Hayao Miyazaki: de cómo el fundador del Studio Ghibli revolucionó nuestra imaginación
El estreno de ‘El chico y la garza’, el posible último trabajo del maestro de la animación, sirve como excusa para recorrer la vida, la carrera y las influencias de un cineasta que a sus 82 años es reverenciado por millones de espectadores y directores
“Ya no me interesa empezar la historias de una manera convencional. Las películas fáciles de entender son aburridas. Las tramas lógicas sacrifican la creatividad. Los niños lo entienden porque no funcionan con la lógica”. Palabra de Hayao Miyazaki.
Cuando el próximo viernes se estrene en España El chico y la garza, el duodécimo largometraje de Miyazaki, una adaptación libre del clásico de la literatura japonesa ¿Cómo vivís?, de Genzaburō Yoshino, la lógica de la edad (en enero cumplió 82 años) pronosticaría que esta será la última obra del animador japonés que llegue a salas comerciales. Sin embargo, en la carrera de Miyazaki nunca ha regido la lógica. Por eso, a cada anuncio previo de su retirada siempre le acompañó la duda. “Cuando no estás haciendo una película, echas de menos hacerla”, asegura en la serie documental Diez años con Hayao Miyazaki, de la cadena NHK. En el pasado festival de Toronto, antes de la proyección de El chico y la garza, Junichi Nishioka, uno de los vicepresidentes del Studio Ghibli, creado alrededor de Miyazaki, aseguró que el cineasta proseguía con su rutina de llegar al estudio a las diez de la mañana y ponerse a trabajar tras una idea, un hilo del que salga su siguiente filme. “Es la única forma en la que puede vivir. No puede cambiar ahora”, cuenta en esa serie su primogénito, Gorö.
“Nunca se retirará. La duda es si acabará la próxima, si llegará a verla en cines”, apunta la experta en anime Laura Montero. En 2012 su libro El mundo invisible de Hayao Miyazaki, una exhaustiva inmersión de la obra del cineasta, abrió la veda editorial. Montero reside en Montreal, donde trabaja como jefa de producción del estudio de animación Tonic DNA. “A su ritmo actual creativo, no creo que acabe un largo. Otra cosa es que vuelva a hacer cortos para el museo Ghibli”, apunta Montero. “En el cine mundial, Miyazaki ha aportado un respeto crítico para la animación comercial. Crea un cine familiar que por fin se toma en serio. Y además suma una profundidad psicológica a los personajes”.
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El estadounidense Steve Alpert es el primer gaijin (no japonés) que trabajó en Studio Ghibli, y además desde una posición de privilegio, como responsable de 1996 a 2011 de las ventas internacionales: en realidad, el embajador y el parachoques ante el resto del mundo, un mundo que los japoneses no entendían y a su vez un mundo que no entiende a los japoneses. Ni el mismo Alpert, al que reclutaron porque trabajaba en la filial japonesa de Disney, logró aprehender todos sus vericuetos. De esa época levantó testimonio en el libro Compartir casa con el hombre interminable. Y entre miles de pistas, explica cómo trabaja Miyazaki: “Él dibuja los storyboards, que en Ghibli reciben el nombre de ekonte, y allí se convertían en una combinación de storyboard y guion gráfico, un menú completo para cada película. Miyazaki divide el ekonte en cinco partes: A, B, C, D y E. No son como los actos de una obra teatral, pero cada parte era aproximadamente el 20% de la película. Cuando un filme se anunciaba, Miyazaki ya había hecho la A, con imágenes espléndidas y con todo detalle, y la mayor parte de la B la tenía en la cabeza […]. La película empezaba a producirse cuando Miyazaki empezaba a dibujar la parte C”. Normalmente, en la parte D, comenzaban las dudas. Y sin idea de cómo acabar, “el proceso se ralentizaba hasta convertirse en un goteo”.
