Descendientes de víctimas del horror nazi en Sachsenhausen: “Está muriendo la generación que vivió esto y la extrema derecha aprovecha ese vacío”
Más de 200.000 personas fueron recluidas entre 1936 y 1945 en el campo de concentración de Sachsenhausen, cerca de Berlín. Decenas de miles murieron a causa de enfermedades, hambre, experimentos médicos, torturas o la cámara de gas. Otras fueron víctimas de ejecuciones sumarias o individuales por parte de las SS. Fue un centro concebido por su líder, Heinrich Himmler, como un campo “modelo” de su política de exterminio. Descendientes de supervivientes recogen hoy el legado de memoria de sus familias para no olvidar lo ocurrido en el pasado, denunciar los horrores del presente y proyectar un futuro en el que no vuelva a ocurrir algo semejante.
Para llegar hasta el campo de concentración de Sachsenhausen hay que coger un autobús de la línea H desde el centro de la ciudad de Oranienburg, a 35 kilómetros de Berlín, en el estado de Brandeburgo. La ciudad, de algo más de 45.000 habitantes, transmite sosiego en unas calles adoquinadas donde abundan las viviendas unifamiliares. El alcalde, Alexander Lasesicke, es un político independiente que militó antes en el partido de Los Verdes y en el socialdemócrata SPD. La Corporación cuenta con seis concejales del SPD, seis del conservador CDU y cuatro del partido de extrema derecha Alternativa para Alemania. El autobús enfila la calle de las Naciones para hacer una parada frente a la entrada al memorial del antiguo campo de concentración, donde bajan cada día grupos de turistas y donde continúan su trayecto vecinos acostumbrados al trasiego de visitantes. A ambos lados de la calle proliferan jardines cuidados y casas robustas con tejados a dos aguas para evitar la acumulación de nieve en invierno. Esos hogares pertenecieron en su día a los oficiales nazis destinados en Sachsenhausen. Junto a las casas destacan dos grandes edificios con una pista de atletismo. Allí hubo una escuela de formación de las SS (el cuerpo paramilitar, policial y político de Hitler); hoy es una academia de la policía alemana. Un letrero dentro de sus instalaciones advierte al curioso que camina entre el muro exterior del campo a un lado y la reja de la escuela para agentes al otro: “Como parte de sus estudios, los estudiantes aprenden sobre la historia de lo que ocurrió aquí y los crímenes cometidos por la policía bajo el régimen nazi”.
Ese mismo camino lo recorrieron miles de prisioneros encerrados en Sachsenhausen. Lo hacían cada día para llegar a los centros de trabajo que tenían asignados en condiciones de esclavitud y maltrato constantes. La vida allí no valía nada, la muerte podía llegar en cualquier instante.
George Saxon es hijo de Tadeusz Witkowski, un interno polaco que sobrevivió al campo de concentración y que tuvo que hacer ese recorrido muchas veces. Saxon luce pelo rojizo y estilo a raudales. Creció en un “barrio pobre y duro” de Londres y se identifica con Joe Strummer, el cantante de la banda de punk The Clash, a la que tuvo la suerte de ver en directo de joven. Con una afabilidad que atrapa desde el primer instante, Saxon remarca que su frase preferida en castellano es “¡No pasarán!”. Desde 1974 hace performances y piezas artísticas para vídeo y audio, pero en 2021 se jubiló como profesor de arte. Pertenece a la segunda generación de descendientes de supervivientes de los campos de concentración y exterminio: “La memoria nunca se debe olvidar. Lugares como este son muy importantes, el legado de nuestras familias debe permanecer vivo”, apunta en el centro mismo de Sachsenhausen. En 2003, en el transcurso de una reforma del campo, un trabajador encontró una botella escondida en un muro. En el interior había un papel redactado por el padre de George y por el preso comunista Anton Engermann. Ambos indicaban en él su número de prisioneros, fecha de nacimiento, día de entrada en el campo y cuándo se había escrito la nota. Engermann escribió además: “Quiero volver a casa de nuevo. ¿Cuándo veré a mi amor en Frechen, Colonia? Mi espíritu está intacto, las cosas van a mejorar pronto”. Era el 19 de abril de 1944, todavía quedaba un año para la liberación del campo. Ambos sobrevivieron.
