Wannsee y Tempelhof: de paseo por el pasado nazi
Visita accidentada a dos lugares emblemáticos de la historia del III Reich en Berlín
Si hay algo más absurdo que visitar Wannsee, el lejano distrito al suroeste de Berlín en el que se encuentra la célebre villa en la que fue planificado el Holocausto, un día de lluvia y para encontrarte con la hoy casa museo cerrada, es recorrer caminando bajo un sol de justicia las interminables pistas del antiguo aeropuerto de Tempelhof, orgullo del III Reich, mientras todo el mundo lo hace tan ricamente en bicicleta. Ambas cosas disparatadas las hice yo hace unos días durante una estancia en la capital alemana, alentado por la guía de la serie Past Finder. Berlin 1933-1945, de Maik Kopleck (C. Links Verlag, 2006), que anima a rastrear las huellas del pasado nazi.
En realidad siempre había querido visitar la villa Marlier, convertida en 1940 en casa de huéspedes de las SS (menos animada que el Salón Kitty) y donde Heydrich, el peor nazi después de Hitler, y mira que había competencia, pespunteó junto a otros 14 representantes de distintos organismos y ministerios del III Reich, entre ellos Eichmann, la “solución final al problema judío”, eufemismo para encubrir el genocidio. Se celebró la reunión, conocida como la Conferencia de Wansee, el 20 de enero de 1942, un martes nevado. La villa, la hoy siniestramente célebre “casa del lago” (está junto al lago grande de Wannsee, la dirección es Am Grossen Wannsee 56-58), se ha convertido en Memorial, museo y centro de estudios. Ha aparecido en tres buenas películas sobre aquella cita atroz, la de 1984 de Heinz Schink, la de 2001 con Kenneth Branagh como Heydrich y Stanley Tucci como Eichmann (mi favorita), y la reciente de 2022.
Fui hasta allí en tren desde el aeropuerto, con trasbordo a la línea 7 a Postdam, una larga tirada que me llevó a la estación de Wannsee en medio de una tormenta. Tras esperar un buen rato tomé un autobús, el 114 (“zur Wannsseekonferenz?”, “Jawhol”), que después de serpentear por el borde del lago, una zona adinerada de casas de veraneo y clubes de vela y remo entre árboles, me dejó en una solitaria parada a unos cien metros de la entrada de la villa, construida en 1914 por el arquitecto Paul O. A. Baumgarten para el industrial Ernst Marlier. Corrí hasta la mansión empapándome bajo la lluvia para darme de bruces con la verja exterior y un letrero que decía que la casa y los jardines permanecerían cerrados una semana por reformas. “Sentimos las molestias”, ponía. Maldije mi suerte mientras la lluvia iba empapando el ejemplar de La villa, el lago, la reunión, de Mark Roseman (RBA, 2002), que me había puesto abierto como improvisado sombrero. Pensando retorcidamente que ya podían haber cerrado otro día, concretamente el 20 de enero de 1942 (a ver si se hubieran atrevido a decirle que estaba cerrado a Heydrich), llamé a un timbre y luego grité en mi alemán de Hazañas Bélicas hacia la caseta de entrada, a ver si alguien se compadecía. Desde la verja se veía parte del jardín, el sendero que llevaba a la villa y la fachada de esta. Faltaban sólo los guardias de las SS y los automóviles de los jerarcas nazis; me estremecí y no sólo por la humedad. Aquello era como el hotel Overlook del nazismo.
Di una vuelta al perímetro de la villa buscando por dónde colarme, en plan comando al ataque del cuartel general de Rommel en Beda Littoria; no había manera. Junto al lago, la villa limita con un club náutico, pero tampoco podía acceder desde la playa. Me refugié en el Seehaase, un pequeño bar al lado de la famosa estatua gigante del león de Flensburg. Reconfortado con un café y la vista de unos patos (aunque lo suyo hubiera sido observar el paso de la oca) me lancé otra vez bajo la lluvia y regresé a la entrada de la villa a ver si había movimiento. Me fijé en dos relieves de sendos grifos mitológicos, uno a cada lado de la verja, muy siniestros. Noté una presencia a mi espalda y me giré horrorizado ante la idea de que fueran Gestapo Müller o el Sturmbanführer Lange que llegaban tarde a la cita de exterminio. Era un joven con facciones asiáticas y cubierto con un chubasquero que aguantaba una bicicleta. Otro frustrado visitante. Debatimos en inglés qué hacer. Y mientras lo hacíamos, llegaron otros dos ciclistas, suecos. Y una pareja que se presentaron como israelíes. También se añadieron un grupo con paraguas que descendieron de un autocar y al que su guía aprovechó para explicarles que Heydrich fue el único jerarca nazi que murió asesinado (por un comando aliado en Praga), y cuál era la tarea de Eichmann; incluso se explayó sobre el concepto de banalidad del mal de Hannah Arendt. Éramos ya casi una multitud bajo la lluvia ante la verja cerrada. Yo parecía el líder natural para montar una protesta, pero entonces oí una bocina. Era el conductor del Bus 114, que me había reconocido y me hacía señas. No pasaría otro hasta al cabo de una hora. Sin pensarlo dos veces corrí insolidariamente hacia la puerta abierta y subí. Estaba empapado, aterido y harto de Wannsee. Siempre podía volver a ver las películas. Me marché pensando en la frase de Branagh/Heydrich: “Me gusta esta villa, después de la guerra será mi casa”. Pues mira, no, Reinhard. Lo que habrías rabiado al ver en la puerta un cartel con información en hebreo.
