Utrecht explora las incesantes metamorfosis de la música antigua
El festival neerlandés reflexiona sobre la idea de la música antigua concebida como el fruto de la ambición por recrear el pasado al calor de las más diversas ideologías
La llamada música antigua tiene muchas vidas y no deja de remozarse con cada nuevo avatar. Pensemos, por ejemplo, en una obra icónica como la Pasión según San Mateo de Bach y en cómo debió de sonar por primera vez en Leipzig en 1727, dirigida —o concertada— por el propio compositor; en Berlín, tras un olvido de más de un siglo, cuando la resucitó Mendelssohn en la Singakademie en 1829, interviniendo no poco en la partitura original; en Ámsterdam, cuando Willem Mengelberg la dirigía año tras año, casi como un ritual, el Domingo de Ramos en la Concertgebouw durante la primera mitad del siglo XX (existe una grabación de 1939 realizada en la antesala misma de la Segunda Guerra Mundial, lo que dejó una huella indeleble en la interpretación); en Viena, a partir de los años sesenta, cuando Nikolaus Harnoncourt sustituyó las voces femeninas por niños e introdujo, además, instrumentos originales; o en Londres, cuando, a poco de iniciado este siglo, Paul McCreesh empezó a interpretarla sin coro (O tempora, o mores!), tan solo con voces solistas, al igual que había hecho años antes Joshua Rifkin con la Misa en Si menor. Una misma obra, en esencia, pero con traducciones sonoras radicalmente diferentes.
Por esta línea avanza el armazón conceptual que articula este año la programación del Festival de Música Antigua de Utrecht, el más veterano y prestigioso de los de su clase. La palabra más destacada en el cartel y la cubierta del libro-programa de este año es Revival, un anglicismo “evitable”, según el Diccionario Panhispánico de Dudas, que define como “retorno de gustos, modas o tendencias propios de otras épocas” y “que puede sustituirse por voces españolas como resurgimiento, recuperación, resucitación, renacimiento, retorno, regreso o similares”. En Utrecht se han fijado también justamente en ese prefijo “re-” y revival aparece acompañada por doquier, en un cuerpo más pequeño, de otros términos como “recrear”, “reciclar”, “restauración”, “representar” y, claro, “renacimiento”. No funciona en español la última palabra en liza, rejoice, que etimológicamente hace referencia en inglés a una alegría o un placer especialmente intensos: “Rejoice greatly”, canta la soprano, rizando el rizo, en el Mesías de Handel. El festival se olvida, pues, de efemérides, o de ubicaciones geográficas prioritarias, como otros años, y prefiere ahondar en la idea de la música del pasado concebida como una suerte de eterno retorno.
Utrecht es también un lugar perfecto para esta reflexión: milenario enclave comercial romano (Trajectum), es una ciudad en la que lo antiguo no cesa de preservarse y renovarse sin dejar por ello de ser visible: por segundo año, la orgullosa torre de la catedral —el símbolo por antonomasia de la ciudad, del siglo XIV— sigue enfundada en andamios de arriba abajo, lo que no impide a su carillón seguir marcando el curso del tiempo cada cuarto de hora con música relacionada con el festival, este año de Henry Purcell, Mateo Flecha, Claudio Monteverdi y Josquin des Prez. Las calles siguen siendo empedradas por todo el centro histórico, aunque raro es el día en que no se ve a operarios reparando algún tramo (con tierra compactada como toda sustancia aglutinante, al igual que antaño). La céntrica Haverstraat, por ejemplo, se encuentra por completo levantada, como si hubiera caído un misil, a fin de renovar todas las canalizaciones subterráneas: cuando terminen las obras, sin embargo, volverá a mantener intacto su suave aire dieciochesco. Y qué mejor muestra de simbiosis entre lo viejo y lo nuevo que el propio TivoliVredenburg, la sede principal del festival, en el que al antiguo edificio le ha crecido uno nuevo que lo envuelve y lo eleva hacia el cielo, aunque en el interior de la sala grande el tiempo parezca haberse detenido en 1979, cuando se inauguró la construcción original.
