El pasado ya está aquí
Gracias a los poderes de Internet, casi todas las músicas pop del siglo XX disfrutan ahora de una segunda vida
Tiene mala fama la nostalgia. Y lo entiendo: habitualmente, funciona como garrote con el que una generación impone la idea de su grandeza a las que llegaron detrás. Podemos discutir matices , pero se trata de mantener la hegemonía cultural por parte de los que ya tienen la preeminencia política y económica.
Tal vez habría que puntualizar: “se trataba”. En el siglo XXI, la superioridad cultural parece un concepto resbaladizo, incluso gaseoso. Los medios que imponían el canon –en cualquier campo artístico- están perdiendo relevancia. Ni siquiera cuentan con un público homogéneo: son predicadores que van perdiendo a sus fieles. Aunque los números cuenten otra cosa: en la Red, las noticias, las columnas, los reportajes llegan a cualquiera que sepa leer.
No, borren eso. Llegan incluso a esa variedad del homo sapiens que sabe escribir comentarios hirientes sin haber entendido lo que ha leído, en el improbable caso de que realmente haya hecho una lectura completa.
Disculpen esa pequeña maldad. No pretendía escribir un texto apocalíptico. Todo lo contrario. Internet ha ampliado nuestro acceso a la información musical, incluso a la propia música. Lo que antes era conocimiento restringido hoy se halla al alcance de cualquiera con un mínimo de interés y la suficiente paciencia.
Evidentemente, a pesar de lo que proclamen los propagandistas del mundo digital, no todo está disponible. De hecho, cualquier buscador curioso enseguida comprueba que ciertos países y determinados géneros tienen infinitamente más cobertura que otros; el pluralismo de la Red es muy relativo. Aún así, vivimos en una edad de oro de la historiografía musical.
Generalmente, es obra de aficionados, estudiosos de la comunidad universitaria, coleccionistas y fanáticos. Aunque algunos trabajen en la frontera de lo legal, están llenando el hueco dejado por las grandes discográficas y las revistas especializadas, antaño principales proveedoras de información erudita y en la actualidad francamente debilitadas.
A los esfuerzos de estos guerrilleros debemos que casi todos los estilos estén disponibles. Y también el que, en mayor o menor grado, sigan siendo practicados. Puede que fueran enterrados prematuramente, por la ansiedad de lo nuevo que motivaba a disqueras y críticos. Tras ser celebrados y convertidos en signo de distinción, hogaño son recuperados en estudios y escenarios. Se benefician de la atomización de tendencias en un panorama violentamente descentralizado por la crisis del modelo de negocio. En este momento, en cualquier rincón, alguien está sumergiéndose en una era lejana y ha decidido reciclar esos sonidos, se llamen freakbeat, highlife o, no se asusten, free jazz. Olviden lo de la transmisión oral: hasta puede encontrar cursillos audiovisuales que revelan los secretos de algunos estilos.
Algo que provoca consternación en los que creen que la evolución de la música es la única opción respetable, incluidos los que se dedican a la taxonomía de las nuevas tendencias. Protestan contra lo que llaman retromanía y que no es más que la multiplicación de la oferta, sin pedir permiso a los cancerberos. Unos guardabarreras miopes que, además, han tendido a identificar “la música del futuro” con la producida usando la última tecnología.
Sin embargo, esta recuperación estetizante del pasado no es un fenómeno novedoso. En octubre de 1973, tres artistas de prestigio coincidieron en publicar discos retro: dos solistas ingleses con credenciales artísticas, David Bowie y Bryan Ferry, más un grupo mayormente integrado por canadienses, The Band, empeñado en explorar el cancionero estadounidense. Y el volantazo pudo ser aún mayor: por las mismas fechas, John Lennon estaba grabando su Rock 'n' Roll, que se retrasaría por conflictos contractuales.
De alguna manera, se ha evaporado la distancia histórica. Casi todas las músicas populares del pasado siglo viven el presente, gracias a la multiplicación de nichos y “escenas”. Con una salud variable, cierto: desprovistos de su contexto político-social, algunos revivals producen sonrojo. Y aún así, mejor no ser demasiado duro con estos fetichistas: han descubierto algo grande y se dejan arrastrar por su vorágine, ignorando la fecha de caducidad. Benditos sean.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.