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Exigencias de una 'L'

Ariel Dorfman

Mi pasaporte tiene una gorda letra L estampada en su primera página. Me la impuso minuciosamente hace unos años el cónsul chileno en Amsterdam, cuando el general Pinochet comenzó a entregarles su documentación a los 30.000 chilenos exiliados que vagaban por el mundo.Al principio no sabíamos qué significado podía tener aquella letra solitaria y misteriosa. Consultamos los diccionarios, ensayando varias connotaciones siniestras, desde lacra hasta luto. Finalmente alguien se dio cuenta de que una dictadura no suele manifestar tales vuelos imaginativos. La L quería decir muy simplemente que estábamos en una lista. Hasta que algún inescrutable personaje decidiera lo contrario, no podríamos atravesar las fronteras mágicas de nuestro propio país. Notemos que, con eso, se nos trataba con menos consideración que a los peores delincuentes, puesto que ellos, por lo menos, tienen derecho a un juicio y a conocer los plazos dentro de los cuales debería terminar su castigo. Nuestra expatriación, en cambio, en vista de que no se nos ha formulado cargo alguno ante un tribunal, no tiene apelación ni, lo que es peor, límite temporal. Estamos condenados por una orden administrativa a vivir como extranjeros. Es tamos condenados a que nuestros hijos se críen en un idioma que no es el suyo y que nuestros ojos no reconozcan las calles y los árboles. Estamos condena dos a mirar a los abuelos morirse lentamente por correo y a los sobrinos nacer por repentinos telefonazos. Pero tal vez la peor condena de todas es ver cómo nuestro país se retira, se nos va como una marea extraña, distante, in descifrable, y presenciar cómo indecidos, nuestros cuerpos comienzan a buscar estabilidad después de nueve años precarios, nuestros cuerpos comienzan a acostumbrarse, en contra de su voluntad y tal vez para siempre, a una tierra que no han escogido de su libre albedrío.

El Gobiemo chileno no ha hecho nada durante este período para solucionar este problema. Con esto sigue la lógica torcida de todas las dictaduras; basta con declarar inexistente un dilema para no tener que confrontarlo. Ahora, el general Pinochet acaba de descubrir que de hecho existimos y que no vamos a hacerle el favor de desaparecer detrás del horizonte como el cometa de Halley. En vista de lo cual, como cualquier persona poderosa que prefiere no adoptar las soluciones evidentes y claras a un problema difícil, el general Pinochet ha nombrado una comisión. Antes de diciembre, sus miembros deberán haber estudiado, uno por uno, los casos de cada exiliado, y determinarán si podrá o no retornar a Chile. Antes de que podamos ser admitidos de vuelta, debemos firmar una declaración reconociendo la legitimidad del Gobierno de Pinochet y nuestra aceptación de la Constitución de 1980.

Que se me permita expresar algunas dudas acerca de la since

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ridad de esta oferta tan amable de parte del general.

Ya en 1978, como parte de una amnistía un tanto insólita, cuyo sentido verdadero era eximir a aquellos que habían torturado de tener que responder ante los tribunales por su violencia, a los exiliados se les pidió que se encaminaran a sus respectivos consulados y firmaran peticiones de retorno. Estas serían, en efecto, examinadas caso por caso. Y había que jurar -lo han adivinado- que se respetaría al Gobierno de la República. Muchos de mis amigos exiliados se fueron volando a los consulados. Por mi parte, yo tenía mis reservas. Pensé que poseía yo el derecho humano elemental, establecido por tratados internacionales, a volver a mi país cuando lo deseara. Este derecho no tiene nada que ver con mis opiniones políticas. Era mi crea entonces, y sigue siéndola ahora que el Gobierno que preside el general Pinochet es ilegítimo.

Millones de chilenos que viven en su propia patria, entonces y ahora, concordarían vigorosamente con mi juicio. A ellos no se les ha requerido firmar nada para poder quedarse en el país. No quise yo, y todavía no quiero, aceptar la institucionalización de dos tipos de ciudadanos, aquellos a los que se les fuerza a proclamar su lealtad y aquellos otros que pueden quedarse callados. Por tanto, no firmé ni la punta de una estampilla. Por cierto, mi actitud pudo también deberse a un sentimiento más primitivo. Tal como hay quienes prefieren que sus retratos no caigan en manos de sus enemigos, así traté de evitar que mi firma fuera capturada, y contaminada por un dictador. O tal vez no se trataba tanto de rectitud moral de mi parte como la intuición de que todo el asunto no era más que una farsa.

Desafortunadamente, tuve razón. De los miles de solicitantes, sólo a un puñado se le permitió retomar a Chile. En la mayoría de los casos, el Gobierno ni siquiera respondió las peticiones. Pero algo se consiguió. En primer lugar, quedó claro que la dictadura chilena no tiene ningún interés en que vuelvan los exiliados. Y segundo, y más importante: ahora podemos exhibir ese acto fraudulento de 1978 como una mera maniobra publicitaria y exigir hoy algo enteramente diferente. El Gobierno militar no cumplió su palabra en ese momento. Nada indica que la ha de cumplir ahora.

Sospecho que cita acción súbita, lejos de demostrar preocupación por los sufrimientos de los exiliados, demuestra más bien una preocupación por el Congreso de EE UU. El presidente Reagan debe certificar en estos días, para que se le pueda renovar la ayuda militar y económica a Chile, que el Gobierno de Pinochet he llevado a cabo progresos en referencia a los derechos humanos. Si es así, el gipneral no necesita nombrar una comisión que ha de postergar sus decisiones mes a mes hasta que finalmente permita que tres ciudadanos ingresen al país en los mismos momentos en que la policía expulsa a ocho personas nuevas.

Si el general Pinochet verdaderamente desea "la unidad de todos los chilenos", comoha declarado, el camino es meridiano. Que se nos deje volver a nuestro país. Todos. Ahora mismo. Sin condiciones.

Ariel Dorfman es crítico literario de origen argentino.

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