Al día siguiente al mediodía las cosas habían cambiado sustancialmente. Hacía un sol de justicia y se me ocurrió visitar otro lugar del Berlín nazi, uno que no iban a poder cerrarme. El viejo aeropuerto de Tempelhof. Es un sitio que tiene para mí un significado especial desde que leí de adolescente Armageddon, de Leon Uris. (Bruguera, 1971). En la novela ―mi favorita del autor junto con Mila 18: cuánto aprendimos del nazismo con Leon, que por cierto combatió como marine en Guadalcanal y Tarawa―, una de las protagonistas, la joven alemana Hilde, se enamora de un piloto estadounidense del airlift, la operación aérea para llevar suministros en 1948 al Berlín Oeste bloqueado por los soviéticos (ese reverso luminoso del puente aéreo de Stalingrado). El aviador, Scott, se estrella con su Douglas C-54 Skymaster Big Easy One sobre Tempelhof, por donde entraba la ayuda, al colisionar contra un caza Yak.
Tempelhof, inicialmente un lugar de los templarios y luego campo de maniobras prusiano, es el gran aeropuerto histórico berlinés. Los nazis lo convirtieron en una instalación de apabullante grandiosidad para irradiar orgullo nacional. Ya no funciona como aeropuerto (desde 2008) y es ahora objeto de un gran proyecto de rehabilitación para convertirlo en centro cultural y lúdico que culminará en 2030. De momento, las antiguas pistas y su entorno son un inmenso espacio verde urbano (el Tempelhofer Feld) para actividades al aire libre de los berlineses.
Accedí a las pistas, bordeadas de prados con castaños y robles, caminando desde la entrada por la Herrfurth Strasse y me lancé tan alegremente a recorrerlas a pie (3,5 kilómetros cuadrados, un poco más grande que Central Park), observando pájaros muy distintos a los que antaño aterrizaban: cornejas, cernícalos y hasta alcaudones. Tras el entusiasmo inicial, al cabo de un rato estaba agotado, sobre todo porque me había desviado varias veces para leer paneles de información histórica, observar un circo, el Klimazirkus (le hubiera encantado a Manfred Von Richthofen), un minigolf artístico, un aeroplano del airlift aparcado, y el sitio donde se encontraba un campo de concentración de las SS, el KZ Columbia. Todo el rato me adelantaba gente en bicicleta (“¡pero hombre, cómo se te ha ocurrido hacerlo a pie!”, me dijo a la vuelta Willy Altares, que recorrió el Tempelhof en bici y que además encontró la villa de Wansee abierta). Dando una vuelta enorme que me dejó al borde del colapso, rodeé los edificios colosales del aeropuerto nazi para llegar a la Platz der Luftbrucke, la plaza del puente aéreo, que conmemora el airlift, con el monumento de Eduard Ludwig a las víctimas de los 78 accidentes al aterrizar (como el de Scott), y que simboliza los tres corredores aéreos de entonces sobre Berlín. En la vecina Eagle Square (ex Ehrenhof, Corte de Honor), que da entrada a la antigua terminal aérea (1,2 kilómetros de edificaciones), se yergue una cabeza de águila de bronce impresionante, parte de la enorme estatua de rapaz de 4,5 metros que coronaba el edificio principal y obra de Walter E. Lempcke, escultor habitual de los nazis. Por todos los edificios del aeropuerto pueden verse otras agresivas águilas del III Reich, aunque despojadas de sus esvásticas.
La terminal de Tempelhof, empezada en 1936 por orden de Hitler y operacional en 1941, fue obra del arquitecto y escultor Ernst Sagebiel (1892-1970), cuyo enfático estilo digamos Sig Fly, definido como Luftwaffe-moderno por la asociación de su autor con las fuerzas aéreas de Goëring y tan parecido al de Speer, no es ajeno a que fuera miembro del partido nazi y de las SA. Vamos, que es ver la terminal y que te entren ganas de bombardear Polonia. En el edificio funciona un centro de interpretación con una exposición que ofrece mucha información sobre lo que fue y lo que será Tempelhof. Un audiovisual permite sentirse a bordo de un aparato del airflit y una vitrina muestra objetos relacionados con este como uno de los 200.000 paquetes con leche en polvo, café y jabón traídos por los aeroplanos reciclados en candy bombers. Durante la II Guerra Mundial, como muestran unas fotos, Tempelhof sirvió de planta de ensamblaje de Stukas, cien al mes.
Con Tempelhof y Wannsee (casi) en el bolsillo, me quedan menos sitios nazis para visitar, que ya es turismo. La Guarida del Lobo, el Nido del Águila y el Castillo de Wewelsburg están en mi lista. Esperemos que no llueva, y que no haya que caminar mucho.
Babelia
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