George Saxon acudió a Sachsenhausen para tomar parte en una convocatoria internacional de descendientes de supervivientes con el título Voces de las próximas generaciones. El encuentro, celebrado entre el 15 y el 18 de septiembre, reunió a una treintena de personas con orígenes muy diferentes. En las conversaciones se habló de la guerra de Ucrania, de la situación de los refugiados o del ascenso de los partidos de extrema derecha en muchos países. Una idea común vertebró las jornadas: la de desterrar el concepto de héroes cuando se habla de sus familiares. “No me gusta esa palabra”, dice categórico Saxon, “¿qué significa eso?, ¿es un héroe alguien que dispara para conseguir una victoria?, ¿alguien por morir en una guerra? Me parece que eso hace que muchas veces nos alejemos del problema, y ocurre a veces con cómo tratan el asunto los medios de comunicación”. Lo dice con buen tono, risas y fuerte acento londinense. “Nuestras familias fueron supervivientes, somos hijos y nietos de supervivientes. Hay que hacer entender que, como sociedades, lo que ocurrió con mi padre y con muchos otros no es solo mi problema, sino un problema de todos”, añade.
Amelie Reichmuth comparte la misma opinión. Ella trabaja en Estocolmo como periodista económica para una start-up. “La historia de nuestras familias es como una puerta abierta”, explica, “eran gente corriente que se vio atrapada en una espiral de odio. El gran aprendizaje es que debemos involucrarnos día a día en el respeto a los derechos humanos de todas las personas, tengan el origen y las creencias que tengan. Hay que escuchar las historias de la gente que está sufriendo y decirles: ‘Aquí estoy para ayudarte’. Y así crear un movimiento que nos devuelva a la categoría de ciudadanos y no solo de consumidores, donde todo parece que se resuelve a través de las redes sociales y el individualismo”. Reichmuth se declara una optimista militante, aunque sabe que el mundo no camina precisamente en esa dirección. Su tono es pausado y profundo, su discurso proyecta una calidez humana con la que se siente comprometida: “No hemos elegido este camino, ha llegado a través de nuestras familias, y no podemos separar nuestra vida privada de lo político. En este encuentro digo que somos mensajeros. Si damos a conocer nuestra experiencia, quizás así construyamos un mundo mejor, y debo aplicar esa reflexión al modo de vida que llevo porque también tiene que ver con el cambio climático, la justicia social, el racismo, las guerras o la sostenibilidad del planeta”. La mirada de Reichmuth tiene luz y transmite emoción cuando habla. También sus suspiros están cargados de sentimientos.
En Sachsenhausen, el sonido de las hojas de los árboles que rodean buena parte del recinto genera una sensación de extraña armonía. Los vientos del pasado y el presente se mezclan. Elias Mendel tiene la duda de si algunos de esos árboles compartieron tiempo de vida con sus familiares. Tiene claro que su compromiso lo transmite a través de sus ilustraciones, ahí encuentra una conexión con lo que le ocurrió a su abuelo, un berlinés que fue encerrado en Sachsenhausen en la parte reservada a las barracas de los judíos. Su cuaderno está plagado de dibujos en blanco y negro que transmiten una fuerza que surge de las entrañas. A veces los proyecta sobre edificios significativos del nazismo. No descarta hacerlo sobre alguno de los que rodean el campo de concentración, donde antes residían los miembros de las SS. Elias Mendel es crítico con cómo se gestiona muchas veces la memoria desde las instituciones: “Hay que entender qué pasó y aprender también de nuestros errores. Porque hay que romper la idea de que esto no puede volver a pasar, porque esto ya está pasando en muchos países”. Y añade en relación con el contexto actual: “Está muriendo la generación que vivió esto y la extrema derecha se aprovecha de ese vacío, es muy importante seguir recordando la historia y denunciando el fascismo”. También reprocha enérgico la falta de justicia que hubo después de la II Guerra Mundial. De los cerca de 3.500 soldados de las SS que operaron en Sachsenhausen, menos de un 6% fueron juzgados.
Liberado por el Ejército soviético en su avance hacia Berlín, los nazis dejaron en el campo a unas 3.000 personas, la mayoría muy enfermas. Las SS evacuaron el campo en una huida que arrastró con ellos a la mayoría de los internos en las llamadas Marchas de la Muerte, en las que murieron a su vez miles de prisioneros. En ese trayecto infernal estuvo el que fuera presidente de la República española entre 1936 y 1937, Francisco Largo Caballero. El político socialista fue uno de los más de 200 españoles que sufrieron las atrocidades del campo de concentración. Sachsenhausen es una de las visitas más solicitadas por los turistas españoles que visitan Berlín, según cuentan varios guías. El sevillano Hugo J. Sánchez Rey es uno de ellos. Él tradujo al castellano el libro Era la noche, una larga entrevista de dos profesores de Historia franceses al último superviviente español que abandonó el campo de concentración: Pedro Martín. Hijo de emigrantes españoles en Francia y miembro de la Resistencia, fue uno de los enfermos graves que dejaron abandonados los nazis en su escapada. Vivió hasta los 95 años, murió en abril de 2020. Su testimonio habla también de solidaridad entre prisioneros, de sabotajes en las fábricas y de luchas cotidianas por la vida. Obviamente, también de terror y muerte. Muchos turistas no saben que en los campos de concentración también hubo españoles. Rayco y Lucas vienen de Canarias y rondan la treintena. Antes de coger el autobús H de vuelta al centro de Oranienburg, el primero confiesa sus sensaciones tras la visita al campo de concentración: “Conmueve, agobia y produce ansiedad”. Su amigo añade: “Una cosa que llama la atención es que, a pesar de lo traumático, hay una necesidad de conocer la historia de Europa para mirar el futuro. Aquí vienen los colegios, y en España sigue habiendo trabas a dar ese paso”.
