El Barón Rojo tenía el alma negra
La edición de las memorias de combate del célebre piloto de caza y una nueva biografía muestran a un depredador aéreo alejado de la caballerosa estampa de su leyenda
En el rutilante firmamento de la lucha aérea sobre las embarradas trincheras de la I Guerra Mundial destacan con el color acerbo y desafiante de Marte el aeroplano y el nombre de Manfred Von Richthofen (1892-1918), el Barón Rojo, el piloto de combate más famoso de todos los tiempos. Su leyenda le ha convertido, además de en una de las figuras emblemáticas de la contienda que este año conmemora el centenario de su inicio, en el paradigma de aviador de caza caballeroso, tan temido como admirado y respetado por sus enemigos. Sin embargo, y como suele suceder con los mitos, hay grandes fisuras en la personalidad real del famoso piloto, el campeón de los cielos de la Gran Guerra, con 80 victorias confirmadas. Ahora la publicación en España de sus memorias de guerra El avión rojo de combate (Macadán) y de una extensa biografía de 600 páginas (Almuzara) a cargo del entusiasta J. Eduardo Caamaño, que ha buceado en la monumental bibliografía sobre Von Richthofen –especialmente en los libros del gran especialista Peter Kilduff- para poner a disposición del lector en castellano un completo relato de su vida y peripecias (incluidas las listas y coordenadas de sus derribos y bonitas láminas de los aeroplanos que pilotó y abatió el barón volante), permiten observar en toda su dimensión a un individuo con bastantes facetas inquietantes, antipáticas y desagradables. Ya hubo gente que lo percibió así en su tiempo. “Es una suerte que esté muerto”, expresó con sincero alivio y sin ambages el capitán Middleton, del 40 escuadrón de la RAF. Otro piloto fue más directo: “Richthofen era una mierda”.
El retrato del Manfred von Richthofen real es el de un joven (empezó su carrera de piloto de caza con 23 años y la acabó por la pista peor, la de la muerte, a los 25) militarista, arrogante, ambicioso y mucho más cruel y despiadado de lo que su fama da a entender. Mucha testosterona, chulería, sed de gloria, arrojo y técnica y muy poca humanidad o compasión. Para el Barón Rojo, cuya ensangrentada imagen disolviendo el cielo en una granizada de proyectiles era lo último que veían en su vida muchos rivales, volar significaba una extensión de los placeres de la caza terrestre de animales, a la que se entregaba desde niño con afición fanática. En el aire, se convirtió con extremado deleite en un halcón implacable, la temible joya escarlata en la percha de cetrería del Káiser
Ni en su libro –solo escribió otro, un manual de combate, Reglement für Kampfflieger- ni en informes ni cartas encontramos la sutileza, la reflexión, la conmiseración, el hálito poético o la literatura, de los grandes pilotos de guerra escritores como Salter, Richard Hillary –autor de El último enemigo- o Saint Exupéry.
No tenía piedad por mis enemigos”, escribió el Barón Rojo
“Soy un cazador por naturaleza”, escribe Von Richthofen en El avión rojo de combate. “Cuando he abatido a un inglés, mi pasión por la caza se calma por lo menos durante un cuarto de hora“. Es difícil conciliar ese frívolo comentario cinegético con la realidad de los aviadores aullando en sus desesperadas caídas mientras se consumen con antorchas en sus aeroplanos incendiados. Y añade el barón: “Los cazadores necesitan trofeos”. Así justificaba una de sus costumbres –aparte de matar gente- que más aversión puede producir: su obsesión por recoger o arrancar elementos de los aviones que abatía, las ametralladoras, palas de hélice y sobre todo los números de identificación pintados que arrancaba con fruición de rapaz como terribles souvenirs de sus victorias. Con ellos decoró una habitación en su casa familiar. Uno se pregunta cómo sentado allí entre esos espantosos recuerdos del destino fatal de tantos aviadores podía sentirse a gusto y no percibir el espectro de la muerte que también le rondaba a él. Cuando lo derribaron -convertido ya en leyenda-, en estremecedor remedo de su costumbre las manos ávidas de los soldados aliados arrancaron de su máquina voladora y de su cuerpo inerte innumerables recuerdos, incluidas las botas. Desde su primer derribo, además, Von Richthofen encargó a un joyero que le confeccionara copas de plata, una por cada enemigo abatido.
En El avión rojo de combate, el as (kanonen, decían los alemanes) explica de manera bastante propagandística y con un tono desenfadado digno de materia más ligera que la guerra aérea su trayectoria desde sus primeros pasos a sus penúltimos vuelos. “Todo lo arriesgado me cautivaba”, escribe. Ingresó en el ejército en 1911, en caballería, y entró en la guerra del 14 muy dichoso, considerándose por ello todo un hombre. Realizó varias acciones “audaces” en Francia como teniente de un destacamento de ulanos y no duda en relatar cómo habían “arrimado a la pared” (fusilado) a supuestos francotiradores y “colgado de una farola” a algunos monjes que colaboraban con el enemigo. En 1915, ante el estatismo del frente que hace inútil la caballería, pide pasar a la aviación. Volar –al principio lo hace como observador de reconocimiento en Rusia (“es una lástima que no tenga ningún ruso en mi colección, sus insignias quedarían muy decorativas en la pared de mi cuarto”) y luego como ametrallador en un biplaza- le parece sublime y muy seguro. Se lo pasa “en grande” ametrallando a las tropas terrestres. Su primer derribo le provoca gran excitación. Ya en el Oeste, con el gran Boelcke, de comandante y maestro, su carrera despega. Disfruta salvajemente abatiendo enemigos. Muchos de ellos –véase Under the guns of the Red Baron -Caxton 1998- pilotos noveles, casi niños, o que volaban en aparatos muy inferiores a su Albatros D III. Las acciones bélicas se entremezclan con relatos de caza en los que mata jabalíes o en una ocasión muy especial en el coto de un familiar del Káiser, un bisonte.