A modo de prólogo, el Huelgas Ensemble ofreció el viernes por la tarde tres conciertos consecutivos en la catedral. En el programa figuraban los nombres de las obras, pero no sus autores, y el festival invitaba a que el público adivinara, si no todos y cada uno de los compositores, tarea nada sencilla, sí al menos si se trataba de música “antigua” (hasta 1600) o “no demasiado antigua” (hasta 1900). Paul van Nevel empezó poniendo las cosas fáciles, con el gradual Viderunt omnes, de Pérotin, aunque lo interesante fue constatar cómo esta música del siglo XIII puede sonar, interpretada con una métrica tan inflexible como propuso el belga, inequívocamente moderna, lo que desdibuja por completo las fronteras entre pasado y presente. En el primer concierto, tras una chanson de Josquin y un Agnus Dei de Brumel, Van Nevel introdujo dos canciones sacras de Max Reger, esto ya sí mucho más difícil de adivinar para un simple aficionado, sobre todo porque el alemán es un compositor injustamente preterido, aunque sonaron varias músicas suyas en los tres conciertos, un gesto con un aire inequívoco de reivindicación. Reger, además, sabe componer cuando quiere deliberadamente a la antigua, imitando las armonizaciones renacentistas o barrocas de los corales luteranos, lo que dificulta aún más seguirle la pista. El dramatismo y la intensidad expresiva de Der Mensch lebt und besteht nur eine kleine Zeit, de O Tod, wie bitter bist du y de Ach Herr strafe mich nicht provocaron auténticos escalofríos en la catedral.
De matrícula era ya adivinar la identidad del belga Willem Ceuleers, un antiguo integrante del Huelgas Ensemble, además de organista y prolífico compositor, que es capaz de imitar casi a la perfección el estilo renacentista, como demuestra en su Missa super ‘Iam navis adventat’, en el madrigal Io non so ben o en el Stabat Mater que sonó en el tercer concierto. Mucho más moderna sonó la conclusión del tríptico, Da pacem Domine, del alemán Jörg Schnepel, donde, ante semejantes armonías, pocos debieron de errar la respuesta correcta. Pero cuando se vio disfrutar especialmente a Van Nevel fue en las rarezas (la Missa Praeter rerum seriem de Ludwig Daser) y, más aún, en la música contrapuntísticamente más intrincada, como el motete penitencial Sustinuimus pacem, de Pierre de Manchicourt, en el que subió a dos tenores al púlpito para entonar el cantus firmus de la sexta pars (con un texto diferente tomado de una antífona, Da pacem Domine, el mismo del motete de Schnepel que sonaría justo a continuación: Paul van Nevel no da puntadas sin hilo), o en Ista est speciosa, de Mathieu Gascongne, un canon enigmático a doce voces de las que solo una aparece escrita y que puede resolverse de dos maneras, de acuerdo con su indicación en latín (“A la segunda superior, descansando dos breves, o lo contrario”): comenzando a añadir voces ascendentemente desde esa voz, o descendentemente desde su inversión. Fue el final del segundo concierto, en el que lo de menos era ya adivinar o no la autoría de cada pieza. Lo importante era constatar cómo convivían pasado y presente de la mano de un grupo que, fundado hace más de medio siglo, es historia viva de la moderna interpretación de la música antigua. Hemos crecido con sus cantantes, los hemos visto envejecer (ahí siguen la soprano Sabine Lutzenberger, el tenor Tom Phillips o el barítono Frederik Sjollema, por ejemplo), pero hemos sido asimismo testigos de su constante renovación, siempre con Paul van Nevel, camino ya de ser octogenario, como gran maestro de ceremonias y marcando autoritariamente el tempo con un minúsculo diapasón. Otro tanto sucede con el propio público del festival: todos nos reconocemos las caras, un año más viejos cada vez, pero también descubrimos rostros nuevos llamados a sucedernos.
