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Cuatro novelísimos y una genia

Se trata de hablar de lo que hay entre los espacios de las primeras novelas, de lo que da lugar a esos huecos, de lo que permite la existencia de las grietas

Emiliano Monge
Portadas de las cuatro novelas.
Portadas de las cuatro novelas.

Hace quince días, en la entrega anterior de nuestra newsletter, titulada Distopías calóricas, escribí sobre varias distopías pero también sobre la postura de aquellos escritores y críticos a los que les encanta oponerse a que la literatura se trate de lo que siempre se ha tratado: de cualquier cosa.

Ahora —parece que hay a quien aún le quedan dudas—, antes de hablar de las primeras novelas de cuatro autores y autoras que se suman a la cartografía de nuestras letras, así como de la primera novela de una autora cuya obra debería ser leída y releída por todos, quisiera anotar un rasgo más de esos escritores y críticos que se oponen a que la literatura se trate de lo que sea, pues lo que quieren es que se trate única y exclusivamente de lo que ellos quieren que se trate.

“Si la historia mejor se hubiera ido por…” o “si el escritor hubiera elegido otra voz para contar eso que…” o “pudiendo hacer que sus personajes fueran…” o “vaya oportunidad perdida, no elegir la última década del siglo XX en lugar de la…”: hablar de lo que no es, de lo que no hay, de lo que no está en el libro, pero está en la cabeza de esos escritores y críticos que no quieren que la literatura sea un espacio de libertad sino un coto de caza privado. ¿Se imaginan que, para hablar del calor, uno de esos días de verano en los que uno se derrite, habláramos del frío que no hace, o que, para hablar del pescado que nos estamos comiendo, habláramos del inigualable sabor de los chapulines?

Por supuesto, lo que recién he escrito no lo he escrito únicamente como consecuencia de nuestra newsletter anterior: lo he escrito, fundamentalmente, porque este mecanismo que apenas he descrito ha sido, demasiadas veces, el mecanismo con el cual se ha atacado, cuando no invisibilizado, a los escritores noveles —y, sobre todo, a las escritoras noveles, no tan nóveles y nada nóveles, postergando (o impidiendo) demasiadas veces, también, cualquier forma de reconocimiento y, peor aún, de algo parecido a la consagración—. Esto fue lo que pasó, entre tantísimos otros casos, con el de Sara Gallardo, cuyos libros —desde esa primera y fabulosa novela que es Enero, en la que una adolescente de dieciséis años, que vive en mitad del campo y que se descubre embarazada, debe hacer frente a la soledad del mundo, y cuya reedición acaba de llegar a mis manos—, no pocos escritores y críticos, en su momento pero también después, decidieron evaluar por lo que no había en ellos, en lugar de por lo que había ahí —qué razón tuvo Mujica Lainez, años después, cuando escribió, refiriéndose a Eisejuaz, otra de las novelas de Gallardo que todos deberíamos leer y releer: “¡Qué libro extraño y bello has logrado! No imagino cómo se te ocurrió ni cómo te atreviste a emprenderlo. ¡Qué audacia! Ojalá la gente comprenda lo valioso de tu texto. Ojalá deje atrás la sorpresa de las primeras páginas y se interne en su singularidad alucinante”—.

Cuatro novelísimos

No se trata, evidentemente, de no asumir que las primeras novelas pueden (y deben, casi siempre) tener espacios o huecos o grietas, pero se trata de hablar de lo que hay entre esos espacios, de lo que da lugar a esos huecos, de lo que permite la existencia de las grietas, es decir, de lo que las primeras novelas, cuando son realmente interesantes, son en sí mismas; de la materia —tanto de la historia como del lenguaje— con la que están hechas, por ejemplo, Araneae, de la mexicana Nayeli García, Lo llamaré amor, del colombiano Pedro Carlos Lemus, El lado izquierdo del sol, del mexicano Cristian Lagunas, e Infértil, de la escritora peruana Rosario Yori.

En Araneae, la protagonista, cuyo padre la abandonó de pequeña, se entera de que este ha muerto hace algunos años y decide, contra toda lógica, ir a encontrarlo: no busca a una persona, está claro, busca una ausencia y eso, precisamente, es uno de los asuntos que convierte a este libro en algo especial; el otro es el uso del lenguaje —tenso en todo momento, pero frágil, también: como el hilo de las arañas, insectos que aparecen por toda la novela, al punto de que, como la realidad misma, no se puede estar seguro cuando son ciertas y cuándo no—.

En Lo llamaré amor, Lemus, a través de Pedro, que bien podría ser su alter ego, parte de una separación para contar, con una capacidad increíble para el manejo de las distancias emocionales —quizá esta sea la mayor de las virtudes del libro: cómo acerca al lector y cómo lo aleja, colocándonos en el dificilísimo espacio de lo sugerido—, una historia doble o, más bien, el lado cóncavo y el convexo de las relaciones humanas: el abandono y el amparo, la renuncia y el abrigo.

El lado izquierdo del sol, ganadora de la edición más reciente del Premio Mauricio Achar, cuenta, con una prosa transparente y limpia y un ritmo verdaderamente impresionante, además de un uso del idioma y de los silencios propio de quien posee un oído singularísimo, la temporada que Yukio Mishima pasó en México, para, a partir de esta, desentrañar diversos aspectos de su vida, el amor y el deseo.‌

Infértil, al tiempo que cuenta la pendiente en que se pueden convertir los anhelos, sean naturales o impuestos, y cómo esa pendiente arrastra al resto de la vida, genera, en el lector —debe ser una de sus mayores virtudes: la calma en medio del desastre— la sensación de estar ante el jinete más tranquilo del mundo, pero también ante un animal desbocado.

Coordenadas

De Enero, al igual que de Eisejuaz, se encuentra en diversas ediciones, pero la que llegó esta última vez a mis manos fue la de Laguna Libros. Araneae fue publicado por Barret y Lata Peinada. Lo llamaré amor, así como El lado izquierdo del sol e Infértil fueron editadas por Random House, en Colombia, México y Perú, respectivamente.

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