Llegaba la crisis, con cines reservados (el proceso ocupaba dos años y medio, para estrenar siempre en verano), y de repente aparecía la parte E, los animadores violaban las leyes laborales japonesas (ya de por sí laxas), el director incluso volvía hacia atrás a retocar dibujos, y al final se grababan las voces (al contrario que en el resto del mundo, donde se registran primero para servir de guía a la animación; para Miyazaki, esos actores son como la banda sonora, meras herramientas). Estreno, promoción en Japón y un mes de vacaciones del creador en su cabaña en Nagano con su familia. “Y no tardaba en empezar a pensar en su siguiente filme”, escribe Alpert. “Miyazaki cree en el estrés para hacer cine. A menudo decía que una persona solamente hace su mejor trabajo cuando tiene que enfrentarse a la posibilidad real de fracasar y sus consecuencias”.
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“Miyazaki es un hombre con una exquisita destreza técnica, pero que también ha decidido confiar en nosotros su biografía más íntima a través de su obra. Estoy seguro de que es mucho más fácil conocerlo como ser humano viendo sus películas que haciendo un largo viaje por carretera con él. Esa es la marca de un auténtico autor. Hay un aspecto confesional y temerario en sus películas. La estructura no está limitada por el orden aristotélico occidental de tres actos con una introducción, nudo y desenlace… Él no lo hace así. Miyazaki prueba, una y otra vez, que no se trata de dejarte extasiado, sino de contar lo dulce y lo amargo de la vida. La pérdida, el amor, la belleza… todo a la vez”, explicó en septiembre Guillermo del Toro, como presentador de la sesión de El chico y la garza en el festival de Toronto.
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Miyazaki hace lo que quiere porque su talento y el productor Toshio Suzuki se lo permiten. Paco Roca, premio Nacional del Cómic, define ese talento: “Recuerdo ver de pequeño Heidi, cuando ni sabía, claro, quién era Miyazaki ni que trabajaba en ella, y sentir el placer de ver la vida dibujada. Veías cómo untaban queso fundido en pan y así provocaban emociones como la placidez. Por eso Miyazaki es el maestro del costumbrismo, en una mentalidad completamente alejada de Occidente, muy animista. Cuando dibujé Arrugas pensé en cómo lo haría él”. Con el tiempo, el círculo se cerró: la versión en cine de Arrugas fue distribuida en Japón por Ghibli.
En cuanto a Suzuki, el productor entendió que había que mantener unido al equipo creativo de Nausicaä del valle del viento (1984), y en 1985 fundó con Miyazaki y el otro gran genio de la animación, Isao Takahata, Studio Ghibli. Sobre la elección de este nombre, con el que bautizaron los pilotos italianos de combate en la Primera Guerra Mundial a un viento caliente en Libia procedente del Sahara, sobrevuelan muchas leyendas. Alpert dice que todas pueden ser mentira o todas ciertas. El dinero lo encontraron en Yasuyoshi Tokuma, empresario a la vieja usanza, dueño de un imperio del entretenimiento. Su muerte en el año 2000 impulsó a Ghibli a buscar una independencia financiera, que logró en 2005… aunque con un precario equilibrio. En 2014 cerró sus puertas, al menos en la sección de producción, tras la primera retirada de Miyazaki. En 2017 volvió a ponerse en marcha la maquinaria. Desde entonces solo han estrenado Earwig y la bruja, de Gorö Miyazaki, y El chico y la garza. Takahata, el único al que Miyazaki consideraba a su altura, su amigo desde los inicios de ambos y su gran acicate profesional, falleció en 2018.
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A finales de los noventa, Miramax era una filial de Disney, y por ello distribuyó en EE UU La princesa Mononoke, que cayó en las garras de Harvey Weinstein. En una fiesta tras su estreno en Nueva York, antes del lanzamiento comercial, Weinstein acorraló a Alpert y con insultos y amenazas le gritó que había que recortar la película y dejarla de 130 minutos en 90. Suzuki y Miyazaki le preguntaron a su ejecutivo que por qué Weinstein berreaba. Los tres volvieron discretamente al hotel, y el cineasta reflexionó: “¿Pero qué 40 minutos quiere que elimine? ¿40 minutos cualquiera le van bien?”.
