“El primer recuerdo que tengo de Auschwitz es que no éramos humanos”
Una exposición fotográfica sobre el campo de exterminio refleja cómo el estado actual del lugar parece levantarse en un limbo temporal 75 años después de su liberación y donde el miedo y la muerte siguen presentes
Medio ciega y apoyada en un bastón, Annette Cabelli (Salónica, 1925) recorre una de las salas del Centro Sefarad-Israel durante la inauguración de una exposición fotográfica sobre Auschwitz, el campo de concentración en la Polonia ocupada donde sufrió los horrores del nazismo. A su lado, el fotógrafo Juan Pedro Revuelta, le traduce lo que aparece en las instantáneas que ella solo ve como nubarrones: uno de los vagones de prisioneros, una muñeca rota o un montón de gafas. "Block 11", dice Revuelta mientras señala una imagen de un pasillo con una horca portátil. Cabelli asiente con la cabeza. No necesita más palabras para saber que todo el mundo presente está viendo el corredor del edificio que los nazis utilizaban para torturar a algunos prisioneros. Pero pocos saben que Cabelli estuvo en ese barracón limpiando letrinas de los presos políticos. Allí se contagió de tifus y, según recordó en una entrevista hace un año a EL PAÍS, contempló cómo se llevaban a decenas de judíos a las cámaras de gas y a los hornos. Incluso también vio pasear cerca de ella a Jofef Mengele con un ejército de médicos. "Hacían experimentos con las jóvenes y les quitaban todos los órganos que podían. Luego las enviaban a trabajar. Pero no podían y una semana después se morían", recuerda.
75 años después de la liberación del campo donde Cabelli pasó desde los 17 hasta los 20, la enfermería, las salas de gas y el lago donde los nazis tiraban las cenizas siguen intactos, como si el horror que se respiró allí los hubiese embalsamado. "La ceniza se masca en todo el lugar", cuenta Revuelta, que pasó dos semanas de 2009 en el campo para realizar las fotografías. Tras 11 años de reposo, 36 de estas imágenes ven la luz en la exposición Auschwitz-Birkenau, disponible hasta el 27 de marzo en la Casa Sefarad (Calle Mayor, 69). La obra, según Revuelta, pretende ser una interpretación artística del dolor que los miles de personas que murieron allí y padecieron el terror del nazismo. "Quiero que el espectador vea las fotografías con los ojos de un enfermo, de una víctima. Por eso algunas fotos están oscuras y otras quemadas, son las sensaciones de penumbra y ceguera que los prisioneros, posiblemente, vivieron dentro y fuera de los barracones", explica Revuelta sobre sus fotografías y la técnica de platinotipia que empleó para realizarlas.
Lo que Cabelli recuerda cuando pisó por primera vez Auschwitz, fue la separación de los prisioneros, los tatuajes y la entrega de los uniformes: "El primer recuerdo que tengo es que ya no éramos humanos. Nos cortaron el pelo y nos llamaron a cada uno por un número". El suyo sigue tatuado en su brazo izquierdo, el 4065, y muy posiblemente sus cabellos y zapatos aún siguen amontonados en una de las salas del campo. Para Revuelta, esa pila de calzado fue lo que más impacto emocional le causó. "El zapato era el elemento que te hacía sobrevivir allí. Si lo perdías, morías. Por eso decidí que fuera la parte central de mi obra y me centré en fotografiar a cada uno de ellos", cuenta el autor, mientras señala una imagen de zapatos de niños pequeños. "Sigue siendo una imagen a temporal. Puede ser del holocausto o de la guerra de Siria", subraya.
Para crear efecto de corporeidad, el fotógrafo editó las fotografías de los montones de calzado y superpuso imágenes de restos de cabello que también yacen en el campo. "El pelo hace que te metas en otra realidad y crea una ilusión óptica. Cuando la gente observa las imágenes, ve caras, figuras o el efecto del humo de los hornos. Mi objetivo era crear metáforas a través de las fotografías que expliquen la realidad del horror de los campos de concentración", cuenta el autor.
Cabelli, a su lado, asiente la cabeza cada vez que Revuelta le describe cada imagen. Antes de acabar el recorrido, con la mirada cansada y la voz entrecortada, la nonagenaria se detiene en seco en uno de los marcos, toca la imagen con el dedo índice y grita como si hubiese recobrado la vista: "Las tablas. Son las tablas. Aquí dormíamos de seis en seis. Cuando alguien se daba la vuelta, todos teníamos que hacerlo". Su memoria acabará apagándose, como su vista; pero su historia, unida a la de los millares de supervivientes continúa viva para recordar los crímenes del antisemitismo.
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