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La ‘nursery’ de las SS: una novela recrea las maternidades nazis donde se criaban bebés para nutrir las filas de la orden de la calavera

La escritora belga Carolina De Mulder describe de manera fascinante y aterradora el funcionamiento de los hogares Lebensborn en ‘Los niños de Himmler’

Ritual nazi de bautismo de un niño de las maternidades de las SS.
Ritual nazi de bautismo de un niño de las maternidades de las SS.
Jacinto Antón

Es difícil asociar a las SS con cunitas, arrullos y pañales, y a su jefe, Heinrich Himmler, ciertamente lo ves más visitando Auschwitz, Dachau o Mauthausen que una nursery. Pero la siniestra orden de la calavera fue muy polifacética y al igual que se interesó por la arqueología, las ciencias ocultas o el deporte también lo hizo, a su manera, por los bebés. Concretamente por los que, según su insano criterio, tenían buena herencia racial y la más pura sangre aria. Con el fin de aumentar la producción de niños con el mejor pedigrí nazi y de cara a nutrir y engrosar las filas de las SS, garantizando buenas remesas de futuros líderes y soldados, Himmler (véase la gran biografía de Peter Longerich, RBA, 2009) creó en diciembre de 1935 en el seno de su organización la asociación Lebensborn (hontanar o fuente de vida), un sistema de casas de maternidad y bienestar social para las madres de hijos de miembros de la orden.

Para el Reichführer, los SS debían cumplir un papel de vanguardia en el terreno político-demográfico teniendo hijos, cuantos más mejor, y esa misión de servicio horizontal pasaba por encima de los criterios morales burgueses y cristianos, adulterio (de ellos) incluido. Las maternidades acogían básicamente a la prole “racialmente valiosa” nacida de relaciones no matrimoniales de miembros de las SS, y su principal foco de actividad era dar un hogar y atención a las madres solteras, de diferentes extracciones sociales pero siempre cuidadosamente seleccionadas en el aspecto racial, de forma que estas pudieran dar a luz con discreción lejos de su ambiente habitual, manteniendo el parto en secreto. Tras el nacimiento, si las madres lo deseaban, la asociación asumía la tutela de la prole. Idealmente, esos niños con el sello de calidad de origen, vom besten Blut, de la mejor sangre, pasarían luego por las Juventudes Hitlerianas y las Napolas (los internados nazis de secundaria) para ingresar a continuación ya en alguna rama de las SS: las Allgemaine (servicio general), las Waffen SS o la Totenkopfverbände (las unidades destinadas a vigilar los campos). La maternidad estaba también a disposición de mujeres casadas, en particular de las esposas de soldados de las SS, que podían encontrar allí las mejores condiciones para el desarrollo de su embarazo, en este caso siempre legítimo, durante la carestía provocada por la guerra.

La novela de la escritora Caroline De Mulder Los niños de Himmler (Tusquets, 2024, traducción en catalán La maternitat de Himmler, Edicions 62), adentra al lector desde la ficción pero con una rigurosa documentación en el universo escalofriante de la Lebensborn, que describe magistralmente. El libro, de gran aliento literario (por ejemplo, la imagen del arrendajo picoteando a un polluelo), narra la vida tal y como era en una de las maternidades reales, Heim Hochland, la primera que se fundó (en 1936), situada en la localidad altobávara de Steinhöring. Transcurre el año de 1944 (la de Hochland fue la última maternidad que siguió funcionando hasta el final de la guerra) y los acontecimientos en el Heim (hogar, como el inglés home), incluida una sonada visita del propio Himmler, se explican a través de tres voces en primera persona que se van alternando a lo largo de la novela: una enfermera, Helga, una joven francesa embarazada de un soldado de las Waffen SS, Renée, y un maltrecho y hambriento preso del vecino campo de Dachau que realiza puntualmente trabajos en la maternidad, Marek, ex miembro de la resistencia polaca y basado en el personaje real de Jan Karski.