Tras este prólogo casi oficioso, Xavier Vandamme, el director del festival, confió la inauguración oficial el mismo viernes por la tarde a uno de los artistas residentes de esta edición: Simon-Pierre Bestion y su grupo La Tempête. No es fácil describir lo que quiso hacer el director francés, que se ha referido a modo de inspiración a ese ensayo de sus propias exequias que habría ordenado hacer Carlos V el 31 de agosto de 1558 en Yuste, pocas semanas antes de morir, y que el monarca siguió, solo supuestamente —aunque la leyenda prefiere darlo por cierto—, desde el interior de su féretro. Nada de esto dice el cronista más fiable, Fray Hernando del Corral, aunque el bulo se propagó tras la biografía de William Robertson. Este ensayo fúnebre ha activado la imaginación de Bestion, que admite no plantear una reconstrucción histórica, sino tan solo una evocación. Y su propuesta —que tiene más de pesadilla que de rememoración y lleva por título Bomba flamenca— es un compendio de tópicos ensartados no ya sin ninguna lógica litúrgica, sino como un puro producto del azar.
Bestion, que vestía una camisa negra que llevaba estampado parte del panel central de El jardín de las delicias del Bosco, se vale para ello de varios de los grandes hitos de la música antigua española: el Codex Calixtinus, las Cantigas de Santa María, el Llibre vermell de Montserrat, el Cancionero de Palacio, el Réquiem de Pedro de Escobar, Los seis libros del Delphín de musica de Luis de Narváez o el Officium defunctorum de Cristóbal de Morales. Elige piezas más o menos previsibles de cada uno de ellos, las agita, las mezcla, añade especias sefardíes y arábigo-andaluzas (faltaría más), algún toque flamenco (de Flandes) en honor al monarca debido a Pierre de Manchicourt o Thomas Crecquillon, unas gotas de humor popular en lengua vernácula (un par de ensaladas de Mateo Flecha), percusiones diversas por aquí y por allá, et voilà!: como cabía prever, el emplasto final, de más de hora y media de duración, pródigo también en interludios y transiciones de toda laya, sin un solo segundo de silencio para reflexionar o tomar resuello, hizo las delicias del público. En un escenario casi siempre en penumbra, con algunos efectos de luces y humo un tanto primarios, con instrumentistas y cantantes en constante trasiego por las galerías de la sala, con Bestion esforzándose (en ocasiones sin éxito) con grandes gestos para que todos tocasen y cantasen a la vez cuando andaban dispersos por los cuatro puntos cardinales del Vredenburg, era muy difícil encontrar sentido a lo que se veía o escuchaba, aunque tras ello había, sin duda, un descomunal trabajo previo. Pero emocionar, lo que se dice emocionar, sólo se consiguió en algunos momentos del Réquiem de Escobar. Las ensaladas de Flecha en cinemascope o la versión sinfónico-coral de Ad mortem festinamus, del Llibre vermell, sin entrar en más detalles, no tenían un pase.
La bomba, la fiesta, el funeral, la pesadilla, o lo que fuera aquello, acabó con un espiritual negro (sic) como propina final: el posmodernismo y el multiculturalismo no conocen fronteras. Al margen de gustos personales, no hay por qué caer tampoco en una enmienda a la totalidad, porque el Festival de Utrecht ha sido siempre un escaparate de las últimas tendencias interpretativas de la música antigua. Y si esto es lo que se hace, y por parte de músicos tan solventes como Bestion, es mejor poder conocerlo en vez de mirar hacia otro lado. Por otra parte, en un festival, desde luego, es siempre mejor arriesgar que ofrecer, año tras año, más y más de lo mismo, con nombres y fórmulas insulsas y eternamente repetidas, como es tristemente habitual en nuestro país.
Bestion y sus músicos volvieron al mismo escenario el domingo por la tarde para ofrecer una de las cimas de la música occidental: las Vísperas de Claudio Monteverdi. Tras su tarjeta de presentación del viernes, hubiera sido ingenuo esperar una versión respetuosa, ortodoxa o convencional. No lo fue, efectivamente, pero todo lo que no había tenido sentido el viernes (los juegos de luces, el uso constante de las posibilidades espaciales de las galerías del Vredenburg, los coros bocca chiusa, los movimientos lentamente acompasados e incluso danzados de los cantantes durante sus desplazamientos, los dejos orientalizantes, la abigarrada fantasía instrumental) acabó por funcionar de manera progresiva y, como por ensalmo, misteriosa. El director francés (apodado ambiguamente por un periódico neerlandés estos días como “el Astérix de la música antigua”) opta ahora por partir de la idea de Venecia como una encrucijada de caminos entre Oriente y Occidente, lo que le anima a introducir un sesgo bizantino u ortodoxo en numerosos momentos: la sombra de Marcel Pérès es alargada.
