El pequeño Kirikú cumple 15 años
Kirikú se baña justo después de nacer en Kirikú y la bruja.
De la barriga de la mujer embarazada sale una voz. “Madre, dame a luz”. A lo que ella, entre sorprendida y serena, responde: “Un niño que habla en el vientre de su madre, se da a luz solo”. De repente, de entre las piernas de la joven encinta emerge gateando la figura de un minúsculo niño que se corta él mismo el cordón umbilical y que proclama, con convicción: “¡Me llamo Kirikú!”. Así empieza la película de dibujos animados Kirikú y la bruja, dirigida por Michel Ocelot en 1998, un filme sin grandes alardes técnicos, de líneas simples y definidas, pero que ha sabido conquistar el corazón de millones de espectadores en todo el mundo y que se asoma, con ternura y curiosidad de niño, hacia esa África de la magia, las leyendas y los cuentos que se resiste a morir.
Kirikú y la bruja (Kirikou et la sorcière, en francés) es una deuda pendiente que Michel Ocelot tenía con su infancia. La historia es una adaptación de un cuento africano, pero el color, el sonido, las plantas, el ambiente, los mensajes, todo lo demás, en fin, procede de la propia experiencia vital de su creador que, pese a haber nacido en Francia en 1943, pasó buena parte de su niñez en Conakry, capital de Guinea. “Cuando yo era pequeño, era negro”, asegura el propio Ocelot, quien ha dicho en múltiples ocasiones que todos los recuerdos que conserva de sus primeros años están llenos de “belleza”. En este sentido positivo, el realizador galo apuntaba en una entrevista concedida a la radio África nº 1 que “necesitaba arreglar mis cuentas con el África negra y lo he hecho con Kirikú”.
La historia es sencilla. Un niño dotado de la extraña capacidad de correr y hablar desde el mismo instante de su nacimiento se enfrenta a una poderosa bruja llamada Karabá que está haciendo la vida imposible a los habitantes de una aldea y que cuenta, para ello, con un ejército de fetiches sometidos a su voluntad. Para derrotar a la hechicera, Kirikú, convertido en héroe, tendrá que vivir varias aventuras y llegar hasta el gran termitero, donde reside su abuelo, un venerable anciano que le dará las claves para contrarrestar el poder de Karabá. Sin embargo (y este es uno de los aspectos más destacables del largometraje), Kirikú se plantea en todo momento que tiene que haber una explicación para la maldad de la bruja y no ceja en su empeño hasta averiguarlo y descubrir que era también una víctima, a su vez, de la crueldad de otros. “Yo también me hacía de niño la pregunta de por qué la gente mala era mala”, asegura Ocelot. Desde esta óptica, el final es sorprendente.
Ocelot se aleja de forma notable de la historia original de la que se inspira, que pudo leer en una recopilación de cuentos de África occidental publicada en 1912 por Equilbecq, un administrador colonial francés. En dicho relato, el niño se llama Izé Gani y, aunque como Kirikú, habla desde el vientre de su madre y nace solo, al final acaba por matar a la bruja malvada. En la película, por el contrario, Kirikú, tras hacerse mayor de forma súbita gracias a un beso (una clara influencia de cuentos occidentales), acaba por casarse con la hechicera tras liberarla de la causa de su maldad. Para recrear la vida de una aldea africana y los escenarios que aparecen en la cinta, Ocelot acude, además de a sus propios recuerdos, a los cuadros de Henri Rousseau, conocido como el Aduanero Rousseau, pintor francés del siglo XIX considerado uno de los grandes del arte naïf, a las estatuillas beninesas para la recreación de los fetiches y al arte antiguo egipcio para los personajes, en un evidente guiño a las teorías de Cheick Anta Diop y otros autores que aseguran que esta civilización fue negra, tanto en su origen como en su desarrollo histórico.
Personajes del pueblo de Kirikú.
Los detalles fueron cuidados al máximo. Las voces, tanto en francés como en inglés, recaen sobre actores de doblaje africanos (senegaleses y sudafricanos), mientras que la música fue compuesta por el gran Youssou N’Dour y se basa en instrumentos tradicionales, como la kora, la flauta tokoro, el balafón, la sanza y, para la última escena en la que los hombres secuestrados por la bruja regresan al poblado, los yembés. Sin embargo, antes incluso de ver la luz, Kirikú y la bruja se vio envuelta en una delicada controversia.
En los dibujos animados de esta película se muestra el cuerpo humano sin tapujos, lo cual en su origen fue un problema que plantearon los distribuidores. Frente a ello, Ocelot defendió esta concepción artística y visual contra viento y marea. Las mujeres de la aldea, jóvenes y ancianas, así como la propia hechicera aparecen con el torso desnudo y los senos a la vista de todos. El director asegura que en una ocasión exhibieron la película, traducida al suahili, en un colegio de Kenia y que los alumnos no reconocieron a esa África de gente semidesnuda y tradiciones mágicas. “Lo más triste es que África siente vergüenza de sus tradiciones y su manera de vivir y está adoptando una cultura que no es originaria del continente”, reflexiona Ocelot, “nuestra sociedad occidental oculta el deterioro del cuerpo humano y eso no es sano”.
Karabá, la malvada hechicera de Kirikú y la bruja.
Durante largos años y tras estudiar Bellas Artes en Francia y Estados Unidos, Ocelot se interesó por la realización de cortos de animación. Sin embargo, Kirikú y la bruja fue su primer largometraje, una película que cambió totalmente su vida y cuyo éxito contribuyó a lanzar la industria de la animación francesa e incluso europea. Los problemas en la búsqueda de financiación fueron enormes y esta tarea se llevó a cabo durante unos cuatro años hasta que se logró reunir la cifra de 3,8 millones de euros. Pese a todo, como se ha dicho, el éxito en taquilla y la aceptación de la crítica internacional, así como los numerosos premios recibidos, la convirtieron en un producto rentable y en el mascarón de proa del cine de animación europeo frente a la entonces todopoderosa industria Disney.
Pese a que no lo tenía previsto, el inesperado éxito de la película ha llevado a Ocelot a dirigir dos secuelas que recogen nuevas aventuras del pequeño héroe. La primera de ellas se llama Kirikú y las bestias salvajes y ve la luz en 2005. Al igual que su antecesora, la cinta obtiene un notable éxito en las salas de cine y entre la crítica. En esta ocasión, el director une su ingenio y buen hacer a la calidad técnica de la realizadora de animación Bénédicte Galup y entre ambos consiguen hilvanar cuatro historias que acontecen a Kirikú en la época en que la malvada Karabá mantiene su pernicioso poder. El niño deberá enfrentarse, una vez más, a los fetiches de la hechicera, pero también a una hiena, a un búfalo y a una planta venenosa.
La tercera película se estrena a finales de 2012 y se llama Kirikú y los hombres y las mujeres. Al igual que la cinta precedente, se trata de historias, en este caso cinco, que acontecen al mismo tiempo que la primera película y que son contadas por el abuelo del pequeño. Sin embargo, en esta ocasión se centra más en las relaciones de los aldeanos entre ellos o con extranjeros que están de paso por la aldea. Un ejemplo más del respeto hacia la historia y las tradiciones africanas que ha mostrado siempre Ocelot: uno de los forasteros que aparece en esta última película es una griot que narra la historia de Sundiata Keita, el rey fundador del Imperio de Mali en el siglo XIII, protagonista de múltiples leyendas y cuentos de África occidental y que han llegado hasta nuestros días gracias a la tradición oral.
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