El largo adiós de Hayao Miyazaki
Con la película ‘The wind rises’, el genio japonés de la animación se despide del oficio y opta a un nuevo ‘oscar’, tras el ganado en 2002 con ‘El viaje de Chihiro’
No importa cuántas veces haya dicho adiós. Lo que recuerdo de mis encuentros con Hayao Miyazaki son esos saludos con los que me abrió el mundo de la animación a otra dimensión. A sus 73 años y seis décadas dedicadas al dibujo animado dice que lo deja. Y su obra de despedida, The wind rises, optará el próximo 2 de marzo al que puede ser su nuevo Oscar.
Yo lo que recuerdo es esa niña de ojos grandes y boca de buzón que marcó mi infancia los sábados por la tarde. Había algo en los dibujos de Heidi diferente del resto de las series, una forma de contar, un ritmo que rompía con la norma y que nos mostraba la maestría del que desde entonces fue llamado el Disney japonés.
Mi primer encuentro con el genio de Miyazaki coincidió casi con mi primer trabajo profesional ayudando (torpemente, añadiría) a la adaptación del personaje de Heidi al cómic. Y como hablamos de la prehistoria antes del DVD, el trabajo exigía fotografiar el monitor de televisión para conseguir referencias fieles de sus dibujos. El trabajo duró poco pero la experiencia me enseñó la sensibilidad en el hacer de este japonés que luego descubrí en toda su gloria en sus largometrajes más entrañables, Nausicaä o Mi vecino Totoro.
Una sensibilidad que pude apreciar en persona cuando nos conocimos en Annecy, ciudad francesa que alberga algo así como el Cannes de la animación. Poco festivalero, Miyazaki no tuvo más remedio que aceptar en 1993 la invitación del festival para presentar Porco Rosso. Como me dijo, fue porque se sentía “en deuda” con el productor al haberse excedido en el presupuesto de la película.
Filmografía
El castillo de Cagliostro (1979).
Nausicaä del valle de los vientos (1984).
El castillo en el cielo (1986).
Mi vecino Totoro (1989).
Nicky, la aprendiz de bruja (1989).
Porco Rosso (1992).
La princesa Mononoke (1997).
El viaje de Chihiro (2001).
El castillo ambulante (2004).
Ponyo en el acantilado (2008).
Me lo comentó durante un desayuno-encuentro entre Miyazaki y Moebius al que fui invitado. Su amistad quedó forjada en una gran exposición conjunta en el Palacio de la Moneda de París en 2005. Yo, como convidado de piedra, asistí a uno de los desayunos más creativos de mi vida, con los dos maestros abocetando una historia de ficción donde el crecimiento de la humanidad se limitaría a 13 años para no consumir los recursos naturales. Un encuentro que fue la envidia de Glen Keane, uno de mis compañeros en Disney y animador estrella del estudio, quien soñaba con conocer al padre de Totoro.
Esa misma tarde les puse en contacto. Glen expresó su admiración con una modestia casi embarazosa. Quizá por eso, a su sugerencia de trabajar juntos Miyazaki contestó amablemente eso de “tal vez no quieras trabajar conmigo. Soy un tirano y un dictador cuando dirijo”. Una tiranía o cine de autor de un maestro que exige control total sobre el proceso creativo, desde el guion al story board, que dibuja él mismo en su totalidad, pasando por el diseño o la elección de colores. El último autor total del cine de animación.
De Annecy a Tokio o más exactamente a sus alrededores, donde Miyazaki me invitó a visitar los estudios Ghibli y su propia casa. Fue en 1997 y sin pensarlo dos veces fui a saludar de nuevo al maestro en plena producción de La princesa Mononoke. Esa fue la primera vez que, oficialmente, Miyazaki se jubilaba. De ahí que me recibiera en el estudio de su casa, donde no había más que lo necesario. Sus diseños. Muchos. El maestro se había tomado un tiempo alejado del estudio para diseñar el Museo Ghibli, testamento de su obra dedicado a los niños. Un museo totalmente orgánico, parte del parque en el que se iba a instalar, donde siguiera creciendo la hierba y hasta las pajas de los refrescos fueran de bambú. “Para poderse reciclar con facilidad”, dijo. Sonreí cínico pensando en Disneylandia. Su espíritu ecológico se impuso.
Me llamó la atención un dibujo solitario clavado en la pared. El de una niña con mirada triste delante de un templo. Al preguntarle por aquella imagen tan fuera de lugar entre planos y bocetos arquitectónicos, Miyazaki me dijo que era la semilla de una idea. Una historia de las muchas que tenía, de las que podría desarrollar en los próximos 15 años tomándose su tiempo. Hablaba el jubilado. La niña se llamaba Chihiro y la simple acuarela se convertiría en esa joya que recibió el Oscar al mejor largometraje de animación llamada El viaje de Chihiro.
Pasó casi una década hasta nuestro nuevo encuentro en el Festival de Venecia con motivo del estreno de Ponyo en el acantilado. Esta vez la fascinación de la vieja Europa pudo con el espíritu eremita del genio y Miyazaki aceptó promocionar la que sería su última película antes del retiro definitivo. Jubilación que nadie nos creímos, aunque reflejó un momento difícil en la vida del estudio Ghibli, enfrentado a la falta de un relevo creativo en un mundo que no está preparado para que el maestro cuelgue los lápices. Lápices gastados que Miyazaki cose con grapas para extender su vida y arrancar de la mina un último dibujo.
Ponyo podría haber sido su último filme, pero Miyazaki es un hombre de muchas pasiones y una de sus debilidades es el mundo de la aviación. Así lo mostró en las maquinas voladoras de El castillo en el cielo, en el bimotor de Porco Rosso o en los inventos voladores en Nicky, la aprendiz de bruja. The wind rises es un canto a los pioneros de la aviación y al inventor del avión Zero que tantas muertes causó en la Segunda Guerra Mundial. Miyazaki, pacifista por naturaleza, no juzga su obra, sino que aprovecha la excusa para hacer un canto a la creatividad y el espíritu de superación.
No está dicha la última palabra. Quizá deje la animación comercial aunque no sé si creerle. Pero su amor al manga le arrancará nuevos dibujos. Y su próxima obra me volverá a decir “hola” en ese lienzo siempre por pintar que es el Museo Ghibli, para el que piensa producir una serie de cortos que solo se podrán ver visitando sus exposiciones. Una buena manera de volver a decir “hola” en este largo adiós.
Raúl García, pionero español en los Estudios Disney, trabajó como animador en clásicos como La bella y la bestia, El rey león y Pocahontas, y codirigió El lince perdido. Es miembro de la Academia de Hollywood.
Babelia
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