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El éxito de la reconstrucción política y económica

La República Federal de Alemania cumple hoy treinta años y elige también en esta fecha a su quinto presidente. El 23 de mayo de 1949 se proclamó en Bonn la Constitución de la RFA, la Ley Fundamental, lo que significaba, de hecho, el nacimiento de dos Estados alemanes, la división de la nación alemana, cuya «unión» cada día parece más hipotética. , corresponsal de EL PAÍS en Bonn, describe en esta serie el nacimiento de la RFA y la trayectoria del país más potente de Europa.

Los viejos airados. Este título de Excl Aggebrecht aparece en las librerías alemanas coincidiendo con el trigésimo aniversario de la nueva Constitución alemana o, si se quiere, con el nacimiento de dos Estados alemanes «condenados a entenderse» algún día.Del subsuelo han emergido también, simbólicamente, como una muestra de recuperación del pasado para evitar viejos errores que conmovieron al mundo, las esculturas de los padres de la patria prusiana. En total, 32 bustos de monarcas y guerreros que, por imperativos de las circunstancias, fueron ocultados en Berlín a la caída del nazismo.

Para los berlineses, los comparecientes son los muñecos (die puppen). El humor berlinés no parece excluir la crítica de uno de los padres de la Constitución de Bonn, el más viejo de los supervivientes, el profesor Fritz Eberhard, socialdemócrata, catedrático de ciencia política en la Universidad Libre berlinesa, que ha comentado a este diario: «En estos treinta años han cambiado mucho las cosas en Alemania Federal.»

Los «viejos airados» del libro de Aggebrecht son reconocidos demócratas: el general Baudissin, el escritor Jean Amerx y otros que contribuyeron a dar cuerpo a una Constitución tan progresista como la de Bonn. Para el general, «la Democracia Cristiana jamás ha entendido de qué va la cosa». Para el escritor, «hay que terminar con este clima de denuncia y de observación mutua», con un gran sentido autocrítico. Grupos democráticos y aquellos alemanes de la primera hora, de la hora cero o de poco después, que supieron analizar en profundidad el alma alemana, se plantean ante el trigésimo aniversario de la Constitución si Alemania Federal debe rectificar en algunos puntos clave.

Un presidente para un pueblo

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La Asamblea Federal, constituida por los parlamentarios del Bundestag más un número igual de compromisarios elegidos por las dietas regionales, designarán mañana un nuevo presidente para Alemania Federal: el candidato democristiano, Karl Carstens, con un pasado político polémico, parece el candidato más firme. Esto sería, para más del 60% de los alemanes, según las encuestas, un verdadero error. Sobre todo si alguien se empeña en interpretar esta elección como un augurio al final de treinta años de democracia alemana.

En 1949, sobre las ruinas de Alemania, y después de 265 días de discusiones, 65 parlamentarios se arriesgaban a «provocar» la división alemana aprobando una Constitución para las tres zonas administradas por los tres vencedores occidentales: Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia. Los soviéticos, ocupantes de la zona al este del Elba, no iban a tolerar que la misma Constitución burguesa entrase en vigor en la futura República Democrática Alemana, que nació el mismo año.

De los 65 «padres de la ley fundamental», doce votaron en contra: seis parlamentarios del Partido Cristiano Social bávaro, dos centristas, dos comunistas y dos del Partido Alemán. El Parlamento bávaro rechazaría también la Constitución al someterse su aprobación a escrutinio en las once dietas regionales.

Con ocasión de la discusión del texto, se puso en marcha una gran operación por la que el alemán de la calle tuvo acceso a la redacción: en total los ciudadanos presentaron 5.131 acotaciones, en su mayor parte relacionadas con los derechos de los padres en la familia y ante el Estado, futura bandera e himno nacional. En aquellas sugerencias se quiere ver ahora que las dos grandes preocupaciones del alemán de entonces eran el temor a una nueva utilización ideológica de los hijos, como la del nazismo, y el afán de contar cuanto antes con una patria simbolizada en himno y bandera.

Se temía entonces la provisionalidad del Estado: la República de Weimar había sobrevivido únicamente catorce años y el imperio milenario de Hitler, doce. La guerra quedaba cuatro años atrás, cuatro años en los que los aliados habían sido los supremos dueños del país. Tanto que los ocupantes designaron a los futuros parlamentarios y a quienes debían ocupar un puesto administrativo. Ernst Lemmer, que luego sería ministro, tuvo que aceptar a punta de pistola ocupar una alcaldía.

Los aliados proporcionaban el alimento a la población (1.100 calorías por día y persona), imponían y levantaban el toque de queda, extendían permisos de conducir (incluso el uso de bicicleta requería estar en posesión de un carnet) o prohibían, por recelo, en el verano de 1945, la formación de comités antifascitas orientados a la reconstrucción de la patria mediante la reconciliación de los antiguos militantes nazis y sus víctimas supervivientes. Los aliados temían que estos comités hiciesen renacer demasiado pronto el sentimiento nacional alemán.

La desnazificación aliada, dejando al margen los procesos contra los inmediatos colaboradores del Führer, iba por otros derroteros.

Georg von Schnitzler, director .de la empresa Ig. Farben, que habían financiado el acceso de Hitler al poder, que se apoderó de instalaciones fabriles de los países conquistados, que empleó como mano de obra gratis a presos de los campos de concentración y produjo el cyclon B, el gas del exterminio, fue condenado a cinco años de cárcel tras un rápido proceso. El fiscal americano Du Bois diría que era una pena que se hubiera impuesto a un ladrón de gallinas.

Alfred Krupp III, proveedor de armamento del Reich, fue condenado a arresto domiciliario, conservando en su lujosa residencia de Essen toda su servidumbre y hasta recibiendo todos los cigarrillos americanos que desease, a cambio de ejemplares autografiados de la historia de su familia: «150 años de historia de los Krupps». Los aliados occidentales habían comprendido muy pronto que, si estaban dispuestos a exigir reparaciones de guerra e incorporar la futura Alemania al sistema capitalista, lo mejor era dejarles las fábricas a los alemanes. Las minas del Ruhr estaban intactas, a pesar de los ataques de la aviación aliada. Ig. Farben apenas había resultado dañada, como tampoco Hoechst.

Krupp, colaborador de los aliados

Krupp, que muy pronto aparecería en sus fábricas luciendo el brazalete de los colaboradores con los aliados, garantizó a los norteamericanos que en cuatro meses podía lograr hasta las tres cuartas partes de la producción alcanzada durante la guerra. Sólo hacía falta garantizarle carbón, medios de transporte y mano de obra. Los aliados accedieron: la mano de obra se formó fundamentalmente a base de extranjeros que habían pasado de los campos de concentración a compartir el hambre colectiva, o también de extranjeros desertores de los respectivos ejércitos a los que se deportó a Alemania para cooperar forzosamente en la reconstrucción.

Atrás, en los últimos meses de la guerra, quedaron por la muerte del presidente Roosevelt los planes de su ministro de Finanzas, Henry Morgenthau, para el que Alemania debería quedar convertida en un país simplemente agrícola. Harry Truman sería partidario de levantar Alemania de sus ruinas, sobre todo de las fabriles, pero impidiendo por todos los medios que este resurgir fuese más allá de mantener a los alemanes suficientemente alimentados y ocupados en la producción de bienes de equipo importables por los vencedores.

Con una población diezmada por la guerra, las enfermedades y el hambre (la población masculina se limitaba a, un 33% del total, la femenina al 44%, y la infantil al 23%), con seis millones de desaparecidos, casi dieciséis millones de refugiados procedentes de los países del Este europeo, tres millones de alemanes sin refugio alguno, la reconstrucción del país era para los aliados una operación casi desesperada. Eisenhower, comandante supremo de las fuerzas americanas en Alemania, y Montgomery, jefe de los británicos, reclamaban insistentemente a Washington y Londres que incrementasen los envíos de alimentos. El pillaje y la rapiña se hicieron habituales. El propio Konrad Adenauer reconocía que en cierta ocasión se llevó, de un despacho que perteneció a los nazis, una elegante lámpara de mesa.

Paulatinamente, y gracias al plan Marshall de 1948, las fábricas alemanas empezaron a producir y a emplear desocupados. Los programas de producción se limitarían a lanzar cada año al mercado diez mil motocicletas de pequeña cilindrada, pequeñas máquinas, vehículos utilitarios, etcétera. Pero, sobre todo, la producción había de concentrarse en el tratamiento de metales útiles a los ocupantes, como acero, níquel, cinc, cobre. Quedaba terminantemente prohibida la producción de aviones, buques, centrales de radio, todo aquello que tuviese relación con la estrategia militar.

Solidaridad alemana

Solidaridad por encima de todo. Esto era lo único que podía mantener al pueblo alemán en pie frente a unas ruinas humanas o urbanas que mantenían vivo el pasado inmediato. Mientras los hombres regresaban a las cadenas de montaje o a las acerías, 40.000 mujeres en Berlín, y otras muchas en el resto de la geografía alemana, removían escombros y levantaban casas.

Un noticiario cinematográfico de la época, ofrecido ahora a través de la televisión, presentaba como modelo a seguir el de una viuda con trece hijos que construyó su hogar a base de un trabajo de dos meses, día y noche.

En 1.972 diría Willy Brandt, refiriéndose al período de la reconstrucción: «Podemos estar orgullosos de nuestro país.» Atrás quedaron las conferencias de Teherán, Londres, Yalta, Potsdam, con todas sus decisiones sobre participación alemana, reparaciones de guerra, administración del país. A la solidaridad del pueblo alemán en los años de pobreza siguió el «milagro económico», la «ostpolitik», la expansión hacia el exterior, la recuperación del crédito alemán, el rearme. Todos estos factores quedan encuadrados dentro del nuevo orden constitucional, aunque muchos alemanes piensen que son los éxitos económicos los que legitiman la Constitución y no al revés.

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