Twiggy, bajo la advocación de Thomas Hardy
Un rato inolvidable con la legendaria modelo de los sesenta, que evoca su admiración por Françoise Hardy y cuando conoció a David Bowie, Bob Dylan y su gran héroe, Fred Astaire


Lo que más te sorprende al tener enfrente a Twiggy, la modelo icónica de los sesenta, los Swinging (“A la moda”) Sixties, son sus ojos, los segundos ojos azules más bonitos que yo haya visto y que hacen pensar en los de Elfride Swancourt, la protagonista de, justamente, Unos ojos azules, de Thomas Hardy (Penguin Clásicos, 2017), y lo que apuntaba el novelista de ellos. “No se podían pasar por alto, eran como una sublimación de su persona; no era necesario buscar más allá: en los ojos estaba toda ella”. Eran unos ojos, continuaba Hardy, y yo —por supuesto— no lo diría mejor, así que ahí va, “azules como la lejanía otoñal, azules como el azul que vemos entre las formas cada vez más lejanas de las colinas y las laderas boscosas cualquier soleada mañana de septiembre. Un azul neblinoso y opaco, que no tenía principio ni superficie, y al que uno no dirigía la mirada, sino que la sumergía”. A todas estas Twiggy (nacida Lesley Hornby) me observaba divertida (y nada oscura pese a la advocación de Hardy). Tiene 75 años y han pasado muchos desde que saltó a la fama a los 16 como la chica emblemática de 1966, con sus largas pestañas, su cabello rubio platino muy corto y su figura andrógina. Alguien la comparó entonces con una jovencita Helena de Troya cockney dueña de una cara capaz de lanzar no un millar de naves sino un millar de nuevas formas al proceloso mar de la moda. Ha pasado tiempo, decía, pero hoy sigue teniendo Twiggy un resplandor muy especial y conserva una vivacidad y un desparpajo que hacen que te sientas catapultado a Carnaby Street mientras suenan los Beatles, Donovan o el Rainy day women #12 & 35 de Bob Dylan.
Precisamente está lamentándose Twiggy con un simpático mohín del día lluvioso que hace en Barcelona, incluso viniendo de Londres, con lo que le gusta a ella callejear. Ya ha estado anteriormente en la ciudad y hasta ha subido al Tibidabo, pero agradece que le recomiende ir a la Fundación Miró —mi lugar favorito—, que no conoce. Está muy contenta con el documental que ha hecho sobre ella Sadie Frost y que ha inaugurado el miércoles la 9ª edición del Moritz Feed Dog, el festival de moda en el cine, que dura hasta el domingo y que es el motivo de su visita. “Es muy emocionante para mí, ver a papá y mamá, a mis hermanas de pequeñas, me saltan las lágrimas. Es mi vida, al cabo, lo que hay ahí, en la pantalla”.
Del apodo de Twiggy recuerda que se lo pusieron por sus piernecitas que eran tan delgadas como ramitas. Ella entonces iba a la escuela y trabajaba ocasionalmente “para conseguir algo de dinero de bolsillo” en la peluquería en que lo hacía su hermana mediana, Vivien (Twiggy es la pequeña de tres). Fue por entonces cuando le cortaron el pelo, se lo tiñeron y le hicieron la foto con la que saltó a la fama. Dice que todo sucedió muy rápido y que no se explica sin tener en cuenta el momento de efervescencia, cambio y cultura juvenil en la Inglaterra de mediados de los sesenta que posibilitó que se hiciera popular alguien como ella, tan alejada del canon de las modelos de entonces. “Yo era lo contrario de lo que se estilaba, 1,68 de altura, muy delgada, pequeña. Y además era de clase obrera, mi padre era carpintero, cuando las modelos solían ser de clase media o alta, de familias pijas [luego ha sido ennoblecida como Dame Twiggy, el equivalente femenino de Sir]. Lo que me pasó fue por suerte, pero cambió las reglas. Cinco años antes, probablemente no hubiera pasado, sin embargo necesitaban modelos nuevas para una ropa y una forma de vida nuevas, y ¡sucedió! También ocurrió en otros campos como la música, el arte, la interpretación —pienso en Albert Finney, ¿lo recuerdas?—, a los que accedieron otros jóvenes de clase obrera que lograron tener una voz, y yo, yo fui parte de eso”.