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Los domingos, cuando no está trabajando o llueve en el exterior, el chef francés Thibaud Villanova cocina en casa con su hijo de seis años recetas que han aparecido en las películas de Ghibli. “A mi crío le gustan mucho”, cuenta desde su estudio multimedia. Villanova lleva diez años publicando libros con platos que aparecen en películas y libros: de El señor de los anillos a Star Wars, de Disney a Harry Potter, Assassin’s Creed o Astérix. Desde hace un lustro se han ido editando en España. “Pero las películas de Ghibli me llegan al corazón, crecí con Miyazaki. Sus filmes te hacen ver la vida de otra manera”, confiesa. Así nació La cocina en Ghibli, un volumen con 35 recetas que aparecen en filmes del estudio japonés. Su esposa ilustra y crea la parte artística de cada libro. “Yo investigo la receta, elaboro el plato y un fotógrafo lo retrata”, continúa. Y precisa: “Los platos que ves en su cine son las que él cocina algunos viernes a su equipo de trabajo. Por eso sus dibujos son tan precisos. Yo lo que hago es, después de investigar los detalles, trasladar la receta a un proceso más popular, más sencillo”. ¿Un plato favorito? “El ramen de Ponyo en el acantilado. Y todos los que aparecen en La princesa Mononoke, porque es la primera que vi”. ¿La más complicada? “La del banquete maldito de El viaje de Chihiro. Ya desde su concepción entendí que era muy difícil de elaborar en casa”. Antes de lanzarse a los libros y al universo multimedia, Villanova cocinaba en conciertos. “Una vez lo hice durante los dos días de actuaciones en París de Joe Hiaishi [el compositor de las bandas sonoras de Ghibli]. Le di de cenar, así que ahora cierro el círculo”.
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El museo abrió en 2001, y desde noviembre también hay un parque temático, aunque todavía está sin completar. A mediados del pasado septiembre se anunció que la cadena Nippon TV había adquirido el 42,3% de las acciones de Ghibli, lo que garantiza su futuro financiero, y el acuerdo incluía su independencia artística. A sus 75 años, Suzuki —el único que le lleva la contraria a Miyazaki, que influye en sus decisiones y que incluso le señala temas para futuros trabajos— entiende que hay que proteger el futuro. Pero en esa búsqueda de traspasar el legado, fue el inductor de la creación de la gran figura trágica de esta historia, Gorö.
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La primera palabra que dijo Gorö Miyazaki fue papá en japonés. Porque su progenitor pasaba mucho tiempo en casa. Era animador, pero todavía no habían llegado sus trabajos televisivos como Lupin III o Heidi, ni su debut como director con El castillo de Cagliostro (1979). Para ese filme, el padre desapareció de casa para volcarse en su trabajo. El hijo, que disfrutaba dibujando, lo dejó. Se convirtió en paisajista y así acabó colaborando en la creación del museo Ghibli. Un día, en una visita por las obras, Gorö dio su opinión sobre un proyecto incipiente, Cuentos de Terramar. Suzuki, atento, le empujó a dirigirlo: había encontrado un heredero perfecto. Miyazaki padre, horrorizado, se opuso. En el estreno en 2006, Hayao Miyazaki se salió a mitad del pase a fumar. “Hizo un trabajo honesto, pero debió de sentirse obligado”, adujo. Fue un éxito de taquilla, aunque acabó destrozada por los críticos.
En el documental Diez años con Hayao Miyazaki, a padre e hijo les graban en verano de 2010 durante el proceso de producción de La colina de las amapolas, coescrita por ambos, dirigida por Gorö. El hijo esconde bajo unos tableros los storyboards, el padre acaba viéndolos, y exige cambios. Enfrentados, se comunican a través de Suzuki. “Hacer dibujos sin vida no sirve de nada”, sentencia el progenitor.