Una imagen de la maternidad de las SS en Steinhoering.
Una imagen de la maternidad de las SS en Steinhoering.Album / Scherl/Süddeutsche Zeitung Photo

Uno de los episodios centrales del relato y que sirve a la autora para revelar todo el horror —como no podía ser de otra manera— de las nurseries de Himmler es el de un bebé, Jürgen (un caso auténtico), que nace con “signos de degeneración”, problemas neurológicos, y no pasa el corte eugenésico del Heim, marcado por el médico de la maternidad, el doctor Gregor Ebner, un personaje real con el rango de Oberführer de las SS y amigo personal de Himmler. El bebé es arrebatado a la madre y trasladado a un hospital para Sonderbehandlung, tratamiento especial, un eufemismo de exterminio. La carta en la que una colega le cuenta a la enfermera Helga cómo han procedido con el bebé pone los pelos de punta. Helga le ha pedido que averigüe qué ha sido de la criatura para contárselo a la desolada madre y la amiga se lo explica con un desparpajo que muestra el nivel moral del sistema: “Puedes estar tranquila. Asistí al paciente durante la desinfección misericordiosa. Mientras le daba de beber el remedio, lo tuve en brazos con mucho cuidado y hasta ternura. Siempre los cojo así en esos momentos. Además la morfina impide que sufran (…) En cuanto a su cuerpo [la madre pide al final que por lo menos se lo dejen enterrar], hace mucho tiempo que está en el laboratorio del hospital. Sin duda no queda ya nada de él; nada distinguible en todo caso”. Y añade, aleccionando a Helga: “Nada de debilidad culpable. Dile a tu interna que olvide lo sucedido cuando antes y tenga más hijos gültig, válidos, para mayor gloria de nuestro Reich, ¡Heil Hitler!”. En realidad, a la madre, por si acaso, la esterilizan.

“Funcionaba así, las maternidades de las SS eran la otra cara de la misma moneda de los campos nazis”, explica De Mulder (Gante, 48 años), una mujer de aire juvenil y delicado y actitud sosegada cuyo aspecto contrasta con la crudeza del tema de su novela, a excepción de las botas negras altas que calza. “Aunque nos choque el contraste entre los hogares de la vida, con su extrema pulcritud, sus ropas blancas y su abundancia alimentaria, y los campos de la muerte, con sus condiciones terriblemente miserables, ambas instalaciones respondían a la misma lógica y el mismo programa racista criminal”.

Himmler, que visitaba periódicamente campos y maternidades, mostraba, recuerda la novelista, una gran sensibilidad en las segundas y hasta lloraba de emoción ante el espectáculo de los bebés nazis, de algunos de los cuales (los que nacían el día de su aniversario) era padrino, con imposición de daga. En total, apunta De Mulder, lo fue de unos 80 de los 20.000 niños criados en los Heime. En el programa de cría de niños arios, el Reichführer desplegaba de manera perversa su faceta de apasionado granjero, con gran interés por la avicultura. Estudió y se licenció en agronomía, fue el experto del NSDAP en agricultura y política campesina nacional-étnica y siempre le interesaron los temas del abono, la siembra y la fertilización, que entraron a mezclarse con sus teorías de la raza y la herencia. Minucioso en lo peor, Himmler reglamentó de forma exhaustiva y enfermiza, como hacía con todo lo que quedaba bajo su égida, el funcionamiento de las maternidades aplicando sus criterios de crianza y dietéticos. En la novela lo vemos recomendando las gachas de avena y preocupado porque los nacimientos en las maternidades no cubren las cuantiosas bajas de los granaderos de sus divisiones Panzer SS en Normandía. El Reichführer llegó a calcular que cada batallón de las SS le podía proporcionar entre 200 y 300 hijos extramaritales al año.

La escritora Caroline de Mulder, en una foto facilitada por la editorial.
La escritora Caroline de Mulder, en una foto facilitada por la editorial.

