Los baobabs, los gigantes africanos y la pesadilla de ‘El Principito’
Los grandiosos árboles encarnan la imaginación de África y simbolizan, como los olmos o los tejos en España, la fuerza de la comunidad
Cuando llegó a la tierra, el Principito tenía un único problema: los baobabs. El misterioso niño proveniente de un pequeño planeta, tan minúsculo que en realidad era un asteroide, el B-612, aparece en mitad del desierto en el cuento de Antoine de Saint-Exupéry y pide al aviador varado en la arena que le dibuje una oveja. “El tercer día conocí el drama de los baobabs”, escribe el narrador de El Príncipito (Salamandra / Alianza Editorial). Y así descubre para qué necesita a la oveja: su planeta es tan pequeño que si deja que crezcan los baobabs se lo comerán entero y por eso está obligado a arrancarlos de raíz cuando son todavía un arbusto. El animal puede ayudarle comiéndose las malas yerbas.
Así explica la situación el narrador del cuento: “Había semillas terribles en el planeta del Principito… Eran las semillas de baobabs. La tierra del planeta estaba infestada. Y un baobab, si tomamos medidas demasiado tarde, no podremos deshacernos de él nunca. Ocupa todo el planeta. Lo perfora con sus raíces. Y si el planeta es demasiado pequeño, y los baobabs son demasiado numerosos, lo hacen estallar”. Y entonces aparece el dibujo ya clásico del planeta devorado por tres enormes baobabs.
Sin embargo, la opinión del Principito es muy minoritaria, tanto entre los seres humanos que conviven con estos grandiosos árboles, para los que tienen inmenso poder simbólico, como para los naturalistas. En la película Kirikú y la bruja, de Michel Ocelot, que recrea en dibujos animados un cuento popular africano con música de Youssou N’Dour, el pueblo donde arranca la historia aparece protegido por un enorme baobab, con su descomunal y rechoncho tronco y sus ramas y hojas arriba del todo. Javier Fuertes Aguilar, biólogo y científico titular del Real Jardín Botánico de Madrid, muestra su pasión por estos árboles y por las ceibas (ambas pertenecen a la familia Malvaceae). Existe una especie de baobab en África continental –marca el árido paisaje de las sabanas de Senegal o de Tanzania entre muchos otros países–, seis en la isla de Madagascar y otra en Australia. ¿Cómo llegaron hasta Kimberley, en el noroeste de la inmensa isla continente? Es un misterio.
“Hay también muchos baobabs en la India”, explica Fuertes Aguilar, un sabio de los árboles. “Vienen directamente de las conexiones humanas, por ejemplo de los portugueses que los trajeron desde Mozambique”, señala. “Es un árbol que forma parte de la imaginación del continente. Es además una planta muy resistente, que aguanta muy bien la falta de agua y que puede vivir cientos, incluso miles de años”. Sus primos hermanos americanos, las ceibas, son también enormes y también están preparados para duros meses de sequía.
Tanto las ceibas como los baobabs no son solo importantes por su belleza, por su antigüedad (existen ejemplares centenarios y milenarios), lo son sobre todo por el papel que desempeñan en la comunidad, que se pierde en la prehistoria. Un estudio genético sobre la distribución de los baobabs en Australia publicado en 2015 por un equipo científico pluridisciplinar demostró que existe una relación entre las diferentes subespecies de árboles y los grupos lingüísticos aborígenes. Este hallazgo, sumado a los estudios de paleobotánica, llevan a la conclusión de que los grupos humanos contribuyeron a la distribución geográfica de estos árboles. Pero no es necesario irse tan lejos en el tiempo ni en el espacio para buscar esa relación sagrada entre árboles y humanos.
