La chica del póster de David Hamilton
Las revelaciones sobre el fotógrafo obligan a revisar el recuerdo de su obra
Al enterarme de la muerte de David Hamilton (posiblemente suicidio) y la polémica que la rodea (el fotógrafo había sido acusado poco antes por algunas de sus antiguas modelos de haberlas violado) he registrado los altillos y he localizado el viejo póster que colgaba en mi habitación de adolescente en los setenta y que me llevé al irme de casa de mis padres. Me lo he quedado mirando con sentimientos encontrados. Es la foto de una bonita joven –vestida, en este caso- que se arregla el cabello ensimismada. Plano de medio cuerpo, mucho flou y una luminosidad anaranjada. Puro (¡!) Hamilton. Para mí, entonces, esa imagen, esa chica del póster, era el arquetipo de la feminidad y de su misterio; un ideal.
En esa época no pensábamos que hubiera nada malo en David Hamilton y sus fotografías, ni en sus películas, llenas todas como estaban, sin embargo, de delicuescentes desnudos. Al contrario: marcaron moda. Algunos, cierto, las tenían por cursis y relamidas, tontorronas y risibles. A otros, seguramente más ingenuos, nos parecían sensibles, románticas y de gusto refinado. Y Hamilton un referente cultural.
Hoy resulta increíble que no viéramos nada raro o sospechoso en tantas jovencitas -algunas casi impúberes- que se vestían, desvestían y posaban desnudas o apenas tapadas por gasas y tules ante el objetivo indiscutiblemente voyerista de Hamilton, a veces con la excusa de sesiones de ballet o baño, en posiciones de insinuante abandono y de mórbida exhibición. Es cierto que eran otros tiempos, en los que la alerta social no estaba activada como ahora. Las postales de Hamilton, los pósteres, los libros (hoy la posesión de alguno de ellos ha servido de prueba en denuncias de pedofilia), se vendían sin problema; las películas –Bilitis (1977), con su recreación en el sexo lésbico con menores (aunque la protagonista Patti D’Arbanville, sí, la de Cat Stevens, era, pese a su aspecto, ya mayorcita); Laura o las sombras del verano (que incluía la desfloración de la intérprete principal ¡por el exnovio de su madre! con la excusa de hacerle una escultura) o Tiernas primas (que encadenaba escenas de destape)- recibían apenas la calificación “s” y se proyectaban en pantallas generalistas. Yo hasta llevé a una novia a ver Bilitis para demostrarle que era un chico sensible, y me compré el disco con la meliflua banda sonora de Francis Lai. Es verdad que tampoco nos parecía extraño entonces que los curas se preocuparan por nuestra tan poco interesante vida sexual, ni teníamos Jardín prohibido, aquel gran lento de Sandro Giacobbe, por un ejercicio de cinismo. Y todavía era hora de que descubriéramos que Mircea Eliade había sido antisemita y simpatizante de la Guardia de Hierro.
Hoy resulta increíble que no viéramos nada raro o sospechoso en tantas jovencitas -algunas casi impúberes- que posaban desnudas o apenas tapadas por tules ante el objetivo indiscutiblemente voyerista
¿Era cuestionable nuestra mirada sobre las imágenes de David Hamilton? Por supuesto que debía haber grados en la relación con ese material (también grados de calentura). Pero me parece que mi generación estaba demasiado cerca por edad de las propias chicas protagonistas para que hubiera algo deshonesto o vicioso. Quiero creer que era, el nuestro de jóvenes, un erotismo inofensivo, teñido de la curiosidad y la ignorancia de la adolescencia de la época. Eso, desde luego, no significa que la mirada del propio Hamilton, un adulto treintañero por entonces, e inglés, fuera en absoluto inocente. He repasado algunas de sus fotos y las hay que exudan un clarísimo tufo a pornografía infantil, con su atención al detalle anatómico, aunque él se refiriera a su “búsqueda del candor de un paraíso perdido”. Por no mencionar su relación con las modelos, sobre la que debe pronunciarse la justicia tras las recientes acusaciones de violación (la más directa la de Flavie Flament, que participó con 13 años en la célebre sesión fotográfica de Cap d’Agde, de la que surgieron algunos retratos que hablan por sí solos).
Es evidente que hay imágenes del fotógrafo que muestran un regodeo pedófilo, barnizado y camuflado de gusto artístico. Una versión modernizada, pretendidamente glamurosa y extralimitada de la obsesión que tenía el viejo Lewis Carroll. El juicio sobre lo inadecuado de la mirada de David Hamilton corresponde (aparte de lo que dictamine la Ley) a la sociedad. Una sociedad que ha avanzado sin duda, afortunadamente, hacia una mayor sensibilidad en lo que respecta a la protección de los que puedan ser objeto de violencia o abuso. Pero yo tengo que tomar una decisión personal con mi viejo póster. Y lo voy a bajar al contenedor, como tantas otras cosas que una vez quise.
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