“Las maternidades, pese a su apariencia familiar”, señala De Mulder, “eran en realidad lugares muy fríos, muy clínicos, en el fondo eran fábricas de niños, o, sí, granjas. Desde luego no había mucha sensualidad y eso contrasta con la gran fantasía que se ha desplegado en torno a las maternidades y que las presenta como burdeles: no lo eran en absoluto”. Los Heime no eran para nada, recalca, gineceos recreativos de las SS ni el Salón Kitty. Y las madres no eran las putas de las SS como se las llegó a (des)calificar tras la guerra. De hecho, hasta estaba prohibido el maquillaje.

La escritora considera crucial en su novela el personaje de Helga (ficticio como los otros dos narradores). “Es la figura principal, fue mi punto de partida porque estaba muy perturbada por el mal ordinario. Estamos más familiarizados con el mal absoluto pero el ordinario, el de los que obedecieron como Helga, da más miedo, te demuestra hasta qué punto todos basculamos entre el bien y el mal. No quería una heroína, la mayoría de la gente no somos héroes”. Helga está adoctrinada —en el Heim se lee el Mein Kampf en voz alta— pero no es ciega y se va cuestionando mientras se autocensura por lo que piensa. “No me molesta que el lector se identifique hasta cierto punto y se pregunte qué habría hecho en esa situación; lleva a reflexionar y estar atentos”.

En todo el programa de las maternidades nazis latía el machismo consustancial al régimen de circunscribir a la mujer a Kinder und Kuche (niños y cocina), más Kammer (dormitorio). “Sí, por supuesto, el papel fundamental de la mujer en el III Reich era procrear, el Heim era una instrumentalización del vientre de la mujer. Las mujeres de las maternidades no eran víctimas sino voluntarias, pero había una apropiación de su gestación y su resultado”. ¿Qué pensaba el propio Hitler de las maternidades? “No he encontrado ninguna referencia en sus discursos, era un tema de Himmler, él fue el creador, el instigador. Hitler estaba a favor, claro, porque no se hacía nada en Alemania sin su beneplácito. Encontramos un paralelismo de nuevo con el exterminio, donde es Himmler el que se mancha las manos”.

Lo que sucedió después de la derrota nazi con los niños de las maternidades, “no es el tema de la novela, pero está muy bien documentado, tuvieron a menudo vidas muy duras”, dice la autora. “Hubo mucha dispersión, se los ocultó para no someterlos al escrutinio y juicio públicos, muchos buscaron luego sus orígenes. Todos fueron estigmatizados: eran bebés nazis. En algunos países como Noruega, donde hubo diez maternidades, por el interés racial que daban los nazis a los noruegos y por el gran número de soldados alemanes destinados en el país, han sido un tabú y han supuesto un problema nacional. Los niños de las maternidades en general son las últimas víctimas reconocidas de la Segunda Guerra Mundial. Se los tenía como superbebés nazis de baby factory e incluso se los tachó de bastardos criados como cerditos, pero eran víctimas”. El programa, apunta, empezó en 1935, de forma que los mayores tenían solo diez años al acabar la contienda. “La idea era que los pequeños súper arios fueran los futuros señores de la guerra, iban a ser la élite, más que carne de cañón. Se consideraba que el padre verdadero era el Estado, de ahí las ceremonias que se celebraban tras su nacimiento y que eran el equivalente SS del bautismo, la fiesta del Namesgebung, la bendición del nombre”.

Bebés del programa Lebensborn.
Bebés del programa Lebensborn.

En relación con el mismo programa de crianza nazi, y tema que De Mulder toca de refilón en su libro, están los secuestros de niños (que plasmó literariamente Michel Tournier con su fábula del ogro Abel Tiffauges en El rey de los alisos), pero responden a otra dinámica. Los nazis secuestraron por toda Europa, recuerda De Mulder, unos 200.000 niños racialmente válidos, a germanizar.

Pese a la avalancha de informaciones y libros relacionados con el nazismo, De Mulder no cree que la gente se canse. “Nunca nos hemos curado de la Segunda Guerra Mundial y del Holocausto que está en su centro. Occidente sigue horrorizado y traumatizado por esa guerra y por la Shoah. La organización del exterminio es el mal absoluto y seguimos y seguiremos interrogándonos sobre cómo fue posible”.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.
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