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A Miyazaki no le gusta perder. Así que tiene aversión a las ceremonias de premios. En 2002 El viaje de Chihiro fue la primera película de animación que concursó en la Berlinale, y la primera que ganó, con su Oso de Oro, un festival de clase A. Miyazaki viajó a Alemania, aunque no se quedó para la gala de clausura. “Me motivó, y desconcertó, lo de Berlín. Estoy encantado con que se acaben los prejuicios contra la animación”, explicó a este periodista, vía email, en 2003, cuando también apuntaba: “Los niños de hoy en día tienen problemas creados por sus padres y abuelos, situaciones que antes no existían. Mis últimos filmes los protagonizan críos luchadores: quiero que mis espectadores sientan su fuerza y su alegría de vivir”.
Tampoco fue en febrero de 2003 a los Oscar, a pesar de que John Lasseter, el genio de Pixar y su amigo, ideó cualquier solución imaginable para que viajara. Ganó El viaje de Chihiro, aunque las estrictas normas de entonces de la Academia impidieron que alguien que no fuera Miyazaki subiera a recogerlo. Desde uno de los bares del teatro Kodak, Lasseter y Alpert llamaron al móvil del asistente (y ese día chófer) de Miyazaki para anunciárselo. Tarde: el cineasta lo había oído en la megafonía de una gasolinera camino del estudio.
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Para Salvador Simó, director de Buñuel en el laberinto de las tortugas (2018) y que en 2024 estrenará la coproducción hispanochina Dragonkeeper, “lo fascinante es su sutilidad, sus malos no tan malos, su capacidad de hacer magia de la cotidianidad, del día a día”. Pablo Berger, cineasta tan minucioso como Miyazaki y que en diciembre estrena en salas Robot Dreams, llamada a crear leyenda en la animación española, vive fascinado por Miyazaki. “Decir que es el cineasta de animación más importante de la historia se queda corto. Amo su realismo mágico, mezcla de costumbrismo y de los espíritus y dioses del Japón tradicional, cóctel de sus preocupaciones sobre los conflictos bélicos y el medio ambiente con una ética y una poética. Cuando nos tropezábamos con problemas creativos en Robot Dreams, las soluciones las encontrábamos en su filmografía”.
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En el estudio Toei, en los sesenta, Miyazaki conoció a Takahata y a una animadora excepcional, Akemi Ōta. Con ella se casó en 1965. Tuvieron dos hijos. Siguieron trabajando. Un día, viendo cómo volvía cansado de la guardería el mayor, Miyazaki decidió que Ōta se quedara en casa cuidando de la familia. “Con el tiempo se ha arrepentido, aunque ahí demostró que a veces no es tan feminista como aparenta”, explica la ilustradora Amaia Arrazola, autora de Totoro y yo, una brillante biografía ilustrada de Miyazaki. “Me fascina su cerebro, los personajes que produce. Todos me vuelven loca”. Como Del Toro, Arrazola cree que la mejor manera de conocer a Miyazaki es ver su obra. “Es un pesiminista optimista, preocupado por el medio ambiente, y que crea estupendos personajes femeninos, en contradicción con una educación machista”, desgrana.
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Hasta El viaje de Chihiro, Miyazaki era tan famoso en su país como una estrella del rock. Ahora su popularidad ha trascendido las fronteras. Cada mañana llega a Ghibli en su Citroën 2 CV gris. Si es el inicio de un proyecto, entra en su edificio de dos plantas de madera y allí se pone su sempiterno mandil y masajea las ideas. Si está en plena producción, se traslada a un cubículo en una esquina de la sala de los animadores de otro bloque. Cuando abrió el museo, él mismo propuso trabajar allí, cara al público, un día a la semana. Solo lo hizo un tiempo, porque las multitudes se quedaban paradas a su espalda, atascando el recorrido. También se limitaron las visitas no controladas al estudio: en los inicios de Ghibli (que está en la periferia de Tokio, sin señalización clara de qué albergan sus edificios), cualquiera podía entrar y charlar con él; en el siglo XXI todo se desmandó. Tampoco los occidentales ayudaron: tenían la costumbre de coger los dibujos que Miyazaki tiraba a la papelera.
