Distopías calóricas
Resulta curioso, para no decir patético, que, a estas alturas de la literatura, aún existan críticos y, peor aún, escritores que sigan discutiendo de qué se debería y de qué no se debería escribir
Resulta extrañamente curioso, para no decir naturalmente patético, que, a estas alturas de la literatura, con varios milenios de historia a cuestas, aún existan críticos y, peor aún, escritores o escritoras que sigan discutiendo de qué se debería y de qué no se debería escribir, es decir, de qué debería y de qué no debería tratarse la literatura.
Como si el espacio de los libros y el de las ficciones fueran territorios a deslindar y no una propiedad colectiva y como si la realidad, el presente y el binomio memoria e imaginación —más que en un binomio, el cuerpo que conforman la imaginación y la memoria siempre me ha hecho pensar en los andróginos que Zeus dividió con su rayo, creando dos seres a partir de uno— no fueran los inoculadores de los temas de los que se escribe y de las formas con las que se escribe, hay quienes se envisten de neohacendado y se presentan ante el público con sus reglas de medir, sus estacas y sus mazos.
“Esto no se debería estar haciendo… no más literatura de violencia, por favor… no, no… en serio… para qué otra novela fragmentaria… paren ya con el narcotráfico, el tráfico de órganos y, sobre todo, el tráfico de niños… no, no, no, de verdad que otra historia autobiográfica no le hace falta a nadie… nooo… otro libro queer ya no… cómo se les ocurre que una novela pueda ser narrada por un bosque… por favor… cómo así, otra novela contra el patriarcado… en serio que ya no”: en el fondo, a los neohacendados les encantaría ser ellos mismos Zeus, convencernos de que la literatura es su monte Olimpo, un monte que deben resguardar y ante cuyo asedio se guardan el uso del rayo con el que habrán de partir a los invasores; sobre todo, si estos escriben distopías, pues parecerían ser el enemigo de moda de los neohacendados.
Tres historias contra los neohacendados
Durante este último año, Jorge Comensal —que hace no mucho debutara con la excelente Las mutaciones—, Michel Nieva —quien había publicado las novelas Ascenso y apogeo del imperio argentino y ¿Sueñan los gauchoides con ñandúes eléctricos?— y Héctor Celis —cuya novela es su opera prima—, tres de esos escritores que bien podrían ser considerados supuestos invasores de olimpos inexistentes —si aún no queda claro, se le recomienda, a aquel que se identifique a sí mismo con una poderosa divinidad o con un bragado neohacendado recién aupado de su corcel, de preferencia sudoroso, grande y tozudo, no seguir leyendo esta entrega de nuestra newsletter— publicaron tres distopías realmente interesantes, todas las cuales parten de un punto en común: la crisis climática y las transformaciones que ésta está trayendo y que seguirá trayendo al mundo y al presente, es decir, el alza de las temperaturas, la doble cuestión del agua —el fin de la dulce y el exceso de la salada—, la devastación de ecosistemas y territorios, la cohabitación del ser humano con otras especies y la aparición de nuevas formas de violencia económica, política y social, pero también física, emocional e íntima.
Evidentemente, cada uno de estos tres libros —Este vacío que hierve, La infancia del mundo y Mar es la Tierra—, una vez que se distancian de ese punto en común del que despegan y tanto el mundo como el presente de sus historias son tamizados por el colador de la dualidad compuesta por la imaginación y la memoria de sus autores —dualidad que, insisto, no para de buscar la forma de volver a ser un solo ser: por eso cada recuerdo anhela una invención, así como cada invención desea un recuerdo—, se alejan entre sí para poder llevar a cabo su propia metamorfosis o su mutación particular, creando, en todos los casos, escenarios tan únicos como sorprendentes, cautivadores y extraordinarios: ya sea el del bosque, el zoológico y el panteón ardiendo en Este vacío que hierve, ya sea el del mundo compuesto de ínsulas gobernadas por multinacionales que concentran la explotación de los recursos reales o virtuales y de la salud de los que quedan en La infancia del mundo, ya sea el de esos territorios arrasados en los que se tasajea carne humana, se busca algún oasis, se espera la marea negra o se hacen pactos para morir abrazados en Mar es la tierra.
Tres extrañas singularidades
Decía, al principio de este texto, que los neohacendados gustan de decir qué se debe pero también cómo se debe escribir: pues bien, acá también se descubrirán contrariados, pues otro de los asuntos que hace que Este vacío que hierve, de Comensal, La infancia del Mundo, de Nieva, y Mar es Tierra, de Celis, sean tres excelentes distopías es que no sólo lo son por lo que cuentan, también lo son por cómo lo cuentan: particularmente, el caso del libro de Celis, en el que el lenguaje parece ser el último bastión de lo que alguna vez fue el destello que refulgió en el corazón del ser humano, es paradigmático en este sentido, pues el habla es casi un ser vivo que se pasea, que se arrastra y que se erige ante la devastación de la materia y la destrucción de la vida, como si las palabras, de algún modo, fueran el pegamento con el que debiéramos unir nuestro pasado nuestros futuros posibles.
De un modo similar, pero desde su propia singularidad, Nieva, en La infancia del mundo, al tiempo que nos hace seguir la desgracia, la soledad, la rabia y la búsqueda de venganza del niño dengue, que a consecuencia de un extraño virus ha nacido a medias humano y a medias mosquito y que se irá transformando en la madre de todo, nos coloca ante ese mismo recorrido, desde el lenguaje: el de la desgracia, la soledad, la rabia y la búsqueda de venganza —real y virtual—, al tiempo que la palabra pasa de ser algo minúsculo a ser la madre de todo, con una metáfora limpia y certera: la aparición, tras los últimos deshielos, de unas piedras que conservan el saber primigenio.
Por su parte, Comensal, mientras nos conduce por el vacío interior de sus protagonistas y por el vacío que deja el gran incendio —metáfora del vacío que está dejando tras de sí la crisis ambiental—, nos conduce por el vacío que imponen los secretos que se abren entre las distintas generaciones de una familia, partiendo de que ese vacío es, ante todo, un silencio, silencio a partir del cual se erige el lenguaje de Este vacío que hierve, novela que confirma a su autor como uno de los estilistas de su generación.
Coordenadas
Este vacío que hierve fue publicado por Alfaguara, mientras que Las mutaciones se encuentra en ediciones tanto de Antílope como de Seix Barral. La infancia del mundo fue editado por Anagrama, mientras que ¿Sueñan los gauchoides con ñandúes eléctricos? y Ascenso y apogeo del imperio argentino se encuentra en ediciones tanto de Santiago Arcos Editor como de Colmena Ediciones. Mar es la Tierra fue publicado por Alfaguara.
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