La Junta argentina y el juicio de Dios
LA DECLARACIÓN de la Junta Militar argentina sobre las responsabilidades de su lucha contra la subversión y la suerte de un número indeterminado de desaparecidos (entre 15.000 y 30.000 desde 1975) es otro exponente del grado de corrupción moral a que puede llegar un poder militar que, soberbiamente, sólo rinde cuentas a su propia justicia y, como mucho, al juicio de Dios.La intervención militar argentinaque derrocó en 1976 al Gobierno constitucional de María. Estela Martínez de Perón logró derrotar la subversión armada de izquierdas con una metodología terrorífica cuyos precedentes hay que buscarlos en el golpe de Augusto Pinochet contra el régimen de Salvador Allende, o en el yakartazo del general Suharto contra Sukarno y el comunismo en Indonesia, o la política de desapariciones y traslados poblacionales del régimen de Pol Pot en Camboya. Con la diferencia de que los militares argentinos tomaron el poder en 1976 sin disparar un arma y ante la complacencia de respetables y amplios sectores de su nación, y de que la República Argentina conforma una sociedad punta, que hizo una reforma educativa laica ya en los años veinte, que cuenta con varios premios Nobel y que desde la independencia se ha reclamado europea, civilizada y hasta refinada.
Así las cosas, este sueño de la razón militar en el que decenas de miles de ciudadanos son dados por muertos sin más explicaciones y en el que se glorifica el terrorismo de Estado ante la existencia de un terrorismo subversivo, ha sido repudiado con indignación por la mayoría de los argentinos, que aunque quisieran despertar de su pesadilla para acceder nuevamente a una normalidad democrática son conscientes de que la revisión al juicio de Dios del terrorismo militar no les devolverá una paz duradera. Para la consolidación de la futura democracia y la reconciliación entre los argentinos es indefectible que una justicia civil e independiente entienda pormenorizadamente de los excesos de la represión militar y del destino de los ciudadanos desaparecidos. Paradójicamente sólo así serán factibles posibles leyes de olvido o de amnistía (de auténtica amnistía: para todos) que permitan encontrar una salida a una situación kafkiana que en teoría puede sentar en el banquillo de los acusados a la plana mayor de la oficialidad de un país por presunta violación de los derechos humanos contra su propio pueblo. Pero además de amnistiar a Roberto Santucho o a Firmenich (líderes en el exilio del Ejército Revolucionario del Pueblo y de los Montoneros) y al capitán Astiz o al general Camps (el primero, reclamado por los Gobiernos de Francia y Suecia como prestinto autor de la muerte por tortura de tres súbditas de estos países, y el segundo, ex jefe de la policía de Buenos Aires durante lo más duro de la represión), hay que repartir judicialmente las responsabilidades de todos y revelar la suerte de los desaparecidos, ya enterrados oficialmente desde el jueves. Sólo así, y aunque el corazón se resista, podrá evitarse un futuro movimiento de revancha y echarse las bases de la difícil reconciliación argentina. Pero, como hasta la Iglesia ha venido a recordar en su tímida y reciente exhortación pastoral, no basta con el propósito de enmienda ni el dolor de corazón: hay que confesar los pecados. Y esto es lo que no entiende la Junta Militar.
Por otra parte, existen datos fehacientes de cientos de niños de corta edad detenidos junto a sus padres y desaparecidos con ellos. A tenor de la declaración de la Junta, si no se encuentran entre las listas de los actuales prisioneros (lo que ya sería una barbaridad) ni se han exiliado voluntariamente (lo cual sería extraño), habrá que darlos por muertos. Por supuesto que nadie piensa que los militares argentinos hayan asesinado niños, pero precisamente por ello tendrán que revelar a qué familias los entregaron, en su delirio campollano de redistribuir un sector de la infancia entre familias ideológicamente afines.
No hay otra solución para el problema argentino que no pase por la remodelación de esos cuadros militares, el enjuiciamiento y condena de los inspiradores de los asesinatos y las torturas y una amnistía pormenorizada y razonable para los demás, en el entendimiento inevitable de que no se puede meter en prisiones militares, sin que medie una revolución, a la práctica totalidad de la oficialidad de un país. Hasta aquí, como piden los militares argentinos, puede llegar la comprensión de los hombres. Pero dejar la justicia exclusivamente en manos de Dios es algo que no se ha atrevido a sugerir -y no por falta de ganas- ni siquiera monseñor Aramburu, presidente de la Conferencia Episcopal Argentina.
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