Saruman en Madrid: el disparate de matar árboles
La ofensiva de las autoridades de la capital española contra el arbolado público recuerda los destructores de bosques de ‘El señor de los anillos’
Después de pasar la mañana limpiando con esmero los baños públicos de Shibuya, un barrio de Tokio, el protagonista de Perfect Days —la maravillosa película de Wim Wenders sobre la felicidad y la vida— se sienta siempre a comer algo bajo unos árboles. Una vez le acompaña su sobrina, y cuando descubre la manera en que observa las majestuosas plantas, le pregunta: “¿Estos árboles son amigos tuyos?”. No hace falta que le responda: naturalmente que sí. La presencia de árboles en un entorno urbano no tiene que ver solamente con la protección ante el cambio climático —un factor esencial, por otro lado—, sino con la propia sensación de humanidad que transmiten esas criaturas, que tardan décadas y siglos en desarrollarse. Se trata de un dato que sería importante explicar a la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, y al alcalde de la ciudad, José Luis Martínez-Almeida, que entre cortar árboles a saco para ampliar una línea de metro y cortar el tráfico han escogido la primera opción, incluso en una zona considerada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco.
La relación de los árboles con la humanidad es casi tan antigua como nuestra cultura, en el sentido literal, porque empieza con el Génesis y el árbol del bien y del mal y continúa con la Odisea de Homero. Cuando Ulises vuelve a casa, su padre le pide una prueba irrefutable de que se trata de su hijo. Entonces, el viajero, tras décadas de ausencia, le describe su infancia a través de los árboles que le regaló: “Deja que te hable de los árboles de este bien cultivado huerto que antaño me diste, y que yo cada vez te pedía cuando era niño, mientras te acompañaba. Paseábamos entre ellos, y tú me los nombrabas uno por uno. Me diste 13 perales y 10 manzanos y 40 higueras” (versión de Carlos García Gual en Alianza Editorial).
Una de las noticias culturales de mayor impacto del año pasado fue la tala por unos vándalos del Sycamore Gap, un arce sicomoro de 300 años de antigüedad que se había convertido en el lugar más fotografiado del Muro de Adriano, en el norte de Inglaterra. Los vecinos quedaron conmocionados. Muchos compartían con el árbol sus celebraciones importantes: matrimonios, bautizos, cumpleaños, funerales… “Son recuerdos que pertenecen a generaciones y que han sido destruidos”, explicó a la BBC el fotógrafo Ian Sproat.
Para Anne Frank, la niña alemana cuyo diario se ha convertido en un símbolo del Holocausto y que fue asesinada por los nazis tras pasar escondida durante más de dos años en una buhardilla de Amsterdam, la esperanza era un castaño que se veía desde su ventana. “Miramos el cielo azul, el castaño sin hojas con sus ramas de gotitas resplandecientes, las gaviotas y demás pájaros que al volar por encima de nuestras cabezas parecían de plata. Y todo esto nos conmovió y nos sobrecogió tanto que no podíamos hablar”, escribió en su Diario el miércoles 23 de febrero de 1944. El sábado 13 de mayo de 1944 apuntó: “El castaño está en flor de arriba abajo y lleno de hojas además y está mucho más bonito que el año pasado”. El árbol sobrevivió hasta 2010, cuando una tormenta lo derribó. Pero los responsables de la Casa Museo llevaban años germinando castañas que, convertidas en pequeños árboles, siguen siendo plantados en escuelas y parques de todo el mundo.
Las historias de árboles son interminables —El barón rampante, de Italo Calvino; la cabaña de Stand by Me, de Stephen King; El clamor de los bosques, de Richards Powers; Desde el jardín, de Jerzy Kosinski; El bosque animado, de Wenceslao Fernández Flórez; toda la filmografía de Hayao Miyazaki, el creador del Estudio Ghibli; Astérix y Obélix; los relatos medievales de Robin de los Bosques y del mago Merlín…— porque su historia está profundamente entrelazada con la de los seres humanos.
En un precioso relato, El olmo del Cáucaso, el dibujante japonés Jiro Taniguchi relata la historia de un hombre que se muda a una casa que tiene un enorme olmo del Cáucaso —el que quiera conocer la especie puede contemplar uno bellísimo en el Real Jardín Botánico de Madrid—, cuyas hojas molestan a los vecinos. Se propone talarlo para evitar conflictos, pero se da cuenta de que es una barbaridad. “El olmo ya vivía aquí antes que nosotros”, explica. “Odiar las hojas es olvidarnos de que estamos viviendo con la naturaleza. Es una actitud presuntuosa”.
Los árboles —y su tala indiscriminada— ocupan también un lugar muy importante en El señor de los anillos. J. R. R. Tolkien adoraba la naturaleza y pensaba que su destrucción significaba también la aniquilación de nuestra especie: de hecho, la Comarca es un lugar idílico y verde; Rivendell, un bosque bellísimo; mientras que en Mordor, la guarida del mal, no hay vegetación. En sus novelas, aparecen los ents, unos árboles vivos, que se mueven y caminan, pero que buscan desesperadamente ents mujeres porque están condenados a la extinción. A veces se olvidan de que están vivos y se duermen y no vuelven a moverse. Son una especie tranquila, que vegeta en su bosque y no quiere meterse en líos, hasta que descubren lo que está haciendo Saruman con sus familiares: talarlos sin piedad. Barbol, el bondadoso ent que ayuda a los hobits, se transforma en una furia de la naturaleza cuando descubre que el mago malvado está destruyendo el bosque. Si se da una vuelta por Madrid desde la Tierra Media es posible que vuelva a cabrearse bastante. Aquí tenemos nuestros propios sarunames en plena tarea.
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