Bestion añade incluso numerosas antífonas y fabordones de fuentes francesas (aumentando en casi media hora la duración original de la obra de Monteverdi) e incorpora al continuo un serpentón (un doble guiño a la música francesa y al shofar de la tradición musical judía), reimaginando la obra de Monteverdi como una gran celebración ecuménica con numerosos elementos teatrales y sorpresas tan chocantes como los gritos de júbilo del coro, lanzando flores al aire, después de cantar el salmo Lauda Jerusalem. Sus solistas vocales son muy desiguales, pero el bloque funciona admirablemente, con un despliegue de fortísimas personalidades y con la más irresistible de todas ellas, la hipnótica contralto belga Eugénie de Mey, ejerciendo de argamasa unificadora con sus soberbias intervenciones en solitario, sin o con un bordón vocal de apoyo. Cabría explayarse en muchísimo detalle sobre la propuesta de Bestion —arriesgada, complejísima y ejecutada con una precisión y entrega admirables—, al que solo cabe reprochar que prime tempi excesivamente lentos que a todas luces no funcionan y van en detrimento de la tensión expresiva (como en el salmo Dixit Dominus o el Magnificat final), pero valga resumir diciendo que pocas veces se asiste a una interpretación de la que dimane una comunión espiritual tal entre cantantes, instrumentistas y su director, y que es raro ver a un público tan absorto ante una propuesta tan extrema y tan iconoclasta como la del francés. Bestion ha repensado, reimaginado, reinventado casi, una obra maestra, en sí misma la perfecta encarnación de cómo pueden vivir en un mismo cuerpo lo antiguo y lo nuevo, pasado y presente, la primera y la segunda prácticas. Ha revivido literalmente para nosotros otras Vísperas de Monteverdi, muy diferentes de las habituales, y las caras del público reflejaban al final esa intensa alegría que expresa en inglés el verbo rejoice.
El primer fin de semana del festival ha deparado mucho, muchísimo más. Paul van Nevel regresó a la catedral el domingo por la tarde para seguir tirando de otro de los hilos conductores de esta edición: las misas renacentistas basadas en la melodía de L’homme armé, sobre la que disertó Avery Gosfield el sábado por la mañana. El belga eligió la poco conocida —y originalísima, plagada de canti fermi perfectamente audibles— de Firminus Caron, seguida de la grandiosa Missa Et ecce terrae motus, de Antoine Brumel, un imponente armazón contrapuntístico a doce voces que suena también, en muchos momentos, radicalmente contemporáneo. El Huelgas Ensemble volvió a obrar constantes maravillas vocales, que les hicieron acabar exhaustos, porque las doce voces independientes con una escritura intrincadísima exigen un extra de concentración individual. Pero también ellos son humanos: acabado el concierto, la soprano Maria Valdmaa lloraba amargamente en la nave lateral de la catedral, consolada por sus compañeros y por el propio Van Nevel, después de protagonizar dos entradas en falso en el dúo inicial de la repetición de “in excelsis” del Sanctus junto con el tenor Paul Bentley-Angell.
Odhecaton, el grupo italiano que dirige Paolo da Col, había iniciado esta secuencia de misas construidas a partir de L’homme armé con la de Jacob Obrecht, otro opus magnum. El sonido del grupo (exclusivamente masculino), la manera de dirigir de Da Col (mucho más flexible en el tempo y generosa con la dinámica que la de Van Nevel), la concepción del programa (con dos motetes dedicados a San Roque y San Sebastián, los protectores de la peste, que acabó con la vida de Obrecht en Ferrara en 1505), la acústica misma de la Catedral de Santa Catalina, la manera de escucharse y observarse de los diez cantantes: todo nos trasladaba a un mundo sonoro muy diferente. El tercer Agnus Dei de la misa de Obrecht y O virgo prudentissima, uno de esos milagros contrapuntísticos de Josquin des Prez, su antecesor en Ferrara, con un doble cantus firmus en canon a la quinta superior sobre un texto diferente de una antífona mariana, Beata mater et innupta virgo, quedarán, a buen seguro, entre los grandes momentos de esta edición del festival.
