Regreso a Mila 18
Visita al viejo gueto de Varsovia con el recuerdo de la popular novela de León Uris sobre la sublevación judía
Un perro cojo atravesó trotando la extensión cubierta de hojas muertas bajo la que descansaban tantos valientes caídos. El día era triste y gris como solo lo puede ser un día en Varsovia. Caminábamos como en sueños sobre las ruinas desaparecidas del viejo gueto, en la zona en la que se produjeron los más duros combates de la insurrección de sus ocupantes contra los nazis, de abril a mayo de 1943. Componíamos un grupo abigarrado: los Cohn, Harry y Mina —el padre de ella asesinado en los campos—, venidos de Canadá; Hannah Luhmann, una joven periodista alemana que consiguió aguantar el tipo y las lágrimas hasta días después, en Lublin, tras oír en el desayuno con el café amargo al alba la palabra Majdanek; Paulina Kurek, la abnegada guía que nos puso el ministerio de Cultura polaco, y un servidor, repetidor.
Salíamos de visitar el nuevo Museo de la Historia de los Judíos Polacos (popularmente Polin, que es la palabra hebrea para Polonia), un edificio espectacular que se alza en el extremo norte del antiguo gueto, y avanzábamos hacia el límite de éste, por calles solitarias de bloques de pisos modernos flanqueadas de chopos negros y jalonadas por monumentos discretos a los muertos. Llegamos hasta un solar cubierto de hierba y discurrimos por un sendero de adoquines que nos condujo a una pequeña colina, el túmulo que cubre las ruinas del búnker del antiguo número 18 de la calle Mila. Recordé los versos del poeta Wladyslaw Szlengel, que describió desde dentro la tragedia del gueto y la valentía de los judíos sublevados, un ejército de soldados casi desarmados, que opusieron ladrillos, revólveres viejos y sobre todo coraje durante 27 días a las tropas de SS, Policía y Wehrmacht, con tanques y artillería, del Gruppenführer Jürgen Stropp. “Y no están. Ya no. Nadie alrededor. La noche cae rápidamente en este Valle de Luto. La leyenda crece. El mito está sembrado”.
En el búnker de Mila 18 destacaron especialmente los jóvenes luchadores halutzim y en él murieron Mordechai Anielewicz, líder de la Organización de Combate Judío (ZOB) y 300 de los suyos, una parte, incluido Anielewicz, tras cometer suicidio con veneno —una Masada subterránea— al atacar los nazis el reducto con gas para forzarlos a salir.
El celebrado autor de Éxodo narraba aderezada con varios romances la histórica épica y trágica de la desesperanzada revuelta
El de Mila 18 fue en realidad solo uno de los muchos, centenares de refugios y escondites de los combatientes judíos, alzados ante la noticia de la liquidación final del gueto, tras la sangría constante de las deportaciones a Treblinka para el exterminio. Pero el nombre de Mila 18 se convirtió en el símbolo de toda la lucha gracias especialmente a la novela del mismo título de León Uris, una novela popularísima desde su publicación en 1961 en la que el celebrado autor de Éxodo narraba aderezada con varios romances la historia épica y trágica de la desesperanzada revuelta. La lectura de esa novela, que para muchos supuso involucrarnos emocionalmente por primera vez en el drama humano del Holocausto —como ahora la conmovedora 28 días de David Safier (Seix Barral, 2014), sobre el mismo tema—, fue lo que me llevó 37 años antes al punto exacto donde me encontraba ahora: Mila 18. El viento en el que cabalgaban las cornejas me revolvía el cabello como aquel lejano día de 1977 en el que para llegar aquí crucé una Varsovia muy diferente, tras el Telón de Acero, sin más anuncios en las calles que la propaganda comunista, cucuruchos de pipas de girasol en los kioskos y la expresión “nie ma”, “no hay”, en la mayoría de las tiendas y restaurantes. Tenía 20 años, leía a Hermann Hesse y aún confiaba escaparme de la mili. Entonces, en el 77, hacía apenas siete años que Willy Brand se había arrodillado (la Genuflexión de Varsovia, Kniefall von Warschau), para escándalo de muchos —entre ellos las autoridades polacas—, ante el monumento a los Héroes del Ghetto (1948), junto al que ahora se alza el nuevo y rutilante museo.
