El insondable pozo negro del exterminio nazi
El historiador Xabier Irujo, catedrático de Estudios de Genocidio en EE UU, publica un libro pormenorizado sobre la espeluznante mecánica del Holocausto que incide en aspectos poco conocidos de la Solución Final y aporta nuevos enfoques
¿Creemos que lo sabemos todo sobre el Holocausto, que nada puede sorprendernos ya? Este libro demuestra que no, descubriéndonos cosas nuevas, terribles e inesperadas, y amontonando horror sobre el horror. En La mecánica del exterminio (Crítica, 2025), Xabier Irujo, catedrático de Estudios de Genocidio en la Universidad de Nevada (Reno, EE UU), examina pormenorizadamente la maquinaria asesina del régimen nazi, incluidos aspectos antes minimizados o pasados por alto, para construir un relato escalofriante en el que el lector se abisma como en un pozo negro.
Irujo —en conversación con este diario y carraspeando al tratar de algún episodio especialmente abominable— explica que para escribir esta obra, que le ha llevado veinte años de estudio, nunca pudo trabajar más de tres meses seguidos, por lo doloroso de sumergirse en ese “océano de emociones muy difíciles de surcar”. También es un trance leerla, y es imposible hacerlo sin estremecerse y sin reflexionar sobre los aspectos más oscuros de la naturaleza humana.
El historiador (59 años, nacido en Caracas de padres exiliados vascos), que se basa en una minuciosa inmersión en las fuentes primarias del Holocausto, con mirada científica —porcentajes, capacidades de las instalaciones de administrar muerte, ritmos de eliminación—, describe sin ahorrar detalle el funcionamiento de la cadena de exterminio. Nos lleva no solo a las cámaras de gas y los hornos, las fosas y los paredones, sino a contemplar novedosamente cómo se moría en los vagones de los trenes (Irujo señala la naturaleza deliberadamente mortal de los transportes ferroviarios, concebidos ya como espacios de matanza), en los barracones de los campos o en las cajas de los camiones gasificados.
El estudioso, que ha querido “reenfocar” la mecánica del exterminio, revela para qué se colocaban camillas de necropsias en los crematorios (para abrir en canal y examinar los cadáveres de los asesinados antes de incinerarlos, en busca de las pertenencias que hubieran escondido en sus cuerpos), o por qué se lanzaba a víctimas aún vivas al fuego de los hornos o las parrillas (no, en general, por sadismo, recalca, sino por necesidad al agotarse el suministro de Zyklon B, el gas, o por logística: tras descargarlos de camiones como grava, quemaban así a los musulmanes, los muertos en vida de los campos, porque no los podían mezclar con las otras víctimas dado que su aspecto las aterraría y no serían tan fáciles de manejar en el proceso de exterminio en las cámaras).
Había “fosas gimientes”, en las que muchas de las víctimas del Holocausto por las balas, el perpetrado a tiros por las escuadras de exterminio, los Einsatzgruppen, solo quedaban heridas y seguían quejándose y retorciéndose durante horas, lo que, explica Irujo se debía al uso de calibres pequeños a fin de evitar el mal trago para los ejecutores de ver estallar las cabezas con armas de mayor potencia. Relata que las ejecuciones con explosivos se revelaron poco prácticas y satisfactorias. Que se usó trozos de cuerpos para producir cultivos bacterianos. Que había comandos de dentistas para arrancar los dientes de oro. Y que los furgones de gas (marca Saurer, también Mercedes y Dimond), con el tubo de escape conectado a la caja, donde se amontonaba a los prisioneros, fueron objeto de cuidadosos estudios y mejoras de diseño tendentes a optimizar su servicio: se descubrió, a base de practicar, que pisando a fondo el acelerador la muerte se producía más deprisa.
