“¡Mamá quiere ahorcarnos!”: en el final del III Reich se suicidaba más la gente corriente con sus hijos que los militares y los altos cargos nazis
El historiador Florian Huber investiga la masiva epidemia de muertes autoinfligidas en la Alemania de 1945 en ‘Prométeme que te pegarás un tiro’
En general se asocian los suicidios de la Alemania nazi sobre todo con los de los altos cargos del régimen que se quitaron la vida al final del Tercer Reich (Hitler, Himmler, Goebbels y Goering), y los de los mandos militares derrotados o caídos en desgracia, entre ellos los mariscales Model, Rommel y Kluge, y los conspiradores más directos del golpe del 20 de julio —la operación Valkiria—, como Tresckow y Beck. El estereotipo más frecuente en el imaginario popular es el de alguien con uniforme descerrajándose un tiro con la pistola de reglamento, como mostraba recurrentemente la película El hundimiento, con el Führerbunker, el último refugio del líder nazi, devenido en abril de 1945 una orgía de autoliquidación. Y, sin embargo, la verdad es muy distinta. Al pensar en los suicidios en el ensangrentado ocaso de la Alemania nacionalsocialista deberíamos visualizar a un ama de casa ahogando a sus hijos pequeños y ahorcándose a continuación, o a una familia matándose todos juntos, ingiriendo veneno.
Porque los suicidios de civiles se dieron en una cantidad muy superior a los de los militares o los jerarcas del partido. De hecho, constituyeron una verdadera epidemia, un fenómeno de locura colectiva en el que confluyeron el pavor a la venganza de los soldados soviéticos y la desesperanza, entre otros factores, y que alcanzó proporciones pasmosas, de decenas de miles de casos. Lo revela en un libro estremecedor, Prométeme que te pegarás un tiro, la historia de los suicidios en masa al final del Tercer Reich (Ático de los Libros, 2022), el historiador alemán Florian Huber (Núremberg, 55 años) que ha investigado documentación inédita sobre este terrible y bastante ignorado capítulo de la II Guerra Mundial.
Huber, productor de diversos documentales de historia sobre temas contemporáneos ganadores de premios internacionales, arranca su libro con un caso paradigmático, el de la pequeña ciudad de Demmin, en Pomerania Occidental. Allí se produjo una asombrosa oleada de suicidios, más de 700 personas, el 10% de la población, ante el avance de las tropas soviéticas y la toma de la localidad, el 1 de mayo. Se suicidaron personas de todas las edades, profesiones y clases sociales. Y se llevaron a la tumba con ellas a bebés y niños. “Era como si las ganas de morir se hubieran apoderado de todo el mundo”, escribe Huber.
La joven esposa de un teniente de la Wehrmacht puso una cuerda alrededor del cuello de su hijo de tres años y lo estranguló para luego ahorcarse ella misma. Un gerente de seguros médicos de 71 años se colgó también con su esposa y su hija después de matar de igual manera a sus nietos de dos y nueve años. En la casa de la familia de comerciantes Günther murieron 12 personas: envenenadas, cortándose las venas, o de los disparos con un rifle de caza. Una testigo recordó el horrible espectáculo de una procesión de mujeres violadas por los soldados soviéticos (hasta dos millones de alemanas fueron forzadas sexualmente al final de la guerra) dirigiéndose tambaleantes hasta el río Tollense para arrojarse a la corriente y ahogarse. Algunas llevaban a sus niños de la mano y muchas con piedras en bolsillos, bolsos y mochilas, como una multiplicación de virginias woolf pomeranas.
Son solo algunos de los casos que describe en su libro el autor. Al preguntarle cuál es para él la peor imagen, la que le ha afectado más personalmente, responde: “En la lista que encontré en la que el jardinero del cementerio de Demmin anotó los muertos que llegaban esos días críticos, cientos y cientos de nombres de hombres, mujeres y niños, con los datos de la edad y la causa de muerte, una lista de horror escrita a mano, figuraba el caso número 135 de una niña de apenas un año, fallecida el 1 de mayo de 1945, ‘estrangulada por su abuelo’. Me afectó de una manera tan fuerte que no pude ni siquiera mencionarlo en el libro. Y todavía sigue persiguiéndome”.
Tras el tabú de las violaciones masivas de mujeres alemanas por parte especialmente de las tropas soviéticas (tabú a cuyo final contribuyeron libros como Berlin, la caída, de Antony Beevor), quedaba el de los suicidios en masa. “Fueron completamente tabú durante décadas en nuestro país. Primero en la comunista Alemania del Este, porque las historias habrían arrojado una sombra sobre el glorificado Ejército Rojo. Más tarde, porque esa gente no entraba en el esquema oficial de los alemanes bajo el Tercer Reich, dado que no eran ni villanos ni víctimas. Como resultado, han permanecido olvidados hasta que publiqué mi libro”. ¿De cuántas personas estamos hablando? “Mi investigación sugiere claramente que el número debe estar por encima de las decenas de miles, de toda Alemania. Sin embargo, en el caótico final de la guerra, las estadísticas oficiales, la documentación o los informes médicos casi cesaron de existir. Por tanto, es imposible dar una cifra exacta”.