El sábado por la mañana hubo dos excelentes muestras interpretativas del stylus phantasticus, a cargo del Ensemble Castelkorn (en el Hertz) y el Castello Consort (en la Pieterskerk), aunque las maneras violinísticas de Elise Dupont son preferibles, con mucho, a las de Josef Žák: los dos tocan muy bien, pero mientras que él parece tenerlo todo premeditado de antemano, ella irradia espontaneidad y creatividad compás tras compás. Por la tarde, defraudó no poco Hervé Niquet y su Le Concert Spirituel en la catedral con un programa de música coral menor de Saint-Saëns y Gounod, cuya Messe vocale, en línea con los postulados del festival de este año, es abiertamente neopalestriniana. Perfectamente olvidable fue el concierto del domingo del Sollazzo Ensemble, un grupo que maravilló aquí en 2018, pero que se ha convertido en una lejana sombra de lo que fue. De aquella formación sólo queda su directora, Anna Danilevskaia (ni siquiera su hermana Sophia), en todo lo demás se ha ido a peor y la emoción, la delicadeza y la poesía de entonces han dado paso a la blandura, la previsibilidad y el tedio de ahora. Andreas Staier tampoco tuvo su mejor noche el sábado en el concierto nocturno en Cloud Nine: los años pesan, y aquel joven rebelde de Musica Antiqua Köln está a poco más de dos años de ser septuagenario. Los dedos no son ya los de antes, pero, como todos los grandes, dejó destellos de clase en un recital conceptualmente extraordinario, en el que, tocando un piano Sébastien Érard de 1837, se mostraba la huella profundísima que dejó la música de Bach en algunas páginas pianísticas de Robert Schumann. En el concierto nocturno del domingo, el sexteto vocal femenino alemán Sjaella mostró lo asombrosamente bien que pueden cantar a capela seis mujeres, enteramente de memoria, un programa de —desgraciadamente— escasa enjundia musical. Pero, tras las largas e intensísimas Vísperas neomonteverdianas que acabábamos de escuchar, ejercieron de contrapunto y relajante perfectos antes de dormir.
La Lutherse Kerk es siempre el escenario de los recitales de clave, comenzados el sábado con un monográfico dedicado a los virginalistas ingleses por Skip Sempé, un discípulo del gran Gustav Leonhardt y actual custodio de su colección de instrumentos históricos. Encarnación casi perfecta del americano impasible, sus dedos, sin embargo, obran prodigios de precisión y expresividad. El domingo tocó el madrileño Ignacio Prego, mucho más seguro y comunicativo en Purcell y Froberger que en Bach, cuya música está siempre erizada de dificultades. No se arredró a pesar de los pequeños tropiezos en la Partita núm. 2 del alemán y siguió con una actitud modélica sin rehuir, como venía haciendo, todas las repeticiones, muchas de ellas con el añadido de una sabia y delicada ornamentación. Fue quizá en la Partita núm. 2 de Froberger donde ofreció las mejores esencias de su valía musical: escuchándolo, resultaba imposible no recordar los recitales monográficos dedicados a este compositor en esta misma iglesia por Gustav Leonhardt y Bob van Asperen: dentro de estos muros se atesora mucha historia. Justo antes habían tocado en el Cloud Nine la pianista Laura Granero y el violonchelista Javier López Escalona, ganadores del Concurso Van Wassenaer el año pasado, un programa que también unía los nombres de Bach y Robert Schumann. Aunque el debut más esperado aquí en Utrecht es el del cuarteto vocal Cantoría, que actuará en el gran templo polifónico del festival, la Pieterskerk, el lunes por la noche. Sus ensaladas de Mateo Flecha se situarán a años luz, a buen seguro, de las que se escucharon en el controvertido concierto inaugural.
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