“Analizo la variedad de formas que adoptó el Holocausto”, apunta Irujo, que recoge la cifra total de 17 millones de asesinados, sumando los seis millones de judíos (la Shoah específica), tres de prisioneros de guerra soviéticos más otros cuatro de civiles de la URSS no judíos, casi dos millones de civiles polacos no hebreos, más de 200.000 gitanos, cerca de 300.000 personas con discapacidades, un número indeterminado de homosexuales, “asociales”, opositores políticos alemanes y unos 1.700 Testigos de Jehová, sin olvidar a los más de 5.000 republicanos españoles y a miles de muertos de otras nacionalidades que bebieron también” la negra leche del alba” del poema de Paul Celan. “Más del 80 % de las víctimas fueron ejecutadas por medios distintos al gas”, recalca Xabier Irujo. “Siempre había otro método más”. En realidad, indica, la forma de asesinato preferida fue el hambre, acompañada del frío y la extenuación. Subraya el estudioso la inmensidad del universo concentracionario, con, anota en el libro, más de 42.000 campos e instalaciones (a día de hoy, matiza, ya son 44.000 los registrados). Y considera que es baladí distinguir entre campos de concentración y de exterminio, como se suele hacer, pues “la mayoría funcionaron principalmente como lugares de exterminio”. Señala que no se puede decir que instalaciones en las que la tasa de mortalidad alcanzaba hasta el 50% como Dachau, Bergen-Belsen, Buchenwald, o el subcampo de Dora-Mittelbau, donde se ensamblaban los cohetes V2 “no fueran, en esencia, campos de exterminio” iguales a los terriblemente icónicos Bélzec, Sobibor o Treblinka. La única diferencia, dice, “es cuánto tardaba un preso en morir”.
Irujo aborda el alcoholismo crónico de los perpetradores (verdugos y líderes), las formas de librarse de los cadáveres (incluidos los enterramientos en sardina, en filas rellenadas con los cuerpos de los niños, cuyo asesinato era esencial en el ideario nazi), la muerte en vida de los Sonderkommandos, las mentiras de los comandantes de campo como Höss al interrogarlos en sus juicios, para suavizar el crimen; la brutalidad de todo el proceso de selección en lugares como Auschwitz o Treblinka (donde hasta el 95 % de las personas que llegaban eran elegidas para morir en el acto). Y un tema muy poco tratado: el canibalismo (Irujo cita varios casos, como el de un prisionero ruso puesto a disposición de otros por los guardias, y anota que era mejor no dormir mucho). Es poco frecuente también hablar de las violaciones, que eran muy corrientes en todos los ámbitos del exterminio. “Eso se debe a que a las mujeres de entonces les costaba mucho hablar de ello, como también de otros aspectos que tuvieran relación con su intimidad”.
En el libro hay algunas gotas de humor negro grotesco en esa inmensa danza de la muerte alemana, como el que a los deportados se les hiciera pagar su billete en los trenes (solo ida) y que los menores tuvieran descuento, o la queja de un campo porque los prisioneros rusos les llegaban muertos, y, claro, no podían ya matarlos.
Es difícil establecer cuál es la peor historia de las que recoge Irujo. Sin duda, una es la de una ejecución con armas de fuego de jóvenes madres con bebés en Auschwitz. Un SS iba rodeando a una de ellas para dispararle primero a la criatura pero la madre se interponía, para que le dieran antes a ella y no ver morir a su hijo, hasta que al final de la espantosa contradanza el nazi consiguió darle al bebé; la madre enloqueció y le arrojó el pequeño cadáver a la cara del SS, que se vio incapaz de seguir. “Ya he tenido suficiente por hoy”, dijo. La ejecución la acabaron sus compañeros. También es durísima la historia de la jovencita que sobrevivió milagrosamente a un gaseamiento en Birkenau, protegida por los cadáveres de los demás. La revivieron en la enfermería y pudo contar con detalle lo que era ser gaseado en las cámaras. Tras lo cual, sin piedad alguna, se ordenó su (re) ejecución. “El episodio que más me conmueve a mí no es especialmente sangriento”, responde Irujo al preguntarle. “Es el del niño de ocho o nueve años que en una ejecución en masa de los Einsatzgruppen se gira hacia su verdugo que va a dispararle y le pregunta con los ojos muy abiertos: “¿Estoy bien puesto así?”.
La gran pregunta, ¿cómo fue posible? “La educación nazi lo hizo muy bien. Es un patrón que desgraciadamente se repite, es muy fácil y rápido generar un odio al otro muy generalizado; hay ahí una lección, y una advertencia”.
La mecánica del exterminio
Crítica, 2025
472 páginas. 22,90 euros
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