Sorprende que el suicidio se dio más entre los civiles y la gente ordinaria que entre los militares. “Uno de los resultados más impactantes de mi estudio es el hecho de que el fenómeno no estuvo en absoluto circunscrito a los nazis duros que realmente tenían mucho que temer. No, eran hombres, mujeres y niños por igual, jóvenes y viejos, trabajadores y empresarios, enfermeras y doctores, un caleidoscopio de la sociedad alemana. Podía golpear a cualquiera. Por lo tanto, cuando hablamos de esas epidemias de suicidios, no se trata en absoluto de un fenómeno nazi exclusivo, sino de un sentimiento generalizado de fatalidad a través de toda la sociedad alemana”.
La psicología de masas del nazismo
Una parte del libro está consagrada a explicar la psicología de masas del nazismo que conducía inexorablemente, de producirse una derrota, al suicidio. ¿Cuáles eran los pasos de ese proceso? “No debemos olvidar que durante el Tercer Reich, los alemanes habían sido mantenidos en un estado permanente de emergencia y excitación durante 12 años. En los años previos de paz, todo fue esperanza y gloria, fe y amor al Führer. En el primer estadio de la guerra, llegó un sentimiento de orgullo, poder, superioridad y odio. En los años finales, todo era dolor, miedo, desesperación e incluso autodesprecio. Este proceso culminó en la devastadora experiencia de la sagrada Alemania al borde de ser aniquilada”.
Huber explica que hubo muchos más suicidios en la Alemania invadida por los soviéticos que en la que entraron los otros Aliados, a pesar de que —él mismo lo destaca— uno de los casos más conocidos de suicidio múltiple es de la alcaldía de Leipzig, ciudad que conquistaron los estadounidenses. “Durante años y años, la propaganda nazi había clavado a martillazos el miedo a los ‘monstruos mongoles’ en el corazón del pueblo. Y cuando el Ejército Rojo finalmente cruzó las fronteras alemanas en el Este, los soldados soviéticos de hecho cometieron incontables atrocidades entre los civiles. Así que no hay duda de que en las partes invadidas por los soviéticos se produjeron muchos más suicidios que en otras partes. De nuevo sin poder dar cifras exactas, calculo que la proporción debe ser al menos de 20 a 1. En cuanto a Leipzig, es cierto que las más impresionantes y por el otro lado extremadamente raras fotos de suicidas alemanes son las tomadas allí. Con las tropas, como explico en el libro, iban dos mujeres fotógrafas de guerra, Lee Miller y Margaret Bourke-White, que tomaron esas inolvidables imágenes de alemanes, incluidas familias enteras que se habían matado ellos mismos justo minutos antes. Es remarcable que las mejores fotos de ese fenómeno de masas hayan sido tomadas por dos mujeres”.
La epidemia de suicidios invita a reflexionar sobre lo fácil que parece matarse. ¿Cómo pudo tanta gente afrontar esa decisión psíquica y sobre todo materialmente? “Cometer suicidio nunca es fácil y quien lo hace debe estar en un estado mental extremo”, acota Florian Huber. “En Alemania en 1945 muchos factores se juntaron para crear dicho estado: miedo a la violencia, miedo de la venganza rusa, sentimiento de culpa y de complicidad, pérdida del sentido de la vida, pérdida del hogar y de los seres queridos, y una cierta atmósfera contagiosa: cuando más y más gente a tu alrededor se matan, tiendes a hacer lo mismo”. Como observó un testigo de aquellos días oscuros, “la muerte ha perdido su majestuosidad, y se ha convertido en algo cotidiano”.
Respecto a qué medios se emplearon para el suicidio, dice: “La gente usó cualquier manera disponible para darse muerte: ahorcándose, disparándose, acuchillándose, cortándose las venas, envenenándose o ahogándose ellos mismos. Muchos incluso mataron a sus hijos antes”.
Huber admite que su libro se centra deliberadamente en los alemanes ordinarios, no en los militares o el mundo político. “Pero por supuesto hubo muchos oficiales de alto rango que se suicidaron también. Una estadística contaba 53 generales del Ejército de Tierra, 14 de la fuerza aérea y 11 almirantes. Hay que tener en cuenta que esta lista solo incluye los altos mandos”.
En El hundimiento se mostraba con todo detalle el horror de la muerte de la familia Goebbels, con Magda Goebbels, esa Medea del hitlerismo, envenenando a sus hijos. “Algunos nazis se suicidaron cuando supieron que Hitler había muerto, incluso entonces quisieron seguir al Führer a dondequiera que fuera. Pero, aparte de eso, el suicidio de Adolf Hitler no tuvo nada que ver con ese fenómeno de masas. Primero, porque a muchos alemanes había dejado de importarles el líder. Segundo, porque las noticias de la radio sobre su muerte no dijeron que se había suicidado, sino que había caído luchando heroicamente. De modo que Hitler murió con una última gran mentira”.
Al preguntarle por otros episodios similares en la historia al del suicidio masivo de alemanes, el historiador menciona la muerte autoinfligida en el año 73 del millar de habitantes de la fortaleza judía de Masada en la guerra contra los romanos, y la de multitud de civiles japoneses, incluidas familias enteras, durante la batalla de Okinawa, también en 1945. Y hoy, ¿se pueden producir fenómenos semejantes? “No veo en la actualidad ningún conflicto en el que una reacción a esa escala pueda suceder. Las circunstancias en las que Alemania tuvo que ser testigo de su propio hundimiento en 1945 fueron excepcionales y es improbable que se repitan”.
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