En aquella época me costó encontrar la vieja calle Mila. Nadie parecía conocerla. Me perdí varias veces y cuando dí con el lugar, donde se alzaba el túmulo formado por los escombros de las casas destruidas, era un sitio desolado en medio de la nada. Saqué de la mochila mi ejemplar de Mila 18 (Joyas Literarias, Bruguera, 10ª edición, 1971, 260 pesetas) y leí en voz alta algunos fragmentos. Nada sabia entonces, en aquel maravilloso por tantas cosas 77, de Szlengel, ni de Celan, ni del kadish, no había conocido todavía a ningún superviviente de la Shoah, y faltaban aún unas semanas para que visitara Auschwitz. Pero a los viejos héroes del ZOB no les habrá importado que el ingenuo estudiante de teatro asiduo del Saló Diana y aspirante a mimo, declamara sobre sus vapuleados esqueletos —los cuerpos nunca han sido recuperados y el túmulo está considerado un cementerio, un memorial de guerra—, algunos pasajes de un best seller. “Es hermoso que hasta en un lugar como este nos queden lágrimas para los demás y que se nos parta el corazón —dijo Andrei. Es hermoso que sigamos siendo seres humanos”.
Andrei Androvski, ficticio judío oficial de ulanos del ejército polaco, es el principal protagonista de Mila 18 y al final de la novela, cuando tiene la posibilidad de escapar por las cloacas (perdonen el viejo, viejísimo spoiler), decide regresar al búnker al saber que los alemanes lo han tomado. Descubre un escenario terrorífico, con muchos de sus camaradas abrasados, entre ellos Alexander Brandel, basado en Emmanuel Ringelblum, el autor de los diarios del gueto, que, salvados en escondites y recuperados en parte, son el testimonio de aquellos tiempos de ajarit haiamim, últimos días. Andrei llega a tiempo para cerrar los ojos de su hermana y desaparece de la novela dejando detrás de sí el airado y desafiante tableteo de su baqueteada metralleta Schmeisser, arrebatada a los alemanes, que rasga la noche de Varsovia como una desesperada despedida.
El de Mila 18 fue en realidad solo uno de los muchos, centenares de refugios y escondites de los combatientes judíos, alzados ante la noticia de la liquidación final del gueto
Qué diferente la ciudad de mi reencuentro con Mila 18. Durante el paseo por el antiguo gueto nos acercamos a una de las secciones que se conservan del muro que lo limitaba y que se conserva incongruente en un patio entre bloques de apartamentos. Mina Cohn, que es presidenta del Comité de la Shoah de la federación judía de Ottawa, colocó una velita entre los ladrillos. Por encima del muro entre la niebla se alzaba la mole del Palac Kultury i Nauki, el palacio de la cultura y de la ciencia, regalo de Stalin a Varsovia construido a inicios de los cincuenta, ridiculizado en la panorámica actual por la esbelta y bellísima arista de cristal del vecino rascacielos de Libeskind (Zlota 44). Sería gracioso saber lo que hubiera pensado Gomulka de la visión.
El actual memorial de Mila 18 presenta un aspecto mucho más cuidado que el que vi en 1977. Sobre el montículo sigue estando la piedra grabada conmemorativa, como un tocón de árbol, sobre la que los visitantes colocan guijarros.
Durante el viaje, que nos llevaría luego al Este, a lugares sombríos adonde llegaban los trenes (Chelmno, Sobibor, Majdanek), tuvimos una conversación con Pawel Spiewak, que dirige el afamado Instituto Histórico Judío, situado sobre las cenizas de lo que fue la biblioteca de la Gran Sinagoga de Varsovia, en los confines del gueto. Spiewak, un hombre de áspera integridad, arrugó el entrecejo al mencionarle yo a León Uris, que le parece banalización del Holocausto de la peor especie, categoría en la que opina que Mila 18 rivaliza con filmes como El pianista o La lista de Schindler. “Son representaciones artificiales de algo que es irrepresentable e indecible en términos de ficcionalización. Hay algo de profanación en todo eso”. Aferré con fuerza mi bolsa y asentí cortés. Pero al salir de allí regresé solo al corazón del ghetto. Extraje la amarillenta novela y sobre el viento que agitaba las páginas y levantaba hojas muertas a mi alrededor volví a desovillar contra el olvido las lejanas y emocionantes palabras. “Los alemanes rodeaban Mila 18 por todas partes....”.
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