Nunca ha estado en Japón, pero uno de esos grandes fans es Álvaro López Martín, autor de cinco libros sobre el cine de Miyazaki. “Vi El viaje de Chihiro en televisión y me voló la cabeza. Fue una experiencia catártica. Empecé a investigar, y aquel 2004 me apunté al primer foro sobre Ghibli que había en Internet en español. Veíamos las películas pirateadas porque no llegaban aquí. En 2010 comencé con mi blog Generación Ghibli, y de ahí salté a los libros”, recuerda. “En España hay una gran base fan, y hay editados una veintena de libros. Es curioso: Miyazaki lleva desde finales de los sesenta usando los mismos temas, con la misma esencia, pero no tiene fin, suena a nuevo. Su cine es sincero, él jamás se ha vendido a las modas”.
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El pasado 22 de septiembre, Miyazaki recibió el premio Donostia, el galardón honorífico del festival de San Sebastián. El cineasta japonés ya no sale de su país: la última aparición pública en el extranjero la realizó en noviembre de 2014 al recoger en Los Ángeles el Oscar de honor. Para San Sebastián, el animador envió un vídeo de 23 segundos con el trofeo donostiarra (reproducción de una de las farolas de la playa de la Concha) a su lado. “Llevamos mucho tiempo queriendo homenajearle, y esta vez conseguimos albergar su estreno europeo y que, además, aceptara el galardón”, cuenta José Luis Rebordinos, director del certamen de San Sebastián y uno de sus grandes fans en España: en su despacho hay un cartel grande de Mi vecino Totoro. “Para mí, Miyazaki es uno de los mejores directores de la historia, comparable a Dreyer o a Ozu”, subraya.
El proceso de entrega del premio no fue sencillo. “En Ghibli son supercelosos de su material. Y como no enviaban bajo ningún concepto en ningún formato la película, en julio viajaron a la capital japonesa una de las subdirectoras, Lucía Olaciregui, y Roberto Cueto, miembro del comité de selección experto en cine asiático. La vieron subtitulada en inglés en Ghibli, y entusiasmados cerraron los detalles”. Miyazaki declinó una conexión en directo, aunque sí aceptó grabar ese video de agradecimiento, que pidió que solo se usara para ese momento y que no se repicara. “Enviamos el premio a inicios de septiembre… y llegó deteriorado. Ellos lo apañaron para la grabación”. La semana que viene, invitados por el festival de Tokio, Olaciregui y Rebordinos irán a Ghibli con otro Donostia, eso sí, transportado a mano.
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Cuando El castillo de Cagliostro fracasó en taquilla en 1979, Miyazaki volvió al manga, tipo de cómics en los que ya había trabajado a finales de los sesenta. Comenzó a dibujar a la vez Nausicaä en el valle del viento, su gran obra en este género literario, que empezó a publicarse serializada en la revista Animage, cuyo editor era un joven Toshio Suzuki, en febrero de 1982, y El viaje de Shuna (1983), que ahora se edita en España. Nausicaä acabó en la gran pantalla, y hay rastros de El viaje de Shuna en otros filmes. Décadas más tarde, al finalizar Ponyo en el acantilado, retirado, Miyazaki dibuja por placer otro manga, El viento se levanta, sobre la vida del ingeniero aeronáutico Jirō Horikoshi. Suzuki lo empujó a adaptarlo al cine, porque lo vio como una oportunidad de hacer algo diferente. Por cierto, manga y película se parecen más bien poco.
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Para una secuencia de carrera por los tejados de La princesa Mononoke, Miyazaki puso a un animador a repetir fondos para que funcionara un efecto de rotura y caída de tejas. En El viento se levanta, un plano de cuatro segundos de una multitud requirió de año y medio de trabajo. “Puede que creas que no te das cuenta. Quizás no seas consciente de lo que has visto, pero lo sientes. Y ahí reside la diferencia”, le cuenta el cineasta a Alpert. Y sí, hasta para él es duro: “Las cosas más importantes de la vida son molestas”.