Twiggy se ríe (lo hace todo el rato en la conversación, una risa franca y contagiosa) al preguntarle por su pasado mod. “¡Fui una mod, si! Me gustaba la estética, con aquella ropa que me encantaba, las parkas, y las motos, las Vespas”. No estuvo en Brighton en el 64, cuando los mods y los rockers se liaron a bofetadas. “Era muy jovencita y mi padre me prohibió ir, no estaba en las peleas, era una mod a tiempo parcial; también me prohibía montar en scooter”, añade con un guiño que casi me hace decirle que fui amigo de los hermanos Gil, nuestros mods oficiales, y tengo aparcada fuera la Honda Vision, para lo que haga falta. ¿Recuerda Quadrophenia? “¡Claro!, fue una película muy popular y el director era amigo mío”.

Le pregunto por cómo se sentía siendo tan delgada y menudita, teniendo un cuerpo que era entonces tan poco normativo que se dice ahora, fuera del canon. “¡Era muy feliz con mi cuerpo! Toda mi vida era feliz, tenía una familia feliz. Era la pequeña y me cuidaban mucho. Me sentía bien, no sentía celos de otras chicas con más formas. Mi ídolo era Jean Shrimpton, la gran modelo; tenía sus fotos en la pared, pero no me parecía en nada, era alta, bellísima, espléndida”. ¿No era un hándicap ser entonces como era Twiggy? “Probablemente, ¡pero yo cambié eso!”, recalca con una contagiosa risa estentórea. “Yo era como era, me parezco a mi padre, que era también pequeño y delgado, y no traté de cambiarme, siempre me ha gustado comer, pero no engordo, tengo esa suerte, puedo comer lo que quiera. Intento hacerlo sano, pero adoro la comida, y me encanta cocinar. Hago unas patatas bravas estupendas”.
Sale en la conversación Kate Moss, de la que Twiggy dice que tiene sus mismas medidas, su mismo origen de working class y que es buena amiga suya. Estoy a punto de pedirle el teléfono de Moss, dada la inesperada confianza que ha surgido entre nosotros, pero me corto. Le pregunto por otros dos iconos de los sesenta, por desgracia desaparecidos recientemente, Jane Birkin y Françoise Hardy. “Ah, Jane, terrible; uno de los mejores amigos de Leigh, mi marido [el actor y director Leigh Lawson], es el hermano de Jane, Andrew Birkin, guionista y director de cine. Yo la conocía poco porque vivía en París, nos vimos un par de veces. Hizo de modelo antes que yo, yo vine un poco después. Pero ella se marchó muy pronto a Francia, con Serge Gainsbourg. Me encantaba, era tan bonita”. ¿Hardy? (Françoise, no Thomas): “¡La adoraba!, pobre. Yo quería ser como ella. Me encantaba su flequillo. Estaba obsesionada con ella. Pero no me parecía”. Twiggy se pone a tararear All over the world y me quedo fascinado viéndola cantar mientras se me superponen las imágenes de esas dos chicas con las que tanto soñamos, Twiggy y Françoise Hardy. Qué pena que todas nuestras estrellas mueran, lamento. “Me temo que eso nos pasa a todos”, dice Twiggy y suelta una risa liberadora. “¡Yo aún no estoy preparada!”, advierte.
En su etapa de modelo en los sesenta, ¿se sentían indefensas?, ¿vivió alguna situación de acoso? “Yo estaba muy protegida, todo fue muy rápido, pasé a la cima de un día para otro. Mi padre me recogía del colegio, porque aún iba a la escuela, y me acompañaba siempre a las sesiones. Todo el tiempo había alguien que cuidaba de mí, mi padre, mi madre, mi manager. Nunca estaba sola.”. Le comento lo que me explicó la fotógrafa Sarah Moon (“¡ah, una de las grandes!, me hubiera encantado trabajar con ella”) de una desagradable sesión con David Hamilton cuando era modelo. “Cierto, lo de Hamilton fue un gran escándalo, los fotógrafos podían comportarse muy mal, pero como decía yo fui muy afortunada porque siempre iba acompañada. Pero es cierto que fue una época compleja, por suerte ahora hay un control más estricto, lo que está bien porque son chicas muy jóvenes e impresionables”. Del Me Too, cuya existencia considera absolutamente necesaria, señala que ella nunca estuvo en una posición en que pudiera ser víctima. “Tuve mucha suerte. Y pasé muy rápido del anonimato a la fama, donde ya era intocable por así decirlo. Nunca fui acosada, aunque le sucedió a gente a mi alrededor”.