Francis Hallé, el gran investigador francés de los árboles tropicales, cuenta en su libro Alegato por el árbol (Libros del Jata): “Todos los lectores de El Principito conocen los baobabs y los peligros a los que se expone el perezoso que les deja invadir su planeta. Indudablemente, Antoine de Saint-Exupéry tiene derecho a la licencia poética, pero el botánico no puede evitar pensar que es injusto presentar al baobab como un árbol peligroso, cuando se caracteriza por una absoluta falta de violencia y múltiples usos que merecen conocerse mejor”. “Los grandísimos y viejísimos baobabs están a menudo huecos y, siempre y cuando les hagamos una puerta, podemos conseguir que desempeñen funciones diversas: casa, bodega, pozo séptico, tumba, osario, prisión, iglesia o ¡sala de reunión!”, prosigue Hallé
Su poder como elemento de cohesión en la comunidad y su fuerza simbólica se repite con otros árboles en muchas otras culturas. “Tenemos numerosas equivalencias en España y en Europa”, explica el veterano naturalista español Joaquín Araújo, que acaba de publicar Los árboles te enseñarán a ver el bosque (Crítica). “Por ejemplo la relación entre los robles y los druidas en el mundo celta. Siempre han sido un lugar de encuentro: alguno de los pactos más sagrados que se han hecho en este mundo ha sido bajo un árbol. En el mundo Mediterráneo, las olmas estaban en la plaza del pueblo y eran árboles centenarios, sociales y afables. El tejo es otro árbol sagrado para las culturas centroeuropeas”.
El naturalista y escritor Ignacio Abella ha estudiado esta relación entre los árboles y las sociedades en su libro Árboles de Junta y Concejo (Libros del Jata): “Cuando Humboldt estuvo en lo que entonces se llamaba Senegambia relata que encuentra una reunión de la gente del pueblo, una junta de vecinos, dentro de un enorme baobab hueco. Es una imagen perfecta de la unión entre el paisanaje y el paisaje, reflejado por ese árbol totémico. Existen muchos árboles de junta: los olmos, tejos, robles, que están presentes en toda la península. Cada vez que hay que hacer algo importante se recurre a ellos, el árbol del parlamento, de la fiesta, del baile. Eso se ha perdido, aunque queda algún ejemplo: el tejo de San Miguel del Río en Asturias o, naturalmente, el árbol de Gernika, que se han convertido en un símbolo del País Vasco, no solo de Vizcaya. La olma era la gran diosa que estaba en mitad de la plaza, era venerada por los vecinos”. Abella emplea el pasado porque la grafiosis, un hongo, ha matado a la inmensa mayoría de los olmos de Europa y se ha llevado su papel totémico en la plaza de los pueblos (donde se utilizaba sobre todo el femenino para referirse al árbol sagrado).
La medievalista del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), Ana Rodríguez, recuerda también “el árbol en Runnymede bajo el cual Juan sin Tierra fue obligado por los nobles ingleses a firmar la Magna Carta en 1215”, un árbol que todavía vive en la ribera del Támesis y que puede tener entre 1.400 y 2.500 años. “En 2015 se conmemoró aquel hecho instalando un árbol en la muestra anual de la Royal Horticultural Society en Londres, patrocinada por Amnistía Internacional. Diseñado por Frederic Whyte, celebraba la historia de los derechos humanos. Como se explica en la instalación, un árbol solitario representa el tejo bajo el cual se firmó la Magna Carta en Runnymede en 1215. Cinco cipreses representan los textos que proceden de la Magna Carta: la Declaración de Derechos de 1689, el Acta de Abolición de la Esclavitud (1833), la declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), descrita por Eleanor Roosvelt como la Magna Carta para toda la humanidad, la Convención Europea de Derechos Humanos (1955) y el Acta de Derechos Humanos de Inglaterra de 1988”.
Pese a que los árboles siguen marcando el paisaje en las grandes ciudades, el jardinero paisajista e investigador botánico en obras de arte Eduardo Barba, que ha publicado recientemente El jardín del Prado (Espasa), cree que “muchas sociedades se han desligado de la función social de los árboles”. “El árbol como punto vertebrador se mantiene en aquellas sociedades que tienen un contacto más cercano con la naturaleza. Se trata de árboles que conservan un manto protector. En culturas que están muy ligadas a la tierra, el árbol sigue siendo un símbolo de fuerza, de libertad, de paz”.
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