relacionado con la idea de distensión entre los dos países. En consecuencia, su cancelación se interpretó como indicio claro del desinterés de EE UU en mejorar las relaciones.
Segundo, se prohibió a los americanos realizar transacciones financieras relacionadas con el turismo en Cuba. Para comenzar, no había muchos americanos que pasaran sus vacaciones en Cuba y los cubanos simplemente aumentaron la cantidad mensual de permisos expedidos a exiliados para visitar a sus familiares, compensando así la pérdida de divisas. De modo que el único resultado concreto de la medida fue la limitación del derecho a viajar de los ciudadanos americanos.
Además, el Gobierno dijo que había intentado conversar con lo cubanos, pero que los había encontrado tan intransigentes que la continuación del diálogo habría sido inútil. Tal versión fue claramente engañosa. Ni el encuentro entre Haig y Rodríguez ni el diálogo entre Walters y Castro fueron pruebas concluyentes. En el primero, Haig simplemente constató los puntos de vista de EE UU y Rodríguez constató los de Cuba. En el segundo, Walters esbozó algunos temas de interés y preguntó si Cuba estaba preparada para discutirlos. La respuesta fue positiva. En otras palabras, Cuba no mostró indiferencia. A pesar de ello, EE UU hizo correr la voz de que había encontrado a los cubanos intransigentes en sus posiciones. Sin embargo, también se refirió al encuentro como prueba de la disposición al diálogo de EE UU.
Desde la perspectiva del Gobierno, las conversaciones fueron, pues, nada más que un medio para defenderse contra críticas domésticas y extranjeras. No se puede excluir la posibilidad de conversaciones en el futuro, especialmente si se incrementa la presión de la opinión pública. Pero sin profundos cambios en la postura y el enfoque de EE UU, los encuentros futuros serán tan estériles como los pasados.
Hay que cerrar tratos
En definitiva, ni la experiencia histórica ni un análisis objetivo de la situación actual permiten concluir que una política de relajamiento de tensiones con Cuba no es practicable. Es, en realidad, la única política que nunca tuvo una oportunidad justa. Lo que EE UU ha aplicado y que el Gobierno de Reagan está intentando nuevamente -amenazas, presiones, filípicas- no ha dado resultado.
La posición de Estados Unidos en Centroamérica se ha deteriorado progresivamente. El rechazo norteamericano al diálogo sólo logró molestar a los cubanos. No obstante, la negociación seria es la única vía razonable para ambas partes. Los americanos no deberían esperar milagros. Castro es un revolucionario convencido y muchos de sus objetivos son contrarios a los estadounidenses. Es casi seguro que las relaciones entre Estados Unidos y Cuba seguirán poco amistosas por mucho tiempo. Pero las áreas conflictivas podrían reducirse. No es imposible cerrar tratos con Castro. Tarde o temprano, Washington tendrá que hacerlo, no porque los americanos lo quieran o porque quisieran ser vistos como gente simpática, sino para servir a los intereses estadounidenses.
Cuba sólo dejará de apoyar a grupos subversivos en Centroamérica si los Estados Unidos lo hacen también. La CIA debe dejar de respaldar a los grupos armados que operan contra Nicaragua desde Honduras, como debería terminarse el entrenamiento, en Florida, de exiliados ansiosos de atacar a Cuba. Como me dijo recientemente un alto funcionario cubano, ellos están "completamente dispuestos a acordar reglas del juego, pero ustedes deben aplicarlas tanto como nosotros."
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.