Hablamos de las muchas personas interesantes que ha conocido, entre ellas Dustin Hoffmann. “Protagonizó con mi marido El mercader de Venecia en teatro, Dustin el papel de Shylock y Leigh el de Antonio, el mercader, y se hicieron muy amigos. Y con su mujer los cuatro hemos sido muy amigos durante cuarenta años. Es un hombre encantador, y muy divertido”. ¿David Bowie? “Era muy famoso en esa época y en 1973 Vogue Inglaterra quiso hacer una foto de los dos para una portada. Fui a París, porque estaba grabando allí. Hicimos una sesión pero luego el editor de la revista no consideró conveniente poner a un hombre en la portada, ¡vaya tontería!, ¡David Bowie! David me dijo ‘no te preocupes, ponemos la foto en la cubierta de mi álbum’, que era Pin Ups. Un hombre adorable. Y tan brillante. Yo estaba muy nerviosa porque era muy fan”. Él también debía serlo de Twiggy. “Es posible”, ríe, “porque en un disco justo antes, Aladdin Sane, puso una frase en una canción, en Drive in Saturday, que dice mi nombre, ‘she’d sight like Twiggy the Wonder Kid’. Cuando lo escuché grité ‘¡oh, David Bowie me ha puesto en una canción!’”. Le pregunto por su famoso favorito de todos los que ha conocido y no lo duda: “Fred Astaire. Cuando hice con Kent Russell mi primera película, The boyfriend, en 1971 [antes había hecho un cameo en Los demonios] fui a Los Ángeles para el estreno; allí y me preguntaron a quien querría conocer. Y les dije ¡Fred Astaire! Pero me contestaron que era difícil, estaba retirado y no solía ver a nadie. ¿no prefería a alguien más joven? Sin embargo, finalmente lo consiguieron y fui a tomar el té con él a su casa”. ¿Bailaron? “No, no”, responde riendo. “Pero fue mágico, era tan maravilloso, y tan modesto, un gentleman; ¡pude conocer a mi héroe!”.
Seguimos conversando y ya es como si nos conociéramos de toda la vida, incluso hablamos de nuestros respectivos nietos (ella dos suyos y tres de Leigh). Aunque no parezca el mejor momento le pregunto por la minifalda. Ella fue de las primeras en lucirla. “Si solía llevarla, y muy corta”, ríe. ¿Cómo reaccionaba la gente entonces? “A la gente mayor le parecía demasiado corta, y en la escuela tuve algún problema. Como modelo las usé realmente cortísimas. He de echarme la culpa de que se hicieran tan populares, pero éramos tan jóvenes… También popularizamos los pantalones acampanados, de pata de elefante, que ahora he visto que han vuelto. Todo vuelve en la moda”. Twiggy, que tiene su propia marca, Twiggy London, apunta que le encanta diseñar ropa, que es su pasión. “Mira esta chaqueta que llevo es mía”, dice exhibiéndola con un gesto de pasarela. Le comento que es muy bonita y que hace juego estupendamente con sus ojos. Y ya lanzado le digo que tiene la misma sonrisa que de jovencita. Ríe encantada. “Un poco más vieja, más arrugas”. No, no, de verdad. “Oh, gracias”, dice halagada. Yo lo estoy mucho más porque mientras hablamos me ha tocado la rodilla. ¿Qué opina del mundo de la moda? “Uf, es un mudo maravilloso, pero puede ser muy loco, la gente se vuelve diva, pero bueno, es una adorable experiencia, diseñadores, modelos. Lo dejé para ser actriz. Fue una época en mi vida. En los noventa volví como modelo para Vogue Italia. Estaba en mis últimos cuarenta y primeros cincuenta y muy nerviosa. Pero el fotógrafo era muy bueno”.
“¿Has visto A complete unknown?, ¡maravillosa!, es ya mi película favorita”. ¿Conoció a Bob Dylan, al que por cierto flipaba Françoise Hardy? “Nos vimos una vez, a mediados de los setentas, en un club de Los Ángeles, el Tupidor, creo, tocaban los Dire Straits, uno de los miembros del grupo era amigo mío. En la mesa de al lado estaba sentado Bob Dylan y alguien nos presentó. Yo, que era muy fan, le dije entusiasmada: ‘No puedo creer que esté conociendo a Bob Dylan!’, y él me contestó con su voz gutural [lo imita]: ‘No puedo creer que esté conociendo a Twiggy’. Resultó que yo le gustaba mucho”.
Al acabar la conversación, Twiggy quiere presentarme a su marido, el actor y director Leigh Lawson, con el que lleva casi cuarenta años. Y entonces salta la sorpresa que cierra el círculo: Lawson, que interpretaba al malvado Alec d’Urberville, fue uno de los protagonistas con Natassja Kinski y Peter Firth de Tess (1979), la adaptación cinematográfica de Roman Polanski de la novela de Thomas Hardy, el autor de Unos ojos azules. Unos ojos de los que me despido cuando Twiggy me sonríe por última vez y se marcha, dejando un rastro de simpatía, inesperada proximidad y nostalgia.
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