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El español que mejor conoce y más tiempo ha pasado con Miyazaki es el veterano animador Raúl García. “Estábamos a mitad de los ochenta con la animación de ¿Quién engañó a Roger Rabbit?, en Londres, y una noche un compañero alquiló una peli extraña en el videoclub japonés de la esquina. Era Mi vecino Totoro”. A finales de esa década, García trabajaba en Disney cuando coincidió con el japonés en el festival de Annecy (Francia), el más importante de animación, y quedaron en volverse a ver en Tokio. “En Ghibli, comimos con él y nos enseñó el estudio. En su mesa había un dibujito, le preguntamos por él, y nos regateó: era el germen de El viaje de Chihiro. Es un apasionado de su trabajo”. En el Annecy de 1993, incluso algún animador de peso estadounidense, como Glen Keane (García y él presentaban Aladdin), se ofreció a trabajar en Ghibli, y García recuerda la risa de Miyazaki, que estrenaba Porco Rosso: “Le dijo: ‘Lo mismo no te voy a gustar mucho como jefe, porque soy muy duro’. En aquel mismo certamen, se celebró un encuentro entre Miyazaki y Moebius, y estuvieron de acuerdo en que a partir de los 13 años los seres humanos no merecemos la pena”. El español define al cineasta como “el gran narrador, el creador más dotado de sensibilidad”. ¿Se retirará? “Jamás. Antes tendrán que echarlo”.
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El viaje puede que acabe con El chico y la garza, que resume todo su arte y sus intereses: leyendas, naturaleza, ingeniería, el animismo, bibliotecas como recintos de almacenamiento del saber, el ansia y el placer de volar, el doloroso rastro de la II Guerra Mundial en la sociedad nipona y que tanto sufrió Miyazaki de niño, el amor por su madre (a la que homenajeó en Ponyo), el desdoblamiento de mundos, el mensaje ecológico... Como hizo en El viaje de Chihiro (allí era Kamaji, un anciano con patas de araña que no paraba de trabajar), Miyazaki se ha autorretratado: en esta ocasión es el tío abuelo, un personaje que está buscando quien cuide su legado, una torre de piezas de diferentes formas colocadas en un equilibrio precario (vamos, el Studio Ghibli). Miyazaki cree en el valor de la imaginación y de lo sagrado, de articular la fantasía en el día a día. Si El chico y la garza es su última obra, la despedida está a la altura de las emociones que ha desprendido toda su carrera.
Libros y cine para entender el estudio Ghibli
LIBROS
¿Cómo vivís? Genzaburö Yoshino. Traducción de Víctor Illera. Editorial Montena, 2021. 282 páginas, 18 euros.
Antes de mi vecino Miyazaki. Álvaro López Martín. Editorial Diábolo, 2023. 320 páginas, 27 euros.
Compartir casa con el hombre interminable. Steve Alpert. Traducción de Luis Ali. Taketombo Books, 2021. 306 páginas, 18 euros.
Totoro y yo. Amaia Arrazola. Lunwerg, 2022. 200 páginas, 21,37 euros.
El viaje de Shuna. Hayao Miyazaki. Traducción de Marc Bernabé. Salamandra, 2023. 160 páginas, 22,80 euros.
La cocina en Ghibli. Thibaud Villanova. Traducción de Margarita Gómez. Hachette Héroes, 2023. 144 páginas, 23,70 euros.
Biblioteca Studio Ghibli: la princesa Mononoke. Laura Montero. Héroes de papel, 2021. 304 páginas, 22,80 euros.
Ghibli, una historia de amor. Toshio Suzuki. Traducción de Laura Olvera. Confluencias, 2023. 286 páginas, 17,95 euros.
OCHO PELÍCULAS DE GHIBLI
La tumba de las luciérnagas (1988), de Isao Takahata.
Mi vecino Totoro (1988), de Hayao Miyazaki.
Porco Rosso (1992), de Hayao Miyazaki.
La princesa Mononoke (1997), de Hayao Miyazaki.
El viaje de Chihiro (2001), de Hayao Miyazaki.
El castillo ambulante (2004), de Hayao Miyazaki.
Ponyo en el acantilado (2008), de Hayao Miyazaki.
La tortuga roja (2016), de Michaël Dudok de Wit.
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