De mirar el futuro habla precisamente Hirsz Litmanowicz, nacido en 1931. Encerrado en el gueto de Varsovia en 1942, un año después fue separado de toda su familia cuando fue deportado a Auschwitz con 11 años. De allí fue enviado a Sachsenhausen con otros 11 niños judíos para que los médicos nazis experimentaran con ellos los efectos de la hepatitis B. Su nieta Danielle Chaimovitz está presente en el encuentro de las nuevas generaciones. Antes de acudir, su abuelo le dijo por teléfono: “¿Por qué quieres ir al infierno?”. Litmanowicz responde por llamada telefónica con su nieta presente en la habitación. La llamada es con la opción de manos libres y hay una atmósfera especial en la sala donde la realizamos. Ella nunca ha hablado mucho con él acerca de lo que realmente pasó. Es un tema que todavía causa mucho dolor en una familia en la que su abuelo y su abuela perdieron a todos sus familiares. “Yo era un niño, no entendía la razón por la que los alemanes nos hacían eso. Esos 11 niños éramos una familia, llorábamos de dolor por lo que nos hacían y también porque sabíamos lo que había pasado con nuestras familias. Sé cómo mataron a mis tíos, a mis hermanas, a mis padres”. Lo dice con una voz fuerte y determinante. Cuando llegó la liberación, él tenía 14 años. “Estaba solo en el mundo, no tenía ningún familiar. Dependía de que alguien me hiciera un favor. Con 18 años pude viajar a Perú, donde vivo, y empezar de cero con mi mujer y tener una familia feliz”. Para él la memoria es fundamental en estos tiempos: “El pasado no se borra, el pasado existe. Yo me acuerdo de todo. Veo lo que ocurre en el mundo y pienso que Putin es otro Hitler. Los que sufrimos aquello nos lo vamos a llevar a la tumba, pero sí quiero que nuestras familias recojan nuestro legado, que no lo olviden nunca, que la gente sepa lo que pasó”. Hirsz Litmanowicz tiene hoy 91 años y es el más joven de los supervivientes de Sachsenhausen. En el campo de concentración murieron alrededor de 45.000 personas.
Su nieta Danielle asiste a la conversación con emoción contenida. Tiene 36 años y tres hijos, y vive actualmente en Estonia. Su marido es nieto de un partisano. Cuenta que el Holocausto está presente en su vida desde pequeña. Para ella, que se define como “judía religiosa” y cumple con el ritual del sabbat, el encuentro con otros descendientes de supervivientes ha sido muy útil: “Hay gente que ha venido aquí y ha contado cómo sus familiares lucharon activamente contra los nazis y por eso los trajeron al campo de concentración. Al fin y al cabo, mi abuelo lo único que hizo fue ser un niño judío. Al escuchar esas otras voces me doy cuenta de que no todo el mundo fue malo en aquel tiempo. Eso me da mucha esperanza, significa que, si pasase cerca de ellos por la calle sin conocernos, no repararía en ellos. Y ahora siento algo importante, siento que me puedo entender con otra gente diferente, con otros orígenes”.
En Sachsenhausen los primeros ingresos fueron adversarios políticos del régimen nacionalsocialista. Después les tocó el turno a aquellos que los nazis consideraban inferiores racial o biológicamente. Y a partir de 1939, a ciudadanos de todos los países ocupados por Alemania. Entre todos ellos hubo comunistas, socialistas, anarquistas, gitanos, homosexuales, judíos, católicos, evangélicos o soldados de diferentes ejércitos. Para Danielle Chaimovitz, el encuentro con otros descendientes de víctimas del nazismo le provoca un nuevo motivo de implicación con el pasado de su familia: “Tenemos que hacer más por Sachsenhausen, por el lugar que nos ha dado la oportunidad de conocernos. Pienso, por ejemplo, en Ucrania, en la gente que está sufriendo y que huye de la guerra. Quiero que mis hijos sepan que hicimos todo lo que pudimos para ayudar. Porque este tiempo algún día también será historia”.
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