Escribe que tuneó su avión pintándolo de rojo sin ninguna razón especial –en realidad uno de los motivos fue que quedara claro quién era el autor de los derribos, para acreditárselos-y se muestra orgulloso de que le “petit rouge” o “le diable rouge”, como lo llaman los franceses, cause temor. Abona la especie (falsa) de que los británicos han creado una unidad especial para cazarlo. Aboga por “la decisión y las agallas” y reclama para los alemanes el dominio del aire por su “natural espíritu ofensivo”. Vamos, una joya de hombre. “No tenía piedad por mis enemigos”, escribió. Y es verdad que se cernía sobre los rivales tirando decididamente a matar, sin dejar de disparar un momento y contemplando luego desapasionadamente la caída mortal del aeroplano herido.
El libro se cierra con 52 victorias, tras el bautizado por los británicos como el “abril sangriento” de 1917 en el que los Albatros y Fokkers alemanes se cobraron un sobrecogedor tributo de sangre. Tras un permiso, Richthofen volvería al frente, sería malherido en julio –un balazo en la cabeza le dejó momentáneamente ciego, pese a lo que fue capaz de aterrizar- y entraría en la fase final de su carrera. Sus dos últimas víctimas fueron sendos Sopwith Camel derribados uno detrás del otro. El piloto del último, David Lewis, sobrevivió milagrosamente para luego salvarse también de un atentado en Rodesia en 1958.
A la vista de todo lo dicho cabe preguntarse qué hubiera sido del Barón Rojo de sobrevivir a la guerra y tener que enfrentarse a las decisiones morales a las que abocaron a sus compatriotas el nazismo y la llegada del III Reich. Poco en su carácter y su comportamiento hace presuponer que no hubiera abrazado el revanchismo, el rearme y la vuelta a las andadas bélicas como hicieron la mayoría de los alemanes en pos de Hitler. Quizá sería mucho suponer que hubiera sido un Goering, popular as de caza como él, pero mucho más inteligente (y sin duda malévolo), y acaso de los nazis lo hubieran distanciado sus orígenes aristocráticos, pero no olvidemos el importante papel que jugó en la aviación y la guerra de Hitler su propio primo, Wolfram Von Richthofen (con 8 derribos en la I Guerra Mundial), nazi fanático, el mariscal más joven del ejercito alemán y jefe de la Legión Cóndor en la Guerra Civil. La muerte del Barón Rojo aquel 21 de abril de 1918 abatido sobre el Somme por una única bala que es de las más reivindicadas de la historia de la munición quizá evitó que fuera un Von Richthofen más famoso el encargado de devastar Gernika.
Lo que es seguro es que uno no se imagina a Manfred adoptando un papel displicente con los nazis como Ernst Jünger, otra de las grandes figuras militares de la primera contienda y poseedor como él de la preciada Pour le Mérite, el Blue Max, la mayor condecoración alemana. Jünger enervó a Goebbels y el propio Hitler hubo de ordenar “no toquéis a Jünger” a sus secuaces que le tenían ganas. Sin veleidades intelectuales y culturales de ningún tipo, sensible al halago y deseoso de honores, Manfred habría sido presa fácil para el Ministerio de Propaganda. ¿Son estas suspicacias injustas con el gran aviador? Curiosamente el cine ya se ha mostrado bastante ambiguo con el barón Rojo. Ninguna de las muchas películas sobre él –de la canónica The Red Baron and Brown (1971), con John Philip Law, hasta la reciente Der Rote Baron (2008), alemana, ofrecen un perfil tranquilizador. Se le suele mostrar como un aviador estupendo, noble y tal, pero con un lado oscuro y desagradable, una faceta que se traduce en un cierto nihilismo áspero que vuelve su figura incómoda y que es una forma narrativa de traducir la falta de empatía que provoca el personaje.
Un solo indicio nos hace pensar que Manfred Von Richthofen, de no morir, hubiera podido quizá transformarse en un personaje más interesante de lo que realmente fue. Tras ser herido en la cabeza comenzó a despegarse de la figura frívola y descerebrada del piloto solar para adentrarse en un mundo más tenebroso. Seguramente ver tantas muertes alrededor y la suya propia tan cerca empezaban a transformarlo. Escribió entonces un breve texto, Gendanken in unterstand, Reflexiones en mi refugio, no publicado hasta 1933 -como parte de su libro-, en el que apunta que piensa escribir una continuación de El avión rojo de combate, cuyo tono encuentra ya insolente, en la que explicará que la guerra no es tan divertida, ni heroica, sino un asunto “muy serio y pesaroso”. Confiesa entonces que siente angustia cada vez que vuelve de un combate y la vida le parece sombría. En ese crepúsculo, más digno y humano, es donde de verdad brilla la luz del Barón Rojo.
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