La irresistible vocación madrileña de los "burgueses" valencianos
Mientras la vida sigue y se produce en la década de los sesenta de este siglo, por ejemplo, una rápida transición económica del País Valenciano, que pasa, de ocupar el 35% ó 40% de su población activa en la agricultura, a ocuparla en la industria, mientras la primera es atendida por menos del 20%, los frutos de una historiografía que no sólo no desdeña, sino que basa sus investigaciones en la realidad económica, van granando en tesinas y tesis de enorme interés. Seguramente los actores de esa economía valenciana que, en tan poco tiempo, se ha transformado tanto -aunque su influencia en las formas de vida sea mucho más lenta- se desentienden de tales trabajos. Es natural. Tienen bastante con los suyos. Y, sin embargo, es de la incapacidad financiera para levantar industrias durante el siglo pasado de lo que tratan esas tesinas y tesis. Algún día, hay que esperar que no muy lejano, habrá que preguntarse por qué, en la década de los sesenta de este siglo, sí que fue posible lo que no lo fue hace ciento o 150 años, cuando languidecía sin remedio, hasta que murió de extenuación, una actividad como la sedera, que podría haber acelerado nuestro proceso industrial, en absoluto incompatible, como la realidad ha demostrado, con una agricultura intensiva de regadío, exportadora de sus productos. Cuando esas investigaciones se lleven a cabo podrá comprobarse, creo yo, que han coincidido muchos factores en el «salto» económico de hace veinte o veinticinco años, entre los cuales cuentan, a mi juicio, la presión de la demanda exterior -y la interior, claro está- atraída por costos menores; la pura y simple necesidad, puesto que existen unos límites bastante estrechos y, por tanto, insuficientes notoriamente, en el tipo de agricultura que desarrollamos y el protagonismo, hasta el límite de sus posibilidades, de una clase social que no tiene nada que ver con la que en el siglo pasado fue la protagonista del desarrollo industrial -y del financiero previo- en otras partes y, en cambio, no lo fue aquí.Creo que el gran mérito de la tesis que Clementina Ródenas ha resumido en su libro Banca i Industrialització. El cas valenciá. 1840-1880, editado por Tres i Quatre, con el patrocinio del Banco de Promoción de Negocios, es el de haber puesto de relieve, no tanto la ineptitud financiera de lo que entonces podía llamarse, con la misma impropiedad que ahora, burguesía valenciana, como su ineptitud industrializadora. Aunque quizá la palabra ineptitud no sea la más apropiada. Porque algunos de los prohombres de los intentos financieros desarrollados en la ciudad de Valencia durante el período estudiado en el libro provenían de la industria y de la más importante entonces -cuando ya agonizaba-, es decir, de la sedera. Habría que hablar más bien de desinterés porque otras inversiones eran más rentables. Con lo cual no es que se descubra nada nuevo, considerado el asunto en sus términos generales, puesto que esas son habas que se cuecen en todas partes y en todo tiempo, pero conviene precisarlo del modo minucioso que lo ha hecho Clementina Ródenas, para que sepamos a qué atenernos cuando busquemos respuestas a las preguritas que aún no han sido suficientemente contestadas sobre nuestro desarrollo económico durante los últimos dos o tres siglos.
El País Valenciano, como cualquier otra nación, no es uniforme. Mucho menos si se le considera en toda su amplitud y no sólo en la de los límites que van del Senia al Segura. Y así, por ejemplo, la lectura del libro de Clementina Rédenas me ha recordado otro de los profesores Aracil y García Bonafé sobre El cas d'Alcoi en la investigación de la industrialización valenciana. Un reciente artículo que ambos han publicado en la revista Hacienda, Pública Española (número 55 del pasado año) insiste en el tema, ampliándolo a otros lugares de la Península, para concluir en que sólo ha supervivido la industria textil allí donde los núcleos rurales, de cuya mano de obra se servía a tiempo parcial y domiciliario, no estaban excesivamente dispersos y constituían una red lo suficientemente espesa como para acabar convirtiéndose en un tejido industrial coherente. Está, sin embargo, la excepción del caso de la seda, no sólo en la ciudad de Valencia -aunque especialmente-, sino también en La Safor, por ejemplo, donde hay que decir que, a pesar de todo, supervive una de las pocas industrias sederas que se han mantenido en pie. ¿No explicará la desaparición de la industria sedera «urbana» de Valencia justamente la ausencia de suficiente «ruralidad», esdecir, la dependencia gremial, por una parte, y por otra, la de financiación para ponerla tecnológicamente al día, lo que no quisieron hacer ni siquiera industriales sederos cuyos capitales fueron dedicados a la banca y sus negocios especulativos?
Clementina Ródenas ha estudiado las entidades, las personas de sus Consejos, las interconexiones de estas personas con otros Consejos de entidades afines, los balances, la evolución y sus relaciones externas, etcétera, de cajas más o menos puras, cajas-banco, sociedades de crédito, que han existido y dejado de existir en la ciudad de Valencia entre 1840 y 1880, unos años que, como señala Fontana en la nota introductoria -Fontana ha dirigido la tesis de Clementina Ródenas-, fueron decisivos para que llegara a «configurarse la fesomía peculiar de la societat valenciana contemporánia». Como seguramente no hacen falta muchas sugestiones para que los verdaderamente interesados en esta clase de temas se decidan a leer el libro, les ahorraré el detalle, puesto que es demasiado rico para caer en el atrevimiento de resumirlo. Clementina Róderias señala, con argumentos extraídos de los balances, el destino de las inversiones, etcétera, cómo el intento de caja-banco, emprendido en 1842, no ayudó poco ni mucho a la financiación industrial, a pesar de ser elevadísimos sus depósitos. Las causas habría que buscarlas no sólo en la esencial naturaleza de estas instituciones y su doctrina «benéfica», sino también en la legislación que las constreñía. El problema de la caja-banco no fue la escasez de capitales, sino su exceso, hasta el punto de que hubo que limitar las cantidades que podían depositarse, y para ayudar a este fin se llegó a dejar de pagar intereses. Las «inversiones» se hacían en el Monte de Piedad y en la Caja de Depósitos del Estado. Estas disposiciones del propio Estado en aquellos tiempos deben recordarle algo al lector que siga la evolución actual de tales instituciones. El resultado fue entonces que las limitaciones resultaron «particularment greus per a la industria de la sedaja que la Caixa n'hagués pogut suplir el deficient financarnent». Pero no fue así, como no es así ahora, aunque el panorama crediticio de las cajas se ha ampliado con los créditos personales, la subsidiariedad o gestión del crédito «oficial», etcétera, y con operaciones de inversión menos usuales -y menos públicas- que ponen a veces en sus manos obligaciones bancarias con digamos que trueque de servicios en beneficio de terceros.
Clementina Ródenas explica en su libro que será ya en adelante una referencia obligada para dilucidar las cuestiones planteadas a los historiadores -y a los que no lo somos, pero sabemos que, sin las respuestas del pasado, será dificil obtener las del presente y tratar de orientar las del futuro- problemas que tienen incluso aspectos curiosos, como, por ejemplo, los intentos, fallidos en parte o al menos suficientemente, de sociedades financieras valencianas como la de Fomento de Giro y Banca, creada en 1846, años antes'de que el Estado legislara -restrictivamente, desde luego- sobre sociedades de crédito, la cual quería emitir papel apto para funcionar como moneda. Se trataba de resolver el problema de una circulación fiduciaria capaz de servir a un desarrollo económico obstruido también por estas causas, superando el hándicap de la moneda metálica, única existente. Un banco, recuerda Clementina Ródenas, necesitaba esta capacidad de emisión para funcionar mejor en sus otras dimensiones. Pero el Estado quería reservarse esta facultad, aunque su incapacidad para satisfacer la demanda.de moneda y su reacción, en todos los sentidos de la palabra, deflacionaria, como consecuencia de su arraigado conservadurismo, produjeran el atasco de la dinámica industrial. Porque para muchos de los políticos.. madrileños del momento el porvenir «de España» estaba en la agricultura y no en la industria.
Esta clase de política económica -he aquí la cuestión- fue la que acabó por adoptar el mitificado marqués de Campo, cuya conducta financiera no es precisamente ejemplar. No lo es ni por su escasa, más bien nula, preocupación por las cuestiones económicas de fondo en el País Valenciano, ni menos aún por su fidelidad a los intentos financieros autóctonos, ni tampoco por aquello que se le atribuye, es decir, las obras que emprendió con sociedades de las que formaba parte y que tenían, en los bancos y sociedades financieras, a las que también controlaba, prioridad crediticia, aunque se tratara, como se trató en no pocas ocasiones, de créditos muy arriesgados.
Al marqués de Campo le interesaron los ferrocarriles; le interesaron las obras del puerto -en donde tuvo más opositores-, etcétera. Es decir, le interesaron aquellas inversiones en las que existía una garantía mínima del Estado y, por consiguiente, estaba a cubierto de las pérdidas. No se interesó nunca, poco ni mucho, por la industria de la seda, por ejemplo, ni por ninguna otra, y acabó, como Clementina Ródenas recuerda, comprando huertos de naranjos. Pero antes había hecho algo muy característico de la clase social que estaba llamada a ser la «clase montant» y no lo fue: aliarse con el poder central en contra de los intereses valencianos. Eso es lo que ocurrió cuando pactó con el Banco de España contra los intentos de bancos valencianos de emisión.
Clementina Ródenas, que ha trabajado con un rigor valiosísimo -y continúa haciéndolo, lo que es muy esperarizador y satisfactorio, sobre todo si logra, como hay que esperarlo, eriraizarse sólidamente con nuestra universidad- en las últimas páginas de su libro, confirma la lúcida observación de un libro capital de Fuster que está lleno de ellas, Nosaltres, els valencians. He aquí lo que dice Fuster y suscribe Clementina Ródenas:
«Burgesia -burgesia mercantil- i poble urbá formaven l'ala extremista del corrent liberal, provisòriament aliats en la luita per la llibertat política... Paralellament, un corrent conservador -conservador en l'ac:cepció més ámplia de la parula- resistía als embats del corrent liberal-republicá. Un dels seus ramals s'insereix en la legalitat constitucional, la gran propietat rústica i un reduit sector -el més poderós, però- de la burgesia, que s'havien vincular a la Monarquia d'lsabel Il a partir de la Desamortització, donen llur ajut als goberris de la "gran etapa moderada" del 1843 al 1868. Un dels seus homes significatius és el financer Josep Campo. En efecte -continúa Clementina Ródenas-, sembla que es distingeisenclarament aquests dos blocs en lluita aglutinats eritom a la Societat Valenciána de Foment i a la Societat de Crédit Valenciá. La Societat de Crédit Valenciá aglutinará la burgesia industrial i comercial-liberal, que hi és la predominant, contra el capital financer, urbá i de comerg exterior aplegats en la Societa t Valenciana de Crédit i Foment i aliat amb l'aristocrácia terratinent e ntorri a la sucursal del Banc d'Espanya i a la societat del Ferrocarril.»
Más de cien años después ha sido otra clase la montant y no la burguesía. Ni siquiera la mercantil. ¿Quiénes y con qué financiación han creado las más de 50.000 empresas de rrienos de veinticinco obrerosque emplean a más del 60% de la población activa industrial? He aquí otra investigación pendiente que sería menos